Desde hace un par de semanas el tema de la colegiación
y certificación profesional en México ha vuelto a tomar impulso.
En efecto, si bien es cierto que desde el año pasado se presentó en el Senado de la República la Iniciativa de reforma constitucional en materia de colegiación y certificación obligatorias, con su respectiva ley secundaria, también lo es que estas modificaciones, a pesar de los diversos foros y debates realizados para su estudio, al final fueron olvidadas, y quedaron detenidas en la Comisión de Puntos Constitucionales, Educación y Estudios Legislativos.
En efecto, si bien es cierto que desde el año pasado se presentó en el Senado de la República la Iniciativa de reforma constitucional en materia de colegiación y certificación obligatorias, con su respectiva ley secundaria, también lo es que estas modificaciones, a pesar de los diversos foros y debates realizados para su estudio, al final fueron olvidadas, y quedaron detenidas en la Comisión de Puntos Constitucionales, Educación y Estudios Legislativos.
Ante la premura por posicionar de nueva cuenta el tema, aunado a la unanimidad de actores e instituciones que apoyan estos mecanismos, resulta pertinente recordar que toda propuesta es perfectible y que el análisis crítico tanto de los procesos de creación de las normas, como de las mismas normas propuestas, son indispensables como paso previo para su eventual legitimidad y eficacia social.
No cabe duda de que son más las voces que están a favor
de la reforma en materia de colegiación y certificación obligatorias en México,
que aquellas que la cuestionan. Mientras algunos de sus críticos aducen más
bien a argumentos de tipo sociológico, evocando problemáticas de índole
estructural en nuestro país, por otro lado, quienes promueven estos procesos
expresan contraargumentos de carácter histórico, filosófico y ético. Los
cuales, de buenas a primeras, resultan mucho más atractivos para tomar partido
a favor del control profesional.
Sin embargo, vislumbrar a la colegiación y
certificación obligatorias como fin y no como medio, e incluso, para el caso
concreto del ejercicio de la abogacía, proponer al primero de estos mecanismos
como la panacea del sistema jurídico; al tiempo que intenta neutralizar otras
propuestas alternativas, también manifiesta la efusiva difusión de un discurso
de tintes imperiosos que evita cualquier crítica que lo ponga en riesgo.
No por estar a favor de la colegiación y certificación
profesional, se tiene que estar al mismo tiempo a favor de la reforma que las
hace obligatorias. Tampoco por el hecho de ser conscientes de la grave
desregulación del ejercicio profesional en México, se debe vislumbrar a estos
mecanismos como el único remedio posible.
Llama la atención, y mucho, que la ley secundaria que
regulaba a distintas profesiones más allá de las de índole jurídica, y que
desarrollaba por completo el contenido de la reforma del año pasado, ahora, de
manera intempestiva, haya sido substituida por una exclusiva para el ejercicio de
la abogacía.
La denominada “Ley general de la abogacía mexicana”
antes que marcar los lineamientos generales y flexibles que puedan adecuarse a
los múltiples y divergentes tipos de abogados que existen, encuadra y limita, a
través de esquemas prototípicos, un determinado ejercicio profesional. Es
cierto: esta Ley general está pensada bajo criterios uniformes. Bajo una óptica
unidimensional que no considera las experiencias tanto de usuarios y clientes
y, al mismo tiempo, evita regular la pluralidad de otro tipo de profesionales
que prestan sus servicios.
La tendencia de los abogados por querer monopolizar
cualquier tema que implique regulación, al tiempo que configura elementos de
identificación técnica en la profesión, también construye una barrera que en ocasiones
los incomunica de la sociedad.
Así, sin realizar una diferenciación entre las
polifacéticas funciones que puede ejercer un abogado, se cree que su ejercicio
profesional sigue, invariablemente, un determinado patrón y modelo. Y es que, a
diferencia de las altas cortes, de sus jueces, o incluso de los legisladores,
para el caso de los abogados resulta difícil distinguir un mínimo común
denominador que pueda agrupar sus actividades, ya sea porque cada uno de estos
las erigirá conjugando, entre muchos otros elementos, atributos propios de su
formación y cultura jurídica, factores consecuencialistas para el caso concreto
que se les presente, componentes relacionados con la ideología profesional y,
sobre todo, razones estratégicas dependientes de sus funciones y de la
consecución de objetivos particulares. Resulta claro que la profesión de
abogado es todo menos homogénea, por ende, resulta difícil creer que una Ley
como la que ahora se proyecta tenga un anclaje realista.
El diagnóstico sobre este tema es que estamos
diagnosticados en exceso. Y por tanto, ávidos de soluciones y propuestas. De
ahí que pronunciarse en contra de la colegiación de los abogados en México, de
entrada, sea mal visto. Ante un panorama tan lúgubre respecto al ejercicio de
distintas actividades profesionales, y tan árido de soluciones, parecería que
no queda otra opción más que pronunciarse a favor de estos cambios. Pero no,
esto no necesariamente debe ser así, pues en ocasiones el consenso se revela
como anomalía y la unicidad como defecto. Valdría, pues, discutir y reflexionar
más sobre este tema no menor: ¿cómo colegiar a los abogados para mejorar su
calidad y ética profesional?
Juan Jesús Garza Onofre. Investigador de la
Facultad Libre de Derecho de Monterrey