miércoles, 18 de noviembre de 2015

¿Genéticamente imperialistas?

 “Todos somos iguales, pero hay unos más iguales que otros”,  sentenció George Orwell en su novela satírica La rebelión en la  granja, publicada en 1945.

 Y aunque la narración hace referencia a un personaje y a un régimen  específicos (la corrupción del socialismo por obra de José Stalin), en  realidad puede aplicarse a muchos momentos de antes y después en  el devenir histórico de la humanidad.

 Como si la aspiración imperialista formara parte de los genes  humanos, sin importar los costos que en sufrimiento, muerte y  devastación genera, una y otra vez encontramos en los libros que  narran el paso de los hombres sobre la tierra, el surgimiento de un  pueblo o nación que a sangre y fuego se impone sobre el resto.

Imponer dominio y control para levantarse con la supremacía, ha sido y es el objetivo que líderes y naciones persiguen, sin que en verdad importen los pretextos que se aducen o las justificaciones que se esgrimen para alcanzarlos.

Desde el de Alejandro Magno, o el encabezado por los césares romanos; los de Atila y Gengis Kan; el español, el británico y el francés, por mencionar algunos, el modelo imperial atraviesa los siglos,   y como mitológica Hidra, a veces ocurre que su descabezamiento en lugar de destruirlo lo poda, como sucedió con el de Adolfo Hitler, cuyo término dio lugar a la emergencia de los de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas y de los Estados Unidos.

Detentar el poder para imponerlo está en el centro. Alimentarlo como sea y a costa de lo que sea para que se mantenga y crezca, es la estrategia. 

En ese escenario, que no es de ahora, sino de siempre, el que impera impone las reglas, y aún más, si éstas llegan a estorbarle, a ser un obstáculo para sus propósitos, de un plumazo las desecha y con prontitud formula otras nuevas, que obvio es, no requieren de consensos, mucho menos de la opinión del vasallo al que se le imponen. Basta y sobra con que sean proclives a las necesidades y caprichos del que manda.

Como en el pasado, cuando se buscó extender el dominio territorial y apropiarse de la riqueza de los pueblos dominados para el beneficio de unos cuantos, en el presente se busca garantizar el usufructo de los recursos naturales y de mano de obra barata, a fin de sostener el bienestar de las minorías que detentan el poder en la nación de que se trate.

La tierra así, gira y gira sobre su propio eje para repetir una y otra vez una historia que pareciera una condena: la imposición de la hegemonía de uno o unos, sobre el resto.

La ambición de poder, la ambición de riqueza; la ambición de someter, de avasallar, de esclavizar, parecieran estar en los genes humanos.  

“El poder te atrae; luego te vuelves adicto a él, hasta que al final te devora”, resume un agente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), en la película Maten al mensajero, basada en la historia real del periodista estadounidense, Gary Webb, quien develó en un reportaje los nexos entre la CIA y el narcotráfico para financiar a La Contra Nicaragüense en la década de los 80.