No se trata de seguir una
tendencia,
sino en todo caso de asegurar el futuro
--Jorge Martínez Martínez--
Recientemente escuché en
un par de ocasiones al doctor Sergio García Ramírez (uno de los juristas más
destacados de nuestro país, ex juez de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos y férreo defensor de las reparaciones de derechos humanos a la luz de
la Convención Americana) hacer un planteamiento no sólo interesante, sino digno
de una buena reflexión. Sostiene que el papel de la jurisdicción nacional,
tratándose de derechos humanos, se debe desempeñar en armonía y con pleno
respeto al derecho internacional e incluso debe ser complementario frente a la
interpretación vinculante de la Corte Interamericana.
En el mismo sentido,
critica la jurisprudencia 20/2014, en el que el Pleno de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación estableció que cuando en la Constitución haya una
restricción expresa al ejercicio de los derechos humanos se deberá estar a lo
que indica la norma constitucional; es decir, que las normas jurídicas
convencionales deben ser acordes con el texto constitucional, pues en caso
contrario se deberá estar a lo que indica la norma interna.
Lo cierto es que de
aceptar el papel complementario del orden jurídico nacional, validaríamos que
no existen restricciones legítimas a los derechos humanos, aun en el supuesto
de que estén contenidas en la Constitución federal.
Esto es importante en
virtud de que, en particular, Sergio García Ramírez y, en general, destacados
constitucionalistas y abogados especialistas en derechos humanos sostienen
atinadamente que la reparación del daño en términos del artículo 63.1 de la
Convención Americana abarca no sólo la salvaguarda en particular de la víctima,
sino también la protección de la sociedad en general. Así, una condena de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos puede contemplar la modificación de
leyes, políticas públicas y toda clase de actos que conlleven a restaurar el
orden jurídico en la extensión que proteja el derecho internacional.
Estas acciones de
inconvencionalidad, inmersas en las mismas condenas por violación a derechos
humanos, tienen como objetivo eliminar todo obstáculo en el derecho interno que
sea oponible al pleno cumplimiento del derecho convencional.
Por lo que, por un lado,
en la condena de la Corte Interamericana se estaría reivindicando, indemnizando
y salvaguardando el derecho individual, pero al mismo tiempo se estaría
protegiendo la garantía social o, en otras palabras —como sostendría Ihering y
el mismo García Ramírez—, en la medida en que el agravio a una persona
contiene, al mismo tiempo, el ataque al derecho mismo: protegiendo el derecho
de uno, se protege el derecho de todos.
En suma, Sergio García
Ramírez nos invita a reflexionar acerca de en quién depositamos la confianza.
¿Se deposita, como en Europa, en los órganos, instancias y legislación interna,
a fin de conservar el carácter supletorio de la internacional? O ¿se deposita
en los órganos internacionales, principalmente en la Corte Interamericana, y
prevalece la aplicación del corpus iuris en todos sus extremos?
Por supuesto, este debate
no trata acerca de la soberanía, pues, como bien señala García Ramírez, el
Estado acepta libre y soberanamente la legislación y jurisdicción
internacional.
Además, mucho ha costado a la sociedad desplazar aquella idea de
que la soberanía era igual a la irresponsabilidad del Estado. El Estado limita
su actuación mediante normas jurídicas, independientemente de las fuentes de
origen.
Tampoco implica socavar o
menospreciar los intentos de instancias y jueces nacionales por la aplicación
del corpus iuris. Por ejemplo, recientemente la Asociación Nacional de
Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito del Poder Judicial de la
Federación sostuvo que “la independencia judicial es un derecho humano absoluto
que no puede ser objeto de excepción alguna”, al solicitar al presidente de la
república integrar la terna para la designación de los nuevos ministros de la
Suprema Corte, a partir de personas con trayectoria judicial sin ninguna vinculación
política.
Como bien señala García
Ramírez, debido a las circunstancias que privan en nuestro continente,
fundamentalmente en los países de Latinoamérica, es indispensable dejar atrás
el debate sobre puntos que no tienen sustento en nuestra nueva realidad. La
legitimación normativa se tiene que resolver en razón de preguntar qué es lo
más benéfico para el ser humano (principio pro homine). Como diría Ihering, el
derecho no es mero pensamiento, sino fuerza viviente, trabajo incesante, lucha
constante; un eterno devenir. Mudar de opinión es parte de ese fluir,
interacción social y movimiento humano.
He sostenido y sostengo
que nuestro derecho sustantivo, frente a la amplitud que requiere la reparación
por violación de derechos humanos, brinda instituciones jurídicas
suficientemente protectoras, específicas y adecuadas para conseguir la “plena
eficacia restitutoria ante la violación” (como lo dispone la Suprema Corte de
Justicia de la Nación), y bastante desarrolladas para impedir que los extremos
de la reparación se tengan que afianzar a través de la jurisdicción
internacional.
No obstante, en tanto el
conjunto total de juzgadores e instancias nacionales no asuman toda la
extensión del derecho convencional, ni tutelen efectivamente sus preceptos, lo
mejor sería no comenzar a restringir sus postulados cuando apenas se están
logrando afianzar en la conciencia no sólo de juzgadores y servidores públicos,
sino de los mismos gobernados.
El principio medular de
los derechos humanos no estriba en la mera descripción contenida en un precepto
legal, sino en la actitud del poder público para hacerlo valer. Si bien se ha
avanzado en su proclamación e instrumentación, convendría ahora reflexionar en
su práctica cotidiana.
Sin duda, no podemos
permitir que los órganos nacionales se conviertan en instancias de mero
trámite; pero sobre esa base, tampoco es conveniente comenzar un debate
insustancial sobre restricciones legítimas, antinomias, aplicabilidad ultra
activa jurisprudencial, etcétera, que solamente retrasaría asumir una
responsabilidad internacional.
El Estado mexicano, todos
sus poderes públicos y, por tanto, sus funcionarios no solamente tienen el
deber moral frente a la comunidad internacional de proteger el predominio de
los derechos humanos sobre la actuación estatal, sino una obligación legal que
los constriñe a asumir su compromiso. La obligación del Estado de prevenir,
investigar, sancionar y reparar sus violaciones es un interés público
fundamental. No respetarlo, implicaría una conducta susceptible de ser
sancionada, tal y como lo dispone nuestra propia Constitución en su artículo
109.
Luis Rodrigo Vargas Gil
Licenciado en derecho por la Facultad de Derecho de la UNAM;
consultor en materia pública y director de Grupo Vonwolf de México, S.C.
consultor en materia pública y director de Grupo Vonwolf de México, S.C.