viernes, 18 de marzo de 2016

La adopción igualitaria

 La situación de los derechos humanos de los  colectivos de la diversidad sexual o población  LGBTTTI (Lesbianas, Gays, Bisexuales,  Transexuales, Travestis, Transgéneros e  Intersexuales) es compleja. En el caso de la  adopción igualitaria, apenas dieciséis países y tres  jurisdicciones o estados reconocen este derecho  en el mundo.

 La discusión sobre la adopción igualitaria parte del  problema de la conformación plural de las  sociedades contemporáneas. Éstas se caracterizan  por los profundos desacuerdos respecto al alcance  y contenido de nuestros derechos.



Pero el problema del reconocimiento del derecho a la adopción igualitaria también parte de la forma en que se ha entendido históricamente la función de la sexualidad.

A este respecto, la diferencia sexual y la diferencia entre homosexualidad y heterosexualidad son categorías identificadas a partir del siglo XIX. No es hasta el siglo XVII cuando la representación médica de la anatomía produce la diferencia sexual entre lo masculino y lo femenino. Del mismo modo que no es sino hasta finales del siglo XIX cuando diversos estudios asociados a la ciencia médica fijaron por primera vez la distinción lingüística y conceptual entre homosexualidad y heterosexualidad.

La intención de esas nociones era sugerir la existencia de dos categorías en las que los seres humanos podrían identificarse sexualmente. Se adoptó como discurso la existencia de una relación estricta entre sexualidad y reproducción, utilizando tal cuestión como un instrumento biopolítico en el que todas las prácticas sexuales que no tuvieran como fin la reproducción fueron consideradas como “patológicas”. Lo anterior generó que un cúmulo de razones basadas exclusivamente en rasgos anatómicos y bioquímicos de las personas fueran utilizadas para fijar identidades sexuales. Esta idea se conecta con la forma en que el pensamiento social se basa sobre el esencialismo sexual, es decir, la idea en la cual el sexo es una fuerza natural que existe con anterioridad a la vida social y que da forma a instituciones. El esencialismo sexual está profundamente arraigado en el saber popular de las sociedades occidentales que consideran al sexo como algo “eternamente inmutable, asocial y transhistórico”.

En esta línea, figuras jurídicas, como el matrimonio y la adopción, han permanecido como instituciones predominantemente heterosexuales, fruto del establecimiento normativo del binomio sexualidad-reproducción. Permanece en las sociedades una visión basada en la heteronormatividad, es decir, una manera en la cual muchas instituciones políticas, legales y sociales refuerzan ciertas creencias. Éstas incluyen la creencia de que los seres humanos caen en dos categorías binarias, distintas y complementarias: hombre y mujer. También que las relaciones sexuales y maritales son normales sólo cuando son entre dos personas con sexos diferentes y que cada género tiene ciertos roles en la vida, así como la consideración de la heterosexualidad como única orientación sexual.

Las instituciones heteronormativas bloquean el acceso a la educación, participación legal, política y laboral de las personas con orientaciones sexuales e identidades de género distintas a las del discurso dominante. Por estas razones los derechos humanos deben operar como límites y vínculos al derecho mismo y a las instituciones legales que erosionan el acceso a la igualdad sustancial y discriminan a los colectivos homosexuales y de la diversidad sexual.

La discriminación hacia estos grupos es un problema de carácter estructural caracterizado por profundos acuerdos culturales, históricos, políticos y sociales determinados. Sin embargo, es indudable que el derecho a no ser discriminado se desprende directamente de la naturaleza humana y es inseparable de la dignidad de la persona. Este principio es uno de los elementos constitutivos de cualquier sociedad democrática. El derecho a no ser discriminado consagra la igualdad entre las personas e impone a los Estados ciertas prohibiciones. Las distinciones basadas en el género, la raza, la religión, la orientación sexual, etcétera, se encuentran específicamente prohibidas en lo referente al goce y ejercicio de los derechos sustantivos consagrados en los instrumentos internacionales.

En conexión al derecho a no ser discriminado por motivos de orientación sexual, el derecho de adopción igualitaria se deriva del principio de igualdad. Este derecho tiene una íntima conexión con dos principios fundamentales, a saber: 1) el concepto de autonomía individual, y 2) el derecho a la protección de la familia (o a formar una familia).

En relación con el primer elemento, el derecho de adopción forma parte de la más estricta elección personal. Esta libertad es inherente al concepto de autonomía individual, es la parte más irreductible de una persona. En este sentido, las parejas del mismo sexo no pueden ser privadas de ese derecho. Dicha autonomía se encuentra íntimamente relacionada con el derecho que tiene cada persona de contar con un proyecto de vida, como una vertiente subjetiva de la libertad que permite el desarrollo integral de la persona. Ésta constituye la esfera ontológica del ser humano en la cual el Estado no puede intervenir, pues de lo contrario configuraría una intromisión indebida a la vida privada.

Respecto al segundo principio, el derecho de adopción también se basa en el derecho a la protección de la familia. Las parejas homosexuales también conforman otros tipos de familia y, como tal, merecen la debida protección por parte del Estado, por lo que deben ser susceptibles del reconocimiento pleno de sus derechos. Asimismo, el derecho a fundar una familia se interrelaciona con el interés superior de la niñez, en tanto la adopción también posee un contenido axiológico que protege el derecho de los niños a tener vínculos parentales consolidados para su bienestar y desarrollo.

En suma, la orientación sexual no es un rasgo relevante para impedir el reconocimiento del derecho a adoptar para las parejas homosexuales. El entendernos como iguales debe significar un avance civilizatorio para las sociedades. En la medida en que esto sea posible, seremos capaces de articular una ética de mínimos que sirva como base del bien común.




Alejandro Díaz Pérez
Licenciado en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Michoacana
de San Nicolás de Hidalgo