Ha llegado finalmente la
oportunidad para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) comience
a analizar el impacto que la actual política de drogas ha tenido sobre los
derechos humanos. En los próximos días, la Primera Sala de nuestro tribunal constitucional
discutirá el amparo en revisión 273/2014 en que se cuestiona la estrategia
prohibicionista imperante en nuestro país.
Por más de 50 años la
llamada “guerra contra las drogas” ha privilegiado un enfoque punitivo que prevé terminar con la oferta de drogas a nivel mundial por encima de la
vigencia propia de los derechos humanos.
Sus consecuencias, ampliamente
documentadas por múltiples organizaciones de la sociedad civil e incluso
recientemente por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas,
han repercutido negativamente sobre la vida de millones de individuos alrededor
del mundo. No obstante, a pesar de los miles de millones de dólares que dicha
guerra ha implicado y los altos costos humanitarios asociados, no se ha logrado
prevenir el incremento en el suministro y consumo de drogas.
México ha sido uno de los
países que más ha resentido los efectos perversos del prohibicionismo, donde la
situación de derechos humanos es crítica a causa de la militarización de la
seguridad pública y el uso de la fuerza con el fin de combatir a los cárteles
de la droga. Desde 2006, los casos de tortura, ejecuciones extrajudiciales y
desaparición forzada han aumentado alarmantemente, mientras que se ha
consolidado un marco legal de excepción que se ha convertido en la norma.
Por ello, desde Espolea
A.C., junto con más de 20 organizaciones de la sociedad civil en las Américas,
presentamos un amicus curiae ante la SCJN para argumentar que, a la luz de
los estándares internacionales, la actual política contra el uso de marihuana
basada en la fiscalización y la prohibición constituye una restricción indebida
al derecho a la vida privada, incluyendo los derechos a la identidad, a la
autonomía, al desarrollo personal y, por consiguiente, que el uso del derecho
penal para sancionar su uso deviene en violaciones a la libertad personal.
La utilización del sistema
penal en un Estado democrático de derecho, tal como lo ha señalado en
reiteradas ocasiones la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH), es el
medio más restrictivo y severo para establecer responsabilidades respecto a una
conducta ilícita e implica el menoscabo, privación o alteración de los
derechos de las personas. Para que su utilización sea compatible con un
régimen democrático, éste debe respetar y responder a los principios de mínima
intervención y ultima ratio.
Sin embargo, el régimen de
prohibición se ha basado primordialmente en el uso del sistema penal como
herramienta central para responder al problema del consumo de drogas para
supuestamente proteger con ello la salud pública. La utilización del sistema penal
como instrumento principal para su control revela importantes
incompatibilidades con un régimen democrático basado en los derechos humanos.
Con ello, la supuesta excepcionalidad del uso del sistema penal ha sido
menoscabada en el contexto de la llamada “guerra contra las drogas”, en que el
consumo de marihuana se vuelve por sí mismo punible. El sistema de sanciones
penales se ha convertido así en regla y no la excepción.
Con ello, la
criminalización del uso de marihuana ha resultado en una intromisión indebida
en el derecho a la intimidad y la vida privada que todo individuo goza. El
derecho a la vida privada, tal como lo ha reconocido la CoIDH, va más allá del
mero respeto a la privacidad que implica la confidencialidad o inviolabilidad
del hogar, de las comunicaciones y de las relaciones familiares. Así, al ser un
concepto amplio que no es susceptible de definiciones exhaustivas, la vida
privada comprende también la forma en que el individuo se ve a sí mismo, y cómo
y cuándo decide proyectarse ante los demás.
En este sentido, la CoIDH
ha entendido que el concepto de libertad protegido por la Convención Americana va
incluso ligado a la posibilidad de todo ser humano de autodeterminarse y
escoger libremente las opciones y circunstancias que le dan sentido a su
existencia, conforme a sus propias opciones y convicciones. De ello se
desprende que el derecho a la vida privada engloba aspectos del derecho a la
identidad física y social, el desarrollo de la personalidad y la autonomía
personal, componentes interrelacionados entre sí que se encuentran igualmente
protegidos por la Convención.
Ello implica que, con el
fin de no incurrir en restricciones abusivas o arbitrarias y proteger el ámbito
de la privacidad de invasiones arbitrarias o abusivas por parte de terceros o
de la autoridad pública, cualquier injerencia en la vida privada debe estar
prevista en ley, perseguir un fin legítimo y cumplir con los requisitos de
idoneidad, necesidad y proporcionalidad. Es decir, deben ser necesarias en una
sociedad democrática. La decisión de una persona de consumir marihuana
debe, por lo tanto, entenderse en el contexto del derecho de todo individuo a
definir libremente el desarrollo de su personalidad, como parte de las
decisiones que una persona puede tomar sobre sí misma.
Ante los impactos
negativos que ha tenido la criminalización del consumo de marihuana, merece la
pena comparar el actuar del Estado frente a otra serie de actividades que
implican más riesgos para la persona que las emprendidas bajo su propia
decisión, tales como la práctica de deportes de riesgo, relaciones sexuales sin
protección o incluso el consumo de drogas legales como el alcohol y el tabaco.
Estas actividades pueden no ser inteligentes e incluso pueden llegar a ser
dañinas, pero no deben recaer bajo el actuar represivo del Estado y su
criminalización. Por el contrario, requieren de una serie de políticas públicas
para disminuir sus riesgos y daños, incluidas políticas de salud y educación al
respecto.
Tras más de 50 años de
políticas represivas y prohibicionistas, y frente a una situación que a diario
se deteriora elevando los costos humanos y sociales, resulta imperativo cambiar
la política internacional de drogas para avanzar hacia una nueva política
basada en un enfoque de salud y de respeto a los derechos humanos, alejado del
paradigma de la seguridad pública. En este sentido, la discusión que se dará en
la Suprema Corte es una oportunidad de suma relevancia para estudiar los
impactos que dicha estrategia ha tenido en los derechos humanos y dar los
primeros pasos para delinear una nueva política pública sobre drogas que sea
respetuosa de los derechos humanos. El proyecto que ha presentado el ministro
Zaldívar va en esta dirección, abriendo así una nueva oportunidad para
garantizar el respeto y la protección de los derechos humanos en el país.
Daniel Joloy. Analista
de derechos humanos en Espolea, A.C.