Este ensayo es una
contribución a la discusión del discurso conceptual del lenguaje derivado en la
construcción de la paz:
La palabra por sí misma,
en modo alguno, se vuelve un instrumento de comunicación, tampoco es un canal
abierto que de manera inmediata manifieste la intención del que pretende decir
o decirse en y desde el lenguaje de la paz.
Desde esta perspectiva,
deliberadamente reduccionista, abordo una de las variables de la categoría de
lo decible, esto es, la ecuación de lenguaje vis á vis lo comunicacional. Dicho
de otra manera, el lenguaje como vehículo de comunicación para la paz.
En esta participación no me referiré de manera directa a los aspectos semánticos, etimológicos, sociológicos o antropológicos del término; aunque sí recurriré a ellos para ubicar y plantear mi proposición en la discusión desde una lectura semiótica.
Cuando se discurre sobre y desde la idea de la paz se tiene la impresión de que quien lo hace da por sentado que su propia formulación es la manera y términos en qué debe entender por la paz. Concepto que, por su naturaleza, siempre está cargado de ideología y de pragmatismo; esto es, se utiliza como un medio, mas no necesariamente como un fin.
Como un medio cuyo interés
no es la paz en sí misma sino la paz como sinónimo de silencio, de
inamovilidad, de mordaza. Un silencio como el que menciona el dramaturgo
mexicano Rodolfo Usigli en la obra de teatro El gesticulador.
Todo ello lleva a la
errónea suposición de que hay un lenguaje de paz que es, ya no digamos
totalmente aceptado y compartido por los demás, pero sí, al menos en lo
general, aceptada por esos demás.
En este plano de las
generalidades es desde donde planteo una discusión que permita despejar uno de
tantos escenarios en que puede presentarse la relación entre lenguaje y
mensaje. Y en el caso específico: entre el lenguaje de la paz y el acto
comunicativo.
Sin lugar a dudas, la
categoría tiene elementos que son una constante y que se plasman en los
documentos internacionales, principalmente en aquellos que surgen como
respuesta a la segunda gran conflagración mundial, sin embargo, esos documentos
pronto se convirtieron en un intento fallido, pues era iluso, y por
consiguiente imposible, reconciliar el bum tecnológico del armamentismo y los
aspecto humanísticos. Situación que, como era de esperarse, fracasó frente a
los intereses de las transnacionales de la guerra de todas las geometrías ideológicas.
Ese impasse de relativa
paz, que parecía cimentarse en algún momento de la historia del siglo XX, daba
la impresión de que era posible consolidarse, pero sucedió todo lo contrario.
Con el desarrollo tecnológico, la brecha entre países poderosos y países
económicamente pobres se ahondó por completo. Surgiendo la llamada “guerra
fría”, entre la antigua Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) y los
Estados Unidos de América, y subsidiariamente las guerras de los Estados
periféricos: guerras de Corea o Vietnam; pasando por el conflicto
indio-paquistaní y la convulsionada África.
A todo ello, los
conflictos bélicos, suscitados por la caída de los regímenes auto proclamados
socialistas con la desaparición de la Unión Soviética (URSS) y el resquebrajamiento
del mundo llamado comunistas: el surgimiento de nuevas pugnas (los Balcanes) y
las invasiones de los Estados Unidos y sus aliados (OTAN) en Afganistán, y
recientemente en el norte de África (Libia, Egipto) entre otras “guerras e
intervenciones preventivas” (las “guerras de baja intensidad”); el asunto de
Irán, la inconclusa guerra con Corea del Norte y los enfrentamientos y
provocaciones mutuas con China y Rusia, sin duda, son ominosos para la paz del
mundo (Chomski).
Ése es el escenario mundial
donde hoy se debate la idea de la paz. El cual deja sentir su influencia en el
seno de las propias sociedades, adheridas a ideologías (descaradas o sutilmente
elaboradas, como “la ideología de la no ideología”, mediante la cual se
pretende hacer creer que se ha llegado al fin de las ideologías que se
desarrollaron en la segunda mitad del siglo XIX y todo el siglo pasado,
declarándose el fin de las ideologías (Fukuyama).
Tal estatus compele a
buscar un Aggiornamento de la idea de paz; sin embargo, su perspectiva y por
ende su contenido, tanto en lo político como en lo humanístico, ha sufrido
variaciones (en algunos casos radicales) que obligan a una revisión de sus
principios y dentro de ellos de su significado y su significante:
— En lo político: porque cada
grupo social tiene su propia agenda de búsqueda de la paz. Lo inverosímil es
que los proyectaran la mayoría de los casos, son antagónicos y hasta
excluyentes.
— En lo tecnológico: porque el prurito de las sociedades, empujadas a la confrontación, la máxima de su acción es: “si quieres la paz, prepara la guerra”.
— En lo humanístico: porque no se busca un encuentro de paz y en la paz entre los pueblos y entre los individuos, sino por lo contrario, se abona a magnificar las situaciones encontradas, en ahondar las diferencias y en confrontar las realidades culturales. Partiendo de dogmas monolíticos desde donde se pretende hacer prevalecer una visión unilateral del mundo (la satanización de los Talibanes).
— En lo tecnológico: porque el prurito de las sociedades, empujadas a la confrontación, la máxima de su acción es: “si quieres la paz, prepara la guerra”.
— En lo humanístico: porque no se busca un encuentro de paz y en la paz entre los pueblos y entre los individuos, sino por lo contrario, se abona a magnificar las situaciones encontradas, en ahondar las diferencias y en confrontar las realidades culturales. Partiendo de dogmas monolíticos desde donde se pretende hacer prevalecer una visión unilateral del mundo (la satanización de los Talibanes).
Lo expresado por Samuel
Huntington, en su obra Choque de civilizaciones (1997) es elocuente: un
planteamiento en donde tiene por desafío la civilización del otro, la cultura
de los otros y, por lo tanto, amerita y legitima una respuesta: la eliminación
del otro. Según Huntington, los principales conflictos de la política global
ocurrirán entre naciones y grupos pertenecientes a diferentes civilizaciones.
Esos, según el politólogo, serán los frentes de batalla.
Tales enfrentamientos no
son privativos de las llamadas grandes civilizaciones (occidente versus no
occidentales: cristianos contra musulmanes, etcétera), esa etiqueta es un sesgo
deliberado que esconde los verdaderos intereses económicos de los países
hegemónicos.
Sin embargo, hay otras
situaciones que tiene carácter de identidad nacional. La península ibérica es
un ejemplo contundente: ni vascos ni catalanes se sienten españoles. Luego los
enfrentamientos son endémicos.
En Estados como el
mexicano, las diferencias regionales, de clase, así como culturales son el
mosaico ideológico que refleja una constante y mutua agresión, la violencia,
principalmente verbal es una manera común en la cotidianidad de los mexicanos;
no obstante, la mayoría dice querer la paz, buscar la paz.
Luego cada quien tiene su
propia idea de paz, misma que pretende imponer a los otros. “Imponer la paz” es
por definición el absurdo de sus estatutos respectivos: Las categorías de paz e
“imposición” son excluyentes; una contraviene a la otra, según el principio de
incompatibilidad.
En México, la cultura de
la paz es un laberinto que a ninguna parte lleva: muchos se preocupan de la
paz, pero casi nadie se ocupa de la misma y con ello la palabra, como le sucede
a muchas otras (la palabra revolución, por ejemplo, que hoy suena hueca,
vacía), se desgasta, se diluye en la vorágine de los acontecimientos y
terminará por ser una expresión que no diga nada, si no se convierta en un
cliché, en una mera “definición vacía de la paz”; que a fuerza de repetirse
hasta la saciedad deja de ser elocuente, dialogante, provocadora de nuevas
atribuciones o adquisiciones que la enriquezcan, de nuevas actitudes, de nuevas
lecturas, de otros alances. Para ser sólo una entelequia que a nadie unifica
porque a nadie dice nada.
La idea de la paz requiere
ser construida entre todos, desde todos y para todos, mediante el concurso de
creatividad en el que a todos incumba y a todos comprometa, ése es el
desiderátum.
En un país multiétnico y
multicultural, como México, acaso se les ha preguntado a las etnias, en qué
consiste para ello la paz. Hasta donde tengo información, esa pregunta no se ha
hecho. Se ha recurrido al expediente acomodaticio de imponerles nuestro
criterio de paz. ¿Alguien se ha ocupado de entender cómo en su cosmogonía los
pueblos originarios describen la paz? Sería saludable saber, en nuestras relaciones
sociales e interculturales, cuál es la relación que ellos tienen entre el valor
de la paz y el valor de la tierra, cuál es el sentido desde donde ellos se
miran a sí mismos y cómo ven al mundo.
Este ejemplo lleva a
colegir que en realidad sólo se da un diálogo de ausentes, un interminable
soliloquio en el que cada quien se escucha a sí mismo; congratulándose en su
propias palabras, distrayendo la realidad con el ruido de su propio lenguaje.
En su momento, la primera
gran clasificación llevó a formular dos grandes líneas de pensamiento: la paz
como objetivo y la paz como acción. La primera preocupa, la segunda ocupa.
Dicha clasificación para muchos ya está trascendida, pero, sin embargo aún
asoma sus lejanas parafernalias resueltas sólo parcialmente.
Es claro que el enfoque no
sólo de las formulaciones básicas sino de sus variables ha venido cambiando en
una constante interminable y por consiguiente inacabada.
Dice Octavio Paz (hago una
lectura libre) que no sabemos dónde empieza el mal, si en las palabras o en las
cosas, pero cuando las palabras se corrompen, los significados se vuelven
inciertos y por tanto el sentido de nuestro actos y de nuestras obras también
es inseguro, pues las cosas se apoyan en las palabras y viceversa (Corriente
alterna, 1967).
La palabra como un
despliegue del lenguaje humano, la cual nace de los hechos, de la realidad, no
sólo tiene la virtud de ser el vehículo expresionista por antonomasia, sino
algo más: es la que hace posible transmitir creencias, valores, percepciones,
intenciones y un largo etcétera; esto es, la palabra le imprime significado y
significante a la conducta no solamente de lo público, sino a la conducta
personalísima del individuo, en suma, la palabra es el lugar donde se concretan
y además se conjugan y acrisolan las ideas con que el individuo dice y se dice.
Es en ese contexto donde
el concepto de paz inscribe toda la carga axiológica, sin embargo, el concepto
tiene al mismo tiempo una lectura lineal e interior, así como lectura exterior,
con una carga de lectura difusa que se declara ajena y aséptica.
Si esto es plausible, lo
que desde adentro es una lectura comprometida consigo misma, desde fuera sólo
es una metáfora que delinea ciertas conductas, las cuales provienen de
intereses ideológicos.
Por tanto, hay un
desencuentro de voluntades, y con ello un desgaste del concepto, esto es, hay
tantas lecturas de paz como enfoques se le den.
Es cierto que cuando se
dice paz se coincide en las ideas básicas (por exclusión: lo contrario de la no
paz, de la no guerra, de la no violencia, etcétera) más aún, semánticamente se
reconocen aproximaciones, empatías y coincidencias. No obstante, cada grupo,
cada sociedad, tiene su propio universo conceptual y desde allí, según ellos,
toda idea sobre la paz debe ser entendida y traducida. Eso sí, siempre y cuando
se haga desde su propia esfera de valores. Para decirlo en los términos de
Austin, su universo conceptual se formula en “actos de habla” que desde luego
obedece a una ideología explícita o implícita. Pero casi siempre deliberadamente
velada.
Cuando digo ideología me
refiero a la idea que una sociedad tiene de sí como tal, de un algo, por
oposición o exclusión de lo otro, esto es, lo que identifica como ajeno, como
contrario, como no acorde a sus propios intereses, es decir, de lo que no es o
no debiera ser (en este caso la paz).
Y es que todos
pertenecemos a nuestras respectivas repúblicas del lenguaje. No sólo en cuanto
a las diferencias culturales, sino inclusive, dentro de una misma cultura
(Habermas). Por consiguiente, y en lo general, cada individuo profesa la
ideología del grupo al que pertenece (Marx).
El lenguaje, como producto
social (Saussure), es nuestra morada, en ella habitamos. Es mediante el binomio
lenguaje-lengua que construimos las relaciones entre individuos y entre grupos
sociales; el lenguaje es el ius soli y el ius sanguinis del homo expressionis
(en el sentido que a la idea le da Leibniz) que hace posible leer y por lo
tanto interpretar al mundo; pero también el lenguaje es la acústica donde nos
repetimos unos a los otros, y por consiguiente a nosotros mismos, en un
discurso siempre logocéntrico, siempre inteligible en su naturaleza, en su
cultura y en su técnica: ya oral ya escrita, la cual llamamos gramática,
prosodia, etcétera.
De ahí que referir a la
paz en contextos culturales ajenos o diversos entre sí provoca una reducción
del concepto de consecuencias inciertas e inasibles. Cada quien tiene un
discurso que lee a su manera, desde su universo de valores y principios, además
desde sus conocimientos o apreciaciones; que esgrime unilateralmente frente a
los otros criterios producidos por los grupos y en su caso por los propios
individuos, respecto de lo que debe entenderse por la paz.
Por ello, es dable afirmar
que esas diferencias sólo pueden encontrar puntos de contacto en la presencia
de lo simbólico, es decir, más allá de la totalidad del pensamiento de
cualesquier índole, que busque la hegemonía y por ende la homogeneidad
objetivista, que es por necesidad imposible.
Cuando se dice la paz, esa
habla se convierte en un enunciado y, así como acto de habla, obtiene el poder
de hacerse presente como un hecho que toma un lugar en el discurso de lo
cotidiano, convirtiéndose en un Doxa social que es esgrimida como propio por
todos los actores interesados, mejor dicho beneficiados, desde los agentes del
Estado hasta los medios de comunicación, pasando incluso por el discurso de los
particulares. Sin embargo, a pesar de parecer inocua, toda esa habla contiene
una carga ideológica, sesgada o disimulada por quienes tienen ulteriores
intereses.
Esas posiciones de poder
en su momento colisionan tratando de imponer su tópica desde el lenguaje, sin
advertir o reconocer que no hay un topos común, sino muchas ópticas que leen a
partir de su logósfera la realidad, por consiguiente, leen desde diversos
puntos de vista y de creencias, presentándose como un interminable conflicto
donde los sistemas de habla, una vez creados, adquieren autonomía,
sobreviviendo incluso a los individuos que los crearon e impidiendo a los demás
una lectura desde sus singulares intereses y, por lo tanto, marcando al otro
desde un lenguaje radicalizado, seudo científico o seudo ético, como un
diletante, como un tránsfuga o como adversario por el hecho de no compartir sus
puntos de vista o sus criterios, y como resultado de ello, el poder
permitírseles estar fuera de los controles de quienes detentan el poder,
buscando y en ocasiones logrando su marginación y peor aún la supresión.
Esos posicionamientos se
alimentan de sí mismos, pues hacen posible recuperar al adversario en una
constante espiral, que explica, que justifica, los posicionamientos a ultranza
de cada quien. Así, el contrario irredento sirve a la propia causa: mientras el
contrario siga firme en su posición, la causa propia se mantiene, las banderas
de la causa seguirán ondeando. La capitulación del otro, del ajeno, sería el
fracaso de la propia causa. Decía Plinio el Viejo, lo que resiste apoya.
La razón de ser de unos y
otros es que el contrario no se rinda, no plegue sus banderas. Por lo tanto, la
confrontación requiere mantenerse desde un lenguaje de poder. Un lenguaje que
en la medida que se repite de manera sistemática y persuasiva, refuerza la
ideología que se pretende imponer, más allá de las necesidades de comunicación
y de consenso.
Ese lenguaje perturba e
incomoda la comunicación, por lo contrario, lo simbólico es atópico en su
manifestación. Pues, dada su propia estructura, desborda la ortodoxia del
propio lenguaje y, por lo tanto, le da una significancia alterna; en otras
palabras, no encasilla a lo dicho, sino que, por lo contrario, se abre a nuevas
lecturas, sin más pretensión que comunicar, una comunicación en donde no se
busca convencer y mucho menos vencer; simplemente dialogar.
Lo otro no vendrá
por añadidura.
Como decía aquél personaje
Bertold Brecht, la guerra no excluye la paz, tiene un momento de paz. En ese
mismo tenor, la guerra de los lenguajes tiene su momento de paz, y ese momento
es lo simbólico que manifiesta un comportamiento, más allá de la dureza
anfibológica de las palabras.
Entre la escaramuza de los
lenguajes lo simbólico es siempre una posibilidad de disociación de la
ortodoxia de los lenguajes paceanos, arrancándole a estos sus pretensiones de
heroísmo, de la única, de la legítima palabra.
En este sentido, el
lenguaje simbólico está más allá de la exaltación y de la imposición que cada
grupo da al significado y la significancia de la paz; más allá de los que en
dicha palabra pretenden condensar su ideología, buscando con ello tener la
verdad indubitable, incontrovertible, apodíctica y eterna. Ello, al menos de
entrada, pareciera la resultas en una vocación insidiosa.
Desde ese razonamiento es
posible sostener que lo simbólico hace posible desentrañar el performance del
lenguaje. Empujándolo a exteriorizar su habla. Negándole que se refugie en la
“última palabra” (entre comillas) a partir de la cual todo lo demás es una mera
consecuencia, una recitación de lo ya dicho (Foucault).
¿Puede acaso el lenguaje
salir de la batalla de los sociolectos? Considero que sí:
— En primer lugar, lo
simbólico per se trasciende a los meta-lenguajes. Esos que cuando se les
interroga dicen más o van más allá de su primera expresión (los cuales resultan
casi siempre sospechosos), pues entre más se les concede más reclaman para sí. Luego,
lo simbólico dimensiona la lectura como un todo recuperado en sí y de por sí,
que hace posible el diálogo sin más pretensiones que conocer lo otro, aquello
que durante mucho tiempo se le ha negado la existencia, pero que, sin embargo,
para unos y otros sigue ahí, esperando ser escuchado. En una reciprocidad
creativa y consecuente.
Si ello es plausible, la voz de la paz de unos y otros debe ser leída por cada
cual, por cada interesado en desentrañar los motivos del otro (otredad) sin
juicios previos, sino con una curiosidad humanista de saber quién es ese otro y
cómo es posible verme en él.
— En segundo lugar, lo simbólico cuestiona hasta el fin (hasta el fin último,
como dirían los clásicos) la contradicción de su propia categoría discursiva.
Por lo que siempre está abierto a las más diversas voces, sin importar quien
las profiere, de dónde vienen, cuál es su origen y cuál es su intensión.
Conocerlas, escudriñarlas es lo importante y lo necesario, ésa debe ser la
premisa.
— En tercer lugar, lo simbólico afecta, aun sin proponérselo, las estructuras
canónicas del lenguaje mismo. La exuberancia, los neologismos, la
transliteración, lo semántico, la transmutación, etcétera, y las convierte en
lo que son, solamente en parte del lenguaje, mas no un discurso en sí mismo y
para sí mismo.
Luego, decir la paz es
referir a un discurso con muchas lecturas y muchos matices, es referir a una
expresión que trasciende a los individuos y las sociedades para inscribirse en
lo universal. Y, en consecuencia, en la necesidad del consenso, de la
concordancia, de la convergencia de ideas e ideales que unifiquen a los
individuos en un quehacer mínimo desde el cual se construya un valor común a
todos y desde todos (Hernández Tirado).
Lo simbólico así se
convierte en unidad de lectura (aclaro: que no en única lectura posible) esa
unidad debe entenderse sólo para sus fines, que son: desentrañar lo que unos y
otros quieren decir cuando refieren el concepto de la paz.
Es cierto que no se puede
tener un discurso separado de la ideología y que también es absurdo formular un
concepto de paz aséptico. De lo cual se puede afirmar que el discurso de la paz
se ve necesitado de ser tutelado por la ideología de quien lo profiere.
Solamente que quien lo
sostiene debe asumir su responsabilidad de esa carga ideológica, sin pretender
sacralizarla ni sesgarla. Quien tal cosa hace niega la ideología del otro,
pero, peor aún, subvierte su propia ideología.
La exclusividad y la
exclusión son los extremos en que oscilan las manifestaciones más acabadas de
la paz, y es que arribar a un acuerdo total es imposible; sin embargo, sí es
posible llegar a generalidades en los enfoques performáticos desde donde leen
las diversas culturas de aquello que se puede, no así de lo que se debe (ello
aún no es posible) entender por la paz.
El concepto de paz no
necesariamente es aquel que delata desde sí todos sus alcances y todas sus
posibilidades. Su expresión mejor acabada no está en su definición, sino en su
discurso, mejor dicho en sus discursos, esto es, en lo que se dice de la paz,
así como en los discursos paralelos que mediante los hechos lo configuran y lo
representan.
La configuración de la paz
perfila la idealidad del concepto. Su configuración es lo que le da sentido
mediante una estructura dramática y, por lo tanto, hace posible su despliegue
bajo formas diversas de expresión.
En este orden de ideas, la
representación de la paz es el espacio de justificación de una realidad
concreta y específica, un espacio donde lo simbólico es verosímil, legible, de
posibilidad real; donde se manifiesta el concepto paciano, no sólo como un
concepto cerrado en sí mismo, sino como un acto de habla (Austin).
Por consiguiente, esa
situación entra en crisis cuando de la representación se pasa a la ficción. Y a
partir de ella se inventa una extraña entelequia, que pudiera describirse como
“el lenguaje de ficción de la paz”.
Así, desde esa inventiva,
no es una idea de la paz común lo que se expresa, sino la intencionalidad de
quien busca decirse a sí mismo. Por tanto, no es la idea de la paz construida
entre todos, la que se expresa, sino la idea de quien la profiere y pretende
que la paz sea.
La ficción como toda
interpretación arbitraria es un acto de poder, pero no de poder como resultado
de un proceso histórico, sino un acto a ultranza, mejor dicho, es un acto de
poderío movido por la sana pasión o la perversión. Esa ficción puede ser desenmascarada
mediante el lenguaje simbólico:
Desde la ideología de la
paz se levantan toda clase de argumentaciones; por doquier hay autoridades,
aparatos ideológicos (oficiales y no oficiales), liderazgos, escuelas,
corrientes de pensamiento, doctrinas; unos gigantescos otros nimios, que
reclaman para sí la verdad de la paz. Grupos de presión y de opresión, todos
ellos se autonombran voces autorizadas; todos ellos esgrimen su legitimidad
siempre dispuestos a polemizar y a vencer.
El discurso de todo ese
poder se sostiene desde las más burdas maneras hasta los más sofisticados
artilugios a partir de los cuales se pretende imponer los respectivos discursos
para, desde ellos, declararse detentadores perpetuos de la verdad.
Los que no coinciden, más
aún, los que no se pliegan a sus designios, son acusados en el menor de los
casos (acusaciones mutuas) de tránsfugas del catecismo de la paz, si no es que
de prevaricadores y enemigos de la causa. Así uno y otros se reprueban
mutuamente.
El lenguaje es la
legislación la lengua es uno de sus códigos (Roland Barthes), luego, la
estabilidad del lenguaje hace posible ir de una lectura enfática a una lectura
litótica, es decir, permite ir de una lectura que explicita en sus alcances y
sus posibilidades de expresión a una expresión que es sólo una endeble
referencia al espectro duro del lenguaje que le da soporte y que por
consiguiente le da sentido.
Si ello es así, el
lenguaje significa necesariamente una relación de mera alienación que rige
desde su propio pode a la conducta, luego, es dable oponer a la formulación
estereotipada de los criterios de paz la crítica del lenguaje simbólico.
Desde esta proposición, el
discurso “paz” no tiene el sentido de: “contrario a”; de “diverso a”; o de
“distinto a”; etcétera, perteneciente a una mera interpretación antónima; sino
de a un proceso histórico de valores y principios que son implicativos, donde
el lenguaje paceano puede ser inventariado no como un acto tautológico sino
como la historia de la paz que como tal aún no se ha escrito.
Escribir la historia de la
guerra no implica que de manera concomitante se escriba la historia de la paz,
ello es maniqueo: “guerra y paz” “paz y guerra” (Tolstoi) la idea de “paz” es
un signo que es necesario despejar, no sólo por una de sus variables dependientes
—la guerra— sino por otras posibilidades más allá de la lógica reduccionista de
que si se habla de una se entiende la otra. Cuando se habla de los “grandes”
personajes o pueblos (“civilizaciones”) ensalzados por la historia, casi
siempre (Gandhi es, entre muy pocos, una de las excepciones) están ligados a la
no paz.
Alejandro el grande, Julio
Cesar, Roma, el imperio otomano, los imperios español, inglés, azteca y un
larguísimo etcétera, son un ejemplo contundente, sin embargo, nadie relata la
visión de los vencidos (León Portilla), de los caídos, de los masacrados. El
genocidio como categoría histórica es de reciente cuño (a partir de la Segunda
Guerra Mundial) y tiene más una connotación ideológica que humanista.
El contraste es necesario,
pero ello, por sí mismo, no sustituye al universo que le es de suyo, en sí y de
por sí a la paz, construir la historia de la paz y por ende el lenguaje de la
paz, desde la paz y para la paz, en mi opinión sigue siendo una asignatura
pendiente.
Raymundo Pérez Gándara
Sociólogo, jurista y semiólogo, lector senior en Bureau de Investigación