lunes, 14 de diciembre de 2015

Reflexiones sobre el proceso de militarización de la seguridad pública en México

 La tendencia a la militarización de la seguridad  pública se presenta en México en dos dimensiones.

 Por una parte, bajo el uso de las fuerzas armadas en  misiones y funciones de naturaleza policial,  particularmente en aquellos estados y municipios  rebasados por la delincuencia organizada, ya sea a  solicitud de la propia autoridad política local o por  decisión directa del presidente de la República, en su  calidad de comandante supremo de las fuerzas  armadas.

Y, por la otra, bajo la modalidad del mal llamado “modelo de mando policial único”, que el gobierno central impone a las entidades federativas y cuyo principal efecto es optar por el modelo de policía militarizada –antítesis del modelo de policía civil– en la mayoría de los estados de la República.

Tratándose de la primera dimensión, el lector se encuentra ante una constante histórica ya que incluso durante la gestión de Porfirio Díaz, la creación del cuerpo de rurales lejos estuvo de resolver el problema endémico de inseguridad en las vías generales de comunicación de mano de los denominados salteadores de caminos (para quienes la Constitución reservaba la pena capital), de ahí que Díaz se viese obligado a recurrir de manera sistemática a la institución militar.

De la misma época procede la figura del estado mayor presidencial, que logra sobrevivir a los trabajos del Constituyente de 1917 y, como caso inédito en el mundo, siendo un grupo de militares, se le confía la protección de la vida e integridad física del presidente de la República y de su familia.

Los sucesivos gobiernos de la República han cedido a la tentación de “disponer de la fuerza armada permanente de la nación”, facultad que la Constitución reserva al presidente en virtud del artículo 89, fracción VI. El problema, en todo caso, estriba en que la misma se destina para preservar la seguridad interior y la defensa exterior de la federación, y no para garantizar la seguridad pública. A lo que se suma una laguna jurídica, puesto que ante la ausencia de una ley reglamentaria, la categoría seguridad interior carece de definición y, por ende, se desconocen sus contenidos y alcances.

En este contexto, de jure México vive bajo el amparo del Estado de Derecho; pero, de facto, el estado de excepción domina el escenario político nacional, ahí donde los militares y marinos son comprometidos en misiones y funciones que corresponden con la seguridad pública.

Probablemente, esta situación responda a la interpretación que del artículo 129 constitucional y de la integración de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) y de la Secretaría de Marina (SEMAR) al Consejo de Seguridad Pública –de acuerdo a la entonces Ley General que establece las bases de coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública– hizo en abril de 1996 la Suprema Corte de Justicia; y a la propia aplicación o ejecución de cinco tesis en el mismo sentido (que sientan jurisprudencia) cuatro años después, que dejan expedita la participación de ambas secretarías de despacho en el ámbito de la seguridad pública, sin necesidad de que sea declarado el estado de excepción y con efectos perniciosos sobre los derechos humanos, incluyendo el del propio personal castrense comprometido. Cabe recordar que tal artículo 129 constitucional dice:

En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá Comandancias Militares fijas y permanentes en castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del Gobierno de la Unión; o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas.

Conviene insistir en que el máximo órgano jurisdiccional mexicano no lo interpreta así e, incluso, allana el camino para que las fuerzas armadas participen en el ámbito de la seguridad pública: en cinco tesis del Pleno de la Suprema Corte se establece que las tres fuerzas “pueden participar en acciones civiles a favor de la seguridad pública, en auxilio de las autoridades civiles” (SCJN, 2000: Tomo XI, 556 y 557).

Las dos condiciones o reservas establecidas en estas tesis por la propia Corte son: a) que la participación de los militares responda a una solicitud fundada y motivada de la autoridad política (por ejemplo, un gobernador o presidente municipal) y b) que durante la intervención de las fuerzas armadas, las mismas se encuentren subordinadas a la autoridad política.
Sin embargo, cabe señalar que, hasta el momento, el instrumento militar interviene a requerimiento de la autoridad política, pero en la práctica no se subordinan a la misma. Por el contrario, la experiencia demuestra que las fuerzas armadas se caracterizan por la autonomía en el ejercicio del comando y de sus actuaciones.

Dado que se impone la cadena de mando y que durante su accionar los militares suelen quebrantar los derechos humanos de la población, vale la pena preguntarse si no sería recomendable declarar el estado de excepción, de conformidad con el artículo 29 constitucional, cuyo texto es el siguiente:

En casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, solamente el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, de acuerdo con los Titulares de las Secretarías de Estado, los Departamentos Administrativos y la Procuraduría General de la República y con aprobación del Congreso de la Unión y, en los recesos de éste, de la Comisión Permanente, podrá suspender en todo el país o en lugar determinado las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación; pero deberá hacerlo por un tiempo limitado, por medio de prevenciones generales y sin que la suspensión se contraiga a determinado individuo […]

La interpretación de la Suprema Corte que permite a los militares y marinos actuar como policías sin necesidad de declarar el estado de excepción, responde a la propia confusión entre los niveles de seguridad y, tal como se pone de relieve, a la ausencia de una definición clara de la categoría seguridad interior. El programa sectorial en materia de seguridad nacional vigente intenta dar cuenta de este vacío legal de la siguiente forma: (Poder Ejecutivo de la Federación, 2014: 5. Seguridad Interior y Defensa)

La Seguridad Interior y la Seguridad Pública se encuentran ampliamente interrelacionadas y exigen un uso diferenciado del poder del Estado. En el primer caso, para hacer frente a riesgos y amenazas que vulneran el orden constitucional y sus instituciones fundamentales; en el segundo, para velar por la observancia del Estado de Derecho y la seguridad de los ciudadanos y sus bienes.

En otras palabras, se concibe a la seguridad interior como una función política que, al garantizar el orden constitucional y la gobernabilidad democrática, sienta las bases para el desarrollo económico, social y cultural del país, permitiendo así el mejoramiento de las condiciones de vida de su población. Concepción que se superpone con la de seguridad nacional y genera confusión pero que, a la vez, justifica la injerencia de las fuerzas armadas en el marco de la seguridad pública.

Además, frente a esta laguna jurídica y a la ausencia de la declaratoria del estado de excepción, las fuerzas armadas se ven compelidas a actuar sin un manto de protección legal.
Jorge Carrillo Olea, director-fundador del CISEN y general (retirado), reflexiona sobre la reciente solicitud del Secretario de Defensa de contar con un marco legal para evitar, en el futuro, un escenario de rendición de cuentas de sus actuaciones al margen de la ley:

A raíz de tantos hechos trágicos en que las fuerzas armadas se han visto involucradas, con toda razón surge con insistencia un tema de parte del secretario de la Defensa. Está en lo justo: no cuentan con las bases legales para su actuación en tareas de seguridad pública.

Legislar sin resolver antes la ambigüedad conceptual en que operan las fuerzas armadas puede ser nacionalmente peligroso, al no saberse a ciencia cierta qué tipo de tropas demanda el país ni cuál sería el alcance de su misión en el ámbito de la seguridad interior. El riesgo es hacer más rígido, irrevocable, su carácter actual de policía suplente. Ya no habría paso atrás; la función policiaca como responsabilidad civil se habría extinguido. Los gobernadores aplaudirían.

Hacer leyes sin saber hacia dónde nos conducen al final sería un paso peligroso. La ambigüedad sobre las fuerzas armadas debe erradicarse. En el pasado esa indeterminación ha sido cómoda para los presidentes. Las han empleado en todo aquello que el poder civil es impotente o insuficiente: actividades de protección civil, perseguir guerrillas, reprimir violencia social, enfrentar al narco y ahora someter a la criminalidad general que nos ahoga. Los costos para ellas han sido enormes y seguirán creciendo.

[…] Es importante clarificar en la ley para qué necesita el país a sus fuerzas armadas. Hay que precisarlo en la Constitución, documento esencial donde aparecen de manera indeterminante. Sólo se las menciona; carecen de personalidad constitucional. Se dice en ella quién nombra a sus mandos, quién dispone de ella para la seguridad interior (artículo 89); en un extremo, lo que no pueden hacer (artículo 129); qué jurisdicción rige en sus cuarteles (artículo 132); quién declara la guerra o quién las levanta (artículo 73). Para más, existen tres fuerzas armadas y la Constitución no lo reconoce. Para ordenarles actuar se usa como muleta una jurisprudencia de la Suprema Corte.

Frente a esta “muleta” de la Suprema Corte a la que hace referencia Carrillo Olea, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR, 2015: 25) recomienda que:

El estado de excepción debe ser declarado oficialmente por el organismo nacional competente. Ello permite a la población conocer exactamente el ámbito de aplicación material, territorial y temporal de las medidas de excepción y previene las suspensiones de facto, así como las posteriores tentativas de justificar violaciones de los derechos humanos.

De esta manera, en América Latina (y en México) existe un debate en torno a si las fuerzas armadas deben o no desempeñar misiones y funciones de naturaleza policial, incluyendo el combate al narcotráfico: por un lado, se encuentra una posición extrema de rechazo absoluto, que limita a la institución castrense a la tradicional y restringida misión de la defensa nacional; en especial, entre los políticos y académicos de la región del Cono Sur y probablemente debido a la irrupción extra-constitucional –léase, golpes de Estado– de las fuerzas armadas y el establecimiento de gobiernos de facto responsables de crímenes de lesa humanidad a lo largo de su devenir histórico. Por otro, la propia realidad que obliga, cada vez más, a recurrir a la institución de mayor confianza ciudadana, como respuesta estatal ante amenazas y riesgos que ninguna otra dependencia del Estado está en condiciones de afrontar.

Incluso, el propio CICR (2015: 6) se adhiere a esta segunda vertiente, al aceptar que ante situaciones excepcionales, las fuerzas armadas pueden ser requeridas en apoyo a las autoridades civiles. Se trata de la aplicación del sentido común: si el estadista cuenta con el instrumento militar y las circunstancias recomiendan su uso, ¿por qué no habría de hacerlo? Piénsese, por ejemplo, en el estado de Tamaulipas que, sin la presencia permanente de las fuerzas armadas en calidad de policías, sería un estado fallido ante la inoperancia del gobierno estatal. En todo caso, habría que preguntarse cómo hacer uso del mismo en el marco de un Estado de Derecho con una doble finalidad: dotar de certidumbre jurídica a la población en la que actuarán las fuerzas armadas y tender un manto de protección legal a los propios uniformados que, como escalón de ejecución, se limitan a cumplir las órdenes y directivas emanadas del poder político.

Finalmente, en lo que respecta a la segunda vertiente del proceso de militarización de la seguridad pública, el lector se encuentra frente a un legado de la administración encabezada por Felipe Calderón (2006-2012), a la que ha dado continuidad la administración de Peña Nieto, a saber: el “modelo de mando policial único” (en rigor, mando policial único significa sistema policial centralizado, que en el marco del pacto federal y de la figura del municipio libre es inviable en México), que no tiene otro significado que adoptar el modelo de policía militarizada en las entidades federativas, quebrantando así la voluntad del constituyente permanente plasmada en el artículo 21 constitucional que establece que la institución policial será profesional, disciplinada y civil.

Así, a contracorriente de las tendencias de los países de mayor grado de desarrollo relativo, el gobierno central mexicano apuesta por la centralización policial y cuerpos de seguridad pública militarizados, dotados de sistemas de armas de alto poder de fuego y letalidad, alejados de la población a la que se deben.

Por el contrario, las experiencias policiales más exitosas se basan en la descentralización y en la desmilitarización. Por ejemplo, recientemente los propios integrantes de la Guardia Civil Española (fuerza intermedia no deliberante creada por decreto real en diciembre de 1844) salieron a las calles para demandar su homologación con el resto de las fuerzas de seguridad del Estado español, cuyo significado no es otro que su desmilitarización.

Miles de guardias civiles y familiares han protagonizado hoy “una marea de tricornios” por las calles de Madrid para exigir la equiparación de sus condiciones laborales con las de los policías, en una manifestación que ha estado marcada por los atentados terroristas de la pasada noche en París.

Recapitulando, una vez más en México nos encontramos frente a una tensión entre la legalidad y la realidad; si aspiramos a un Estado democrático de Derecho debería imponerse la legalidad. Pero si ni el marco normativo ni las instituciones policiales responden a los retos actuales, entonces, debiese ser sometido a un proceso de actualización. El cual, vale subrayar, no debe soslayar la categoría seguridad interior ni a las propias fuerzas armadas. Lo peor que nos podría pasar sería dar continuidad a la estrategia de seguridad del entonces presidente Calderón, con el agravante de asumirse como “el gobierno del cambio”.






Marcos Pablo Moloeznik. Profesor-Investigador Titular de la Universidad de Guadalajara e Investigador Nacional del Sistema Nacional de Investigadores.