Murió Antonin Scalia. No
se trataba de un magistrado más, sino del conservadurismo hecho juez. Scalia
era la pluma que atacaba a las visiones progresistas y liberales, causando escozor por su visión constitucional que penalizaba las relaciones entre
homosexuales, minusvaloraba a las mujeres, justificaba la desigualdad social, rechazaba cualquier modelo de familia entre personas del mismo sexo y
criminalizaba la inmigración ilegal.
Su posición era clara: se podía discutir la constitucionalidad de la pena de muerte, pero no la inconstitucionalidad de las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo: para él, eran un claro delito. Como lo escribió en sentencia Arizona v. United States, los inmigrantes ilegales invaden la propiedad de los ciudadanos de Arizona, colapsan sus servicios sociales, ponen en riesgo la vida de los habitantes e inclusive competirían por un empleo. Un perfil criminal, por decir lo menos.
Scalia llegó a la Corte
Suprema impulsado por Reagan y con el propósito de revertir el criterio de Roe
v. Wade (el caso que reconoció la constitucionalidad del aborto en los
Estados Unidos), así como para instaurar en la Corte una visión conservadora
que hiciera frente a la jurisprudencia liberal que emergió a partir del caso Brown,
refrendada durante los años sesenta y setenta. La fórmula era simple: negar a
la época del New Deal, el carácter constituyente que por su parte se le
reconoce a la época de los padres fundadores y a la de la reconstrucción
(posterior a la guerra civil), enfatizando que la Corte americana debía mirar y
obedecer la intención original del constituyente americano. Al ser el New Deal
un momento constitucional cuyo éxito no se tradujo en una enmienda formal de la
Constitución, la Corte podía cambiar y dejar de lado las interpretaciones y
cambios legales surgidos durante esa época.
Scalia sostenía el
originalismo y el originalismo hablaba a través de Scalia. Por ejemplo, en su
sentencia más importante, Heller (2008), no toma en cuenta los
riesgos actuales de la portación de armas; su argumento gira alrededor de la
permisión a los hombres libres para portarlas. No se trata de ver el beneficio
real de una medida, la constitucionalidad de una norma conforme al contexto
existente; de lo que se trata es de desentrañar la intención original de sus
creadores.
Con la muerte de Scalia no
desaparece esta forma de ver a la Constitución como un texto anquilosado,
sagrado, un testamento que debe interpretarse conforme lo quisieron sus
creadores en el siglo XVIII. No importa que en su momento haya sido un texto
sin reconocimiento de derechos fundamentales o que aquel documento no conoció
la prueba de ácido de una guerra civil y de dos guerras mundiales que cambiaron
la forma de abordar el estudio del derecho, y que transformaron la sociedad
americana y mundial. Para Scalia, aquella intención original era la que debía
prevalecer.
Ahora bien, de ninguna
manera es un tema lejano para nuestro país. Sobran los ejemplos en el Poder
Judicial mexicano, en la academia y en la abogacía que ven a Scalia como un
modelo a seguir. No son pocos los que quieren ver la Constitución como un
producto intocable y cuyo texto e interpretación original debe prevalecer, y
oponerse a las interpretaciones abordadas por el constitucionalismo a partir de
la segunda mitad del siglo XX. Lo que pasan por alto, estos seguidores de
Scalia, es que si bien gozaba de una gran prosa, su visión era coja. Reconocía
la libertad, pero no la solidaridad. En su percepción, la Constitución era un
instrumento de protección de la libertad del individuo, pero era incapaz de
conceder que el texto constitucional puede ser entendido como un acuerdo en
aras de protección de grupos vulnerables y de las minorías. En el fondo, para
él el derecho era estático, la sociedad uniforme y la familia era sinónimo de
matrimonio entre personas de diferente sexo. Era incapaz de reconocer la
transformación de una sociedad que busca el respeto a derechos humanos y menos
aún podía aceptar un modelo de familia desligada del acto de la unión entre un hombre
y una mujer para perpetuar la especie.
Quienes consideren a
Scalia como un ejemplo de conservadurismo viven engañados en el siglo XVIII y
su visión no es que sea conservadora: simplemente no es democrática. En el
constitucionalismo de Scalia, la mujer que abortaba debía ser castigada, los
homosexuales eran casi apestados (véase su voto en el caso Lawrence), no
eran dignos del derecho a tener relaciones sexuales -y ya ni hablar de contraer
matrimonio-, y los inmigrantes son delincuentes en potencia. En el
constitucionalismo de Scalia, el otro no existía porque solo había cabida para
la uniformidad, la originalidad, la tradición, dictada en 1787, que estaba
lejos de conocer la sociedad moderna, plural, inmigrante y globalizada de
finales del siglo XX y principios del actual. Scalia reivindicaba el
conservadurismo extremo y su visión tenía como presupuesto aplastar todo
argumento que reconociera la otredad.
Por todo ello, la
postulación que haga el p residente Obama para cubrir la vacante generada por
la muerte de Scalia es un asunto no menor. No solo por tratarse del magistrado
conservador con mayor brillo y proyección en la Corte Suprema americana, sino
porque será la primera vez en los últimos sesenta años que un gobierno
demócrata podrá nombrar a la mayoría de magistrados que integran el máximo
tribunal de los Estados Unidos.
Si Obama logra que su
propuesta se ratifique en el Senado, habrá propuesto a tres de los actuales
magistrados que, unidos a Breyer y Ginsburg (propuestos por Clinton), serían
una clara mayoría liberal en la Corte estadunidense. Así, se podría dejar de
lado este periodo caracterizado por el vaivén de John Roberts y el voto decisor
del magistrado Kennedy en asuntos relacionados con derechos sexuales, sanidad
pública y equilibrio entre federación y los estados. Lo anterior no asegura una
visión más liberal, pero es señal de un cambio de rumbo en un tribunal que en
su pasado reciente tuvo su momento más conservador en casos como Heller y Citizens
United, pruebas irrefutables del originalismo impulsado por Scalia.
La muerte del
ultraconservador es una oportunidad para que el tribunal norteamericano pueda
dejar de lado una visión que atenta contra el valor esencial de la democracia:
el reconocimiento del otro como sujeto de derechos, más allá de las diferencias
económicas, políticas, sexuales e ideológicas.
Scalia ha muerto y el
constitucionalismo americano tiene la oportunidad de cerrar un capítulo
caracterizado por la negación de la otredad; un periodo en el que, en cierto
sentido, la Constitución se utilizó como instrumento de intolerancia.
Juan Manuel Mecinas
Montiel. Profesor e investigador de tiempo completo del CIDE.