Debo a la feliz iniciativa
de Adriana Berrueco, este intento de relacionar dos quehaceres que la teoría ha
separado, pero que la práctica ha unido siempre: lo racional y la especulación;
la reflexión y la creación; la lógica y la imaginación; la inteligencia intelectual
y la inteligencia emocional (según el tiempo en el que se quiera vivir… mentalmente).
El derecho y la poesía
utilizan la misma herramienta para expresarse: el lenguaje. La diferencia
estaría en su concepción, aprobación y aplicación: el primero es un fenómeno
humano colectivo y el segundo individual. Sin embargo, los une un mismo fin: el
orden social e interno de su lector.
El derecho a través de las palabras aspira a que las relaciones entre los seres humanos y con la naturaleza y animales se lleven a cabo de manera organizada, respetuosa, solidaria, equilibrada y armónica. La poesía, por su parte, utiliza las palabras para ordenar el funcionamiento interno de los sentimientos, es decir, de todo aquello que se percibe con los sentidos de manera también equilibrada, armónica. El derecho cumple con este fin utilizando argumentos lógicos, mientras que los de la poesía son argumentos metafóricos. Sus soportes pueden ser la escritura o la oralidad; su eficacia dependerá de quien los lea o escuche: nuestro tiempo intenta revalorar los dos caminos.
La existencia de reglas
para vivir de manera organizada, colectiva e individualmente, se remonta al
origen y evolución de la humanidad. Si el derecho y la poesía son quehaceres
humanos socialmente aceptados hoy es porque sus procedimientos de producción
jurídica o creación artística son útiles. La vigencia de una ley o el impacto
de un poema, quizá, no es el mismo. La difusión de una norma jurídica es mayor
que un soneto: la primera es un rito colectivo público, el segundo es una
experiencia privada.
La sociología del derecho
pretende medir los efectos de la norma en la sociedad, sin embargo, no existe
todavía una sociología de la poesía que mida las consecuencias de una rima en
el espíritu, el alma, las pasiones, las emociones, los sentimientos, de su
lector (esto sólo él lo sabe, lo debe saber). Por ello, en este trabajo
intentaré, como lector, precisamente, medir o, mejor dicho, explicar, polemizar
y exponer lo que algunos poetas han reflexionado sobre su quehacer a través de
las reglas de creación literaria y éticas, implícitas o explícitas, en sus
textos y dichos.
Como lector agradecido de
la poesía de Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Rubén Bonifaz Nuño, pensé en
extraer sus reglas de creación poética y reglas éticas, releyendo sus poemas.
En mi primer intento fracasé porque no sentí ninguna regla en los poemas que
releí de Borges.
Constaté que el tono, la intención, del poema, no es
“legislar”, “pontificar”, sino testimoniar, compartir un estado de ánimo, para
que el lector, si se identifica, a priori o a posteriori, emocionalmente
hablando, induzca o deduzca una regla de identidad presente o de proyección
futura (valga la redundancia). Si no es el caso, como me ha pasado (y me
seguirá pasando), se debe quizá a que no se trata de una experiencia compartida
o porque uno no dispone de la energía necesaria para asimilar el mensaje. Pongo
un ejemplo: la poesía contenida en los boleros que escuchaban mis padres en mi
infancia no me decían nada… hoy forman parte de mi estructura emocional.
Renuncié, pues, a buscar
las reglas en los poemas de Borges y me refugié en sus relatos. Comencé por su
último libro, La memoria de Shakespeare. Me encontré su monólogo: “Borges y
yo”, como un diálogo entre el Borges maduro con el Borges joven: “Agosto 25,
1983”. Recupero las reglas de la creatividad o el Código Borges de ambos
textos:
1. Gusta de los relojes de
arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del
café, y (de) la prosa de Stevenson.
2. Sigue tus buenas intenciones, los laberintos, los cuchillos, el hombre que
se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches,
las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de
Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo
repetido en las tardes… los falsos recuerdos, las largas enumeraciones, el buen
manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los
críticos, las citas no siempre apócrifas.
En cuanto a las reglas
éticas de Borges, creo rescatar las siguientes: por ejemplo, en La memoria de
Shakespeare: los conocimientos no se heredan, vive (estudia, viaja, convive,
conversa). En La rosa de Paracelso: no creas (en los demás), confía (en ti mismo).
En Tigres azules: no desperdicies tu tiempo buscando lo que no ves, aprovecha
todo y sólo lo que está frente a tus ojos. En El libro de arena: si la idea del
infinito nos permite estar en todo tiempo y lugar, tu imaginación no tiene
límites, fatígala. En El disco: no atiendas a la ambición, no es buena
consejera. En El soborno: que no te mueva la vanidad cuando escribas, o te
relaciones, académicamente. En Avelino Arredondo: contrólate, no es justicia la
que se hace con mano propia. En La noche de los dones: el amor y la muerte no
se enseñan. En La secta de los treinta: no inventes, déjate conducir, somos los
amanuenses de la Sabiduría. Y en El Congreso: la vida no está en las leyes, tú
eres el único legislador.
En Rubén Bonifaz Nuño, las
reglas de su método consisten en considerar que para cantar es necesario
contar. Su obra es un puente dotado de la dureza necesaria para soportar el
fantasma que soy, en busca de los cinco minutos de vuelo razonable para
encontrar la salida:
Qué fácil sería para esta
mosca,
con cinco minutos de vuelo
razonable, hallar la salida.
Pude percibirla hace tiempo,
cuando me distrajo el zumbido
de su vuelo torpe.
Desde aquel minuto la miro,
y no hace otra cosa que achatarse
los ojos, con todo su peso,
contra el vidrio duro que no comprende.
En vano le abrí la ventana
y traté de guiarla con la mano:
no lo sabe, sigue combatiendo
contra el aire inmóvil, intraspasable.
Casi con placer, he sentido
que me voy muriendo, que mis asuntos
no marchan muy bien, pero marchan;
y que al fin y al cabo han de olvidarse.
Pero luego quise salir de todo,
salirme de todo, ver, conocerme,
y nada he podido; y he puesto
la frente en el vidrio de mi ventana.
con cinco minutos de vuelo
razonable, hallar la salida.
Pude percibirla hace tiempo,
cuando me distrajo el zumbido
de su vuelo torpe.
Desde aquel minuto la miro,
y no hace otra cosa que achatarse
los ojos, con todo su peso,
contra el vidrio duro que no comprende.
En vano le abrí la ventana
y traté de guiarla con la mano:
no lo sabe, sigue combatiendo
contra el aire inmóvil, intraspasable.
Casi con placer, he sentido
que me voy muriendo, que mis asuntos
no marchan muy bien, pero marchan;
y que al fin y al cabo han de olvidarse.
Pero luego quise salir de todo,
salirme de todo, ver, conocerme,
y nada he podido; y he puesto
la frente en el vidrio de mi ventana.
Octavio Paz y Rubén
Bonifaz Nuño estudiaron derecho; como abogados tampoco debemos encasillarnos o
dejarnos encasillar en el quehacer jurídico, sino enriquecerlo con otros quehaceres, como el literario.
Jorge Alberto González
Galván
Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM.