lunes, 14 de septiembre de 2015

La contingencia de la legitimidad presidencial

 Ningún gobernante tiene garantizada la legitimidad y  el apoyo popular. La aceptación de la gente ––por  convencimiento, por cálculo interesado, o por temor  de represalias a consecuencia de protestar–– va y  viene como las olas del mar. Si se duda de esta  afirmación, puede considerarse la suerte del  presidente Otto Pérez Molina de Guatemala,  recientemente obligado a renunciar y sujeto a  proceso penal por acusaciones de corrupción. De  paso: los mandatarios de El Salvador y Honduras  tiemblan ante la posibilidad de que lo ocurrido en  Guatemala provoque un efecto de demostración  incontrolable.




Puede también mirarse lo que ocurre en Brasil con Dilma Rousseff, quien llegó amparada del prestigio de Lula da Silva (cada vez menor) y ahora lleva varios meses enfrentando una oposición de clase media y alta. Incluso gobiernos exitosos, como el de Rafael Correa en Ecuador, sufren las turbulencias ocasionadas por una población con sectores descontentos. En la lista no puede faltar el gobierno de Nicolás Maduro. Éste, a pesar del apoyo popular que le heredó Hugo Chávez y del poderoso aparato ideológico montado por la revolución bolivariana, encara un movimiento opositor que lo hace ver pequeño, y más aún luego de la errática decisión de condenar a Leopoldo López a más de trece años de cárcel.

Tampoco puede faltar en este recuento el gobierno del presidente Peña Nieto. Tras un primer año que auguraba un desenlace sexenal aceptable, los acontecimientos de 2014 y 2015 ––Tlatlaya, la Casa Blanca, Ayotzinapa, la fuga de Guzmán Loera, la devaluación del peso, las dificultades de la reforma educativa, la baja de los precios de petróleo–– han puesto presión a la imagen del gobierno federal. Aunque no hay una protesta contra el Ejecutivo que se esté convirtiendo en una amenaza organizada a la estabilidad nacional, tampoco prevalece un cielo libre de nubarrones.

Con pluralidad de partidos y elecciones competitivas, el régimen político mexicano ganó legitimidad pero se volvió más vulnerable. Ahora no sólo se les exige a los gobernantes buenos resultados, sino que se pone en duda el diseño de las instituciones y el contenido de las políticas públicas. En un orden liberal todo es cuestionable excepto el derecho de los ciudadanos a ser tratados como iguales y conforme a la ley. Un orden liberal se supone compuesto de ciudadanos informados, participativos, exigentes y dispuestos a formarse un criterio racional sobre las decisiones públicas.

El día de ayer, en MILENIO JALISCO, Federico Berrueto llamaba la atención sobre el escepticismo que impera sobre la gestión de Peña Nieto: "El presidente planta cara frente al pesimismo y para ello remite al terreno de la economía: las cifras del empleo, una tasa de inflación baja histórica y el dinamismo del mercado interno en las cifras de la ANTAD" (Asociación de Tiendas de Servicio y Departamentales). "El presidente pudiera agregar más, como es el éxito de la política fiscal, los montos de inversión privada y el comparativo con otras economías, pero las buenas noticias no son noticia, menos en estos tiempos".

Es cierto que el pesimismo, una vez instalado como sentimiento popular, no se puede derrotar fácilmente con datos aunque sean reales. Sin embargo, la precariedad de la aceptación popular hacia un presidente no resulta sólo del carácter veleidoso de la opinión pública, y tampoco es el simple efecto de que la atroz competencia política se aprovecha de los escándalos mediáticos. En una república de ciudadanos reales la legitimidad es contingente porque los gobiernos deben convencer con argumentos que sus decisiones son correctas.

Es necesario respetar el sentido común de los ciudadanos. A partir de su vida cotidiana, éstos se forman un juicio moral sobre la calidad de su gobierno. Hace falta algo más que unas cuantas buenas noticias para revertir el escepticismo. Mejor dicho, no se trata de escepticismo sino de un mal mayor: el hecho de que la narrativa de bienestar, prosperidad, buen futuro, seguridad y paz, cada vez resulta más difícil de creer para la mayoría de los mexicanos. En última instancia, lo que está en juego es si el gobierno puede convencer al electorado de que actúa de manera justa.

Hace unos días, Peña Nieto acertó en el tratamiento que dio al informe presentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: ordenó a su gobierno tomar en cuenta las recomendaciones de ese organismo; luego, anunció que pronto conversará con los padres de los jóvenes desaparecidos. Veremos qué pasa en esa reunión. El camino que tiene por delante es complicado pero no impracticable. El reto crucial es mejorar sustancialmente la impartición de justicia, combatir la corrupción y atender el problema de las violaciones a los derechos humanos. Por lo pronto, si el presidente logra convencer de que quiere hacer justicia en Ayotzinapa habrá dado el paso que necesita para comenzar a recuperar su aceptación y su popularidad.