martes, 10 de noviembre de 2015

La brecha que se ensancha y nos separa (Primera parte)

 Cada día, de manera irremisible, una brecha se  ensancha y nos separa. Es ubicua. Aleja entre sí a  organizaciones, instituciones, empresas y  universidades. También a directivos, profesionistas,  empleados, estudiantes y personas ordinarias.  Incluso países enteros y sus regiones sufren sus  consecuencias divisivas.

 De un lado, atrás y con una esperanza que se apaga,  están las naciones, corporaciones y personas que  permanecen en el mundo de ayer. Del otro, a  velocidad creciente avanzan hacia adelante las  demás, aquellas que definen el ritmo del tiempo y  configuran el futuro. Muchos de los que nacieron hace  45 años o más pueden entender muy bien esto que                                                                digo. Otros de su misma edad tal vez no puedan, o                                                                no les interese.

Recordarán que cuando eran niños o jóvenes la música se reproducía mediante enormes aparatos de bulbos y negros discos de acetato. Las televisiones, en blanco y negro, no abundaban en las casas, y la telefonía, fija por necesidad, requería una operadora para enlazar a los hablantes. Para comunicarnos a largas distancias utilizábamos el telégrafo o las cartas de papel.

La computación era asunto de iniciados y en el día a día no significaba nada. Vivíamos sin teléfonos celulares y sin el Internet. Nadie imaginaba Facebook, YouTube, Twitter o cualquiera de los otros medios que estructuran a las redes sociales de nuestros días. La radio era el medio privilegiado para la transmisión de noticias y ésta la ocasión para reunir a las familias por las noches. El conocimiento se guardaba en libros y revistas de papel que circulaban con dificultad. Los periódicos y la fama de muchos artistas rara vez rebasaban el ámbito local. Parecía que el cine nunca tendría rival entre las artes y los medios audiovisuales.

El planeta era más grande, pero las naciones y sus regiones conformaban compartimientos estancos. Había una Europa occidental, capitalista y democrática. Al lado, otra: la oriental, socialista y totalitaria. China se daba el lujo de dormir en su aislamiento comunista. Los Estados Unidos y la Unión Soviética, a la sazón potencias artífices del orden mundial, sembraban discordias ideológicas o militares a lo largo y ancho del orbe. La revolución cubana gozaba de prestigio entre los intelectuales de nuestro medio y servía de referente para muchos jóvenes con inquietudes políticas. El resto de América Latina se debatía entre acomodarse desventajosamente al capitalismo o hacerse a la tempestuosa mar de la revolución.

Nada, o casi nada, favorecía la disposición de la gente común a conocer sitios muy alejados y muchos menos a dotarse de una conciencia del mundo transfronteriza o transcontinental. No existían las oportunidades profesionales, los vínculos civiles internacionales y la mentalidad para viajar que hay ahora. Se nacía, estudiaba y trabajaba en la misma localidad. Cuando mucho, se cambiaba de ciudad, pero contadas veces de país. La competencia comercial era limitada geográficamente y también las alianzas corporativas. La fidelidad de los empleados a su empresa y viceversa eran el correlato natural del proteccionismo económico.

El capitalismo tenía bridas que frenaban su galope por el mundo. Entre las más importantes estaban la capacidad reguladora de los gobiernos nacionales, el poderío militar, político e ideológico de la Unión Soviética, la fuerza de los sindicatos, y la acción de muchos estados providentes que podían estabilizar a sus sociedades con mínimos de empleo, salarios y servicios de bienestar social.

Sin embargo, en unos cuantos años se irradiaron profundos cambios de la tecnología a las instituciones y la cultura. Llegó la tercera revolución industrial y los circuitos integrados o microchips. Surgieron las computadoras, la informática y la digitalización, y con ello el almacenaje masivo de información y su procesamiento increíblemente rápido, así como la transmisión instantánea de datos y dinero. Las empresas disminuyeron el tiempo necesario para convertir conocimientos teóricos en aplicaciones técnicas adaptadas a las necesidades de los consumidores. Una nueva base material permitía relanzar el capitalismo. El modelo socialista se agotaba y también las políticas de intervención estatal en las economías.

El capitalismo contemporáneo no está vacío de espíritu ni descansa sobre bases mecánicas: depende de hacer creer a la gente que el sentido de la vida reside en un consumo ilimitado. Se legitima como el máximo garante de la libertad humana, la eficiencia productiva y el afán de progreso. Esta pulsión provocó que la ambición por innovar sin interrupción se incrustara en la médula de las organizaciones. Se innova para competir, controlar mercados e incrementar la ganancia. Se innova, claro, para derrotar a los adversarios.

Las organizaciones, instituciones, universidades y personas que hace 40 años o más comprendieron esto y actuaron, están adelante de la brecha.