martes, 15 de marzo de 2016

El Acuerdo de París: un empujoncito hacia la justicia climática

 In light of the pervasive risk of government error and the  inescapable fact of human diversity, it is usually best to use the  mildest and most choice-preserving forms of intervention.
 Cass R. Sunstein, Why Nudge? The Politics of Libertarian  Paternalism (YUP, 2014) 
Managing states turns centrally on  information (…) advocates use shared information,knowledge and  ideas to change the contexts in which states make policy (…).

 Kenneth W. Abbott, ‘Strengthening the Transnational Regime  Complex for Climate Change’ (TEL, Vol 3, 2014)

 El derecho internacional del medioambiente se ha caracterizado por  ser una rama sumamente innovadora dentro del derecho  internacional. Por ejemplo, las hoy en día ya tan comunes  conferencias de los Estados partes (“COPs”, por sus siglas en  inglés) en donde éstos se reúnen periódicamente para interpretar y  desarrollar un tratado, iniciaron justamente con las convenciones  internacionales en la materia –como la Convención de Ramsar de  1971 sobre la protección de los humedales.





Ello dio lugar a un salto cualitativo en el derecho de tratados: la gestión de los mismos a cargo de los Estados parte al margen de las organizaciones internacionales. Así se han desarrollado complejos regímenes a partir de disposiciones generales, que experimentan una dinámica y constante evolución. Ello lo vemos actualmente replicado en materias tan diversas como el combate al tabaquismo y el control de armas.

También ha sido el derecho internacional del medioambiente donde el denominado “derecho suave” ha jugado un papel protagónico. Impulsados por la necesidad de llegar a acuerdos rápidos que permitan dar respuestas a las amenazas ecológicas globales, con frecuencia los Estados han optado por renunciar a las ventajas de las obligaciones internacionales, dando entrada a normas no vinculantes, que han sido insertadas en los propios tratados.

En este escenario, y ante la gravedad del cambio climático y sus desastrosas consecuencias para la humanidad en su conjunto, quizá no deba sorprendernos que el nuevo tratado sobre cambio climático, adoptado el 12 de diciembre de 2015, durante la conferencia de Naciones Unidas celebrada en París, se base en buena medida en compromisos no-vinculantes. A fin de cuentas, llegar a un acuerdo que incluyera a todos los grandes emisores de gases de efecto invernadero era más importante que nunca, tanto por la necesidad de evitar el constante incremento del calentamiento global, como para mantener la fe en los procesos multilaterales establecidos. El Acuerdo de París fue adoptado por consenso y, en principio, logró reconciliar los intereses de los grandes emisores tanto occidentales como del mundo emergente y en vías de desarrollo.

El Acuerdo que sustituye al Protocolo de Kioto

El Acuerdo de París sustituye al Protocolo de Kioto, junto con la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 1992, se trata de los dos instrumentos constituyen el andamiaje jurídico para mitigar y adaptarse al cambio climático (las reparaciones por daños y pérdidas juegan un papel menor, también por el hecho de que es muy difícil probar que un determinado fenómeno climático que causa ciertos daños tiene su causa en el calentamiento global). En París, se refrendó la meta de mantener el calentamiento global a menos de 2°C según niveles preindustriales, que surgió de los Acuerdos de Cancún de 2010. Al mismo tiempo, se estipula la intención de hacer esfuerzos por limitar el incremento mundial de la temperatura a 1.5°C. ¿Por qué no establecer el objetivo de 1.5°C con toda claridad? Ello no solo tiene que ver con falta de voluntad política sino también con expectativas realistas de lo que se puede alcanzar. No obstante, renunciar a la intención de hacer, a pesar de toda evidencia científica, un esfuerzo serio por alcanzar la meta más ambiciosa, responde a la preocupación de pequeños países insulares que podrían desaparecer de no lograrse ello. Ante esta situación, la delegación mexicana (fiel a su tradición y capacidad facilitadora), propuso la fórmula finalmente adoptada en el artículo 2, que establece una meta real (o mínima) y una ideal, pero quizá no imposible y que vale la pena perseguir. Fue, además, clave para mantener vivo el Acuerdo en su totalidad.

La política económica detrás del Acuerdo

Entre los principales países emisores se encuentran algunos considerados en vías de desarrollo, sobre todo China y la India, pero también México. El principio rector de la Convención de 1992 consiste en que cada Estado debe contribuir a la meta común según sus capacidades diferentes, sobre todo económicas: el principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas. Han sido China e India los más arduos defensores de este principio, y se sabía que en París ello no iba a cambiar. Pero tampoco estaba Estados Unidos, entre otros, dispuesto a obligarse a incurrir en los altísimos costos económicos que supone la meta mínima (ya no se diga la ideal); mientras que el más alto emisor mundial, China, continuaba gozando de un régimen preferencial. El Congreso estadounidense nunca aprobaría un tratado basado en este esquema.

De tal suerte, surgió la idea (no en París sino por lo menos ya desde la Conferencia de Varsovia sobre cambio climático, en 2013, y proveniente de mecanismos informales como la Cumbre de Seguridad Nuclear) de que cada Estado determine individualmente las medidas que tomará (las contribuciones determinadas a nivel nacional, o NDCs por sus siglas en inglés). Se trata de promesas (pledges) que cada Estado deberá entregar formalmente. El objetivo es que acumuladamente, las medidas nacionales contribuyan a lograr las metas comunes del Acuerdo de París a largo plazo y de manera voluntaria. Subrayo esto pues los Estados no están obligados a adoptar medidas que de una vez (por todas) conduzcan a mantener el calentamiento global claramente debajo de los 2° C.

Es cierto que las contribuciones nacionales deben actualizarse cada cinco años y están sujetas al principio de progresión; es decir, cada promesa renovada será más ambiciosa a lo prometido previamente. Sin embargo, mientras la entrega, comunicación y actualización de las contribuciones nacionales están claramente plasmadas en lenguaje directivo (“deberá”), el principio de progresión no lo está (la contribución sucesiva “representará una progresión”). El Acuerdo de París introduce, pues, una nueva forma de derecho suave que no solo relativiza la fuerza normativa de determinadas disposiciones sino también su carácter general: cada Estado promete hacer lo que declare que puede hacer. Ante ello, no es exagerado cuestionarse la calificación de este Acuerdo como un tratado vinculante, lo cual parece ser solo para efectos nominales y contenidos mínimos.

El cambio de paradigma: de pacta sunt servanda a la gestión de políticas nacionales
Aun así, todo indica (tomando en cuanto la historia de las negociaciones y fracasos previos como el de la Conferencia de Copenhague, de 2009) que de no haber sido por este método innovador, ni en París ni en un futuro medianamente cercano se hubiese logrado acuerdo alguno. De ahí que para muchos este Acuerdo sea un logro. Desde el punto de vista de la justicia climática, se dio un paso hacia adelante que no hay que menospreciar. Los argumentos que respaldan dicho juicio están en los detalles del mismo tratado, así como en sus métodos de gestión. Sin poder entrar en mayor detalle, hay que destacar dos elementos.

Primero, el Acuerdo de París contempla un elaborado andamiaje institucional. Están, por un lado, las reuniones periódicas de quienes vayan a ratificarlo (las COPs), en donde los Estados parte lo interpretarán e impulsarán su evolución. Ello no es novedoso, pero permite trabajar hacia la concreción de las metas comunes. Por otro lado, el Acuerdo de París debe leerse junto con la decisión de la COP 21 (la conferencia celebrada en la capital francesa) a la cual viene anexo. En dicha decisión se amplía considerablemente la arquitectura del Acuerdo, incluyendo una “zona de los actores no-estatales para la acción climática”. Ello significa que la sociedad civil y las ciudades, entre otras, podrán sumarse a los esfuerzos. Esto no es menor tomando en cuenta que las ciudades juegan un papel cada vez más relevante en el combate al cambio climático y para lo cual han creado sus propias redes globales, como el C40, que ahora se integran a los esfuerzos inter-estatales, o bien, estos a aquellos. Por otro lado, la decisión establece el Grupo de Trabajo Especial sobre el Acuerdo de París que tiene el mandato de diseñar una serie de medidas sobre aspectos específicos del Acuerdo, un mandato que ya inició. En algunas cosas, el Acuerdo ya empezó a cobrar vida a pesar de que su entrada en vigor requiere de un complicado (y probablemente prolongado) proceso de ratificación. Estos dos mecanismos (COPs y Grupo de Trabajo) están basados en la Convención de Viena sobre el Derecho de Tratados de 1969: acuerdos ulteriores a la entrada en vigor, y el acuerdo que se adopta al momento de su conclusión como parte del contexto del mismo. Ambos sirven para desarrollar tratados mediante su interpretación.

El segundo elemento a destacar son los mecanismos de implementación y de cumplimiento que están íntimamente ligados. Se parte de la idea de que el cumplimiento se facilitará por medio de la asistencia y capacitación en la implementación. Para ello, el intercambio de información y la transparencia entre los Estados parte acerca de la realización de sus promesas nacionales, el otorgamiento de asistencia (de los países desarrollados) y su uso (en los países en vías de desarrollo) resultan indispensables. Es así como se pasa de un paradigma prescriptivo inherente al concepto del derecho hacia uno persuasivo, en donde lo que se busca es inducir la conducta de los Estados, dándoles un empujoncito (“nudging”) mediante mecanismos de facilitación que incluyen la comunicación, la coordinación, la cooperación y, de manera destacada, la educación, o mejor dicho, la formación (información, capacitación, evaluación). Ligado a esta idea denormar formando, está la posibilidad de evidenciar a los “mal portados”, a los que no realicen esfuerzos suficientes para alcanzar las metas comunes. Mecanismos de naming and shaming son el elemento más intrusivo de este instrumento de derecho internacional que combina el derecho de tratados tradicional con un enfoque de gestión de riesgos mediante la coordinación de políticas públicas nacionales voluntarias. Un instrumento que no está principalmente informado por la idea de pactar obligaciones entre las partes que deban respetarse (pacta sunt servanda) a riesgo de incurrir en responsabilidad internacional, sino por la idea de persuasión en la toma de decisiones nacionales: la elección es libre (y soberana) pero los métodos para inducirla son sofisticados (basados en la  denominada choice arquitecture).

Si el empujoncito que el Acuerdo de París le da a los Estados (y a otros actores) para que tomen decisiones coordinadas y eficientes que permitan evitar la catástrofe climática, habremos, como ciudadanos del mundo, de celebrarlo a pesar o justamente por ser un instrumento que cambia paradigmas en la creación del derecho internacional. Al fijar cada Estado sus contribuciones, ello podría resultar en la manera más eficaz de hacerlas valer. Pero un compendio de compromisos de lo que cada Estado parte considera viable también podría acabar representando un pacto global tan vago que las metas se podrían perpetuar como meras aspiraciones, hasta que la realidad pruebe la insuficiencia del nuevo Acuerdo. Ello está por verse. Por lo pronto, los abogados internacionalistas no podemos ignorar estos cambios fundamentales que llevan al derecho internacional a sus límites, al menos como se le concibe tradicionalmente. Ya veremos si el derecho internacional del medioambiente es, una vez más, el que marca el rumbo en el derecho de tratados.





Alejandro Rodiles. Profesor de tiempo completo del Departamento de Derecho del ITAM.