Un experimentado maestro,
que presidió la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, sostiene que
quienes aspiran a un cargo jurisdiccional están impedidos para cabildear su nombramiento. Se trata de un impedimento moral, no jurídico, pero que tiene mucho
sentido. Lo que se busca garantizar es el atributo cardinal que debe distinguir
a un juzgador: la independencia.
Sabemos que los jueces deben ser honrados, técnicamente sólidos, imparciales, etcétera, pero ante todo independientes.
Esa cualidad debe desdoblarse en múltiples direcciones. En primer lugar, ante los actores que los nombraron. Si pensamos en los ministros de la Suprema Corte mexicana, la independencia debe afirmarse ante el presidente y ante los senadores.
Sabemos que los jueces deben ser honrados, técnicamente sólidos, imparciales, etcétera, pero ante todo independientes.
Esa cualidad debe desdoblarse en múltiples direcciones. En primer lugar, ante los actores que los nombraron. Si pensamos en los ministros de la Suprema Corte mexicana, la independencia debe afirmarse ante el presidente y ante los senadores.
De ello depende, ni más ni menos, que el principio de separación de los poderes. Un principio que tiene un sentido práctico y del que depende la vigencia de las libertades. Que se trate de un lugar común no le resta un ápice de veracidad y pertinencia a esta tesis.
En esa misma medida y por
las mismas razones, los jueces deben ser absolutamente independientes de los
partidos políticos. La militancia partidista compromete la imparcialidad,
somete a la judicatura a las dinámicas políticas y vulnera la legitimidad de
los tribunales. Por eso debe evitarse a toda costa. Esto no supone un juicio de
valor peyorativo hacia la política y los políticos; simple y llanamente implica
una distinción entre ámbitos de la vida pública que deben diferenciarse. La
política partidista está orientada a la gestión de los conflictos sociales y a
la composición de los órganos de representación que tienen una legitimidad
democrática. La judicatura —sobre todo la constitucional— es el último árbitro
de las disputas entre los poderes, entre los ciudadanos y entre éstos y
aquellos. Por lo mismo, con la constitución y la ley como marco de referencia,
debe caracterizarse por los atributos de la independencia y la imparcialidad.
Algunas voces cuestionan
estas tesis poniendo como ejemplo lo que sucede en los Estados Unidos de
Norteamérica. Allá, se argumenta, los presidentes en turno perfilan para la
Corte Suprema a personajes políticamente afines. Difiero. El proceso de
selección de jueces constitucionales en los Estados Unidos es uno de los más
exigentes que yo conozca y garantiza que solo lleguen a esa responsabilidad
juristas con trayectorias destacadísimas y reputaciones intachables. Ello zanja
su independencia de la política y de los políticos que los promovieron y
designaron. Lo que es verdad es que, desde el punto de vista ideológico, los
jueces de la Corte de EEUU pueden tener orientaciones bien definidas y esas
orientaciones coinciden con las aspiraciones de grupos liberales o
conservadores que suelen votar por éste o aquel partido político. Pero esa
sintonía ideológica —que suele expresarse en casos y dilemas de moral pública—
no supone vinculación o sumisión política.
El atributo de la
independencia debe desplegarse ante la política y los políticos pero también
ante otros intereses como, por ejemplo, las industrias o las empresas. Por eso
es fundamental que los aspirantes a jueces constitucionales despejen cualquier
duda sobre posibles conflictos de interés. Ello, sobre todo, si se han dedicado
la práctica privada de la abogacía. Esto no implica que los abogados
practicantes no puedan aspirar a ser ministros pero sí demanda que los que lo
hagan declaren con transparencia quiénes han sido sus clientes y cuáles son los
intereses que representaron.
Cuando Luigi Ferrajoli
reflexiona sobre el papel de la judicatura, subraya el rol que les corresponde
a los jueces como instancia de garantía de la democracia y de los derechos humanos.
Las Cortes Constitucionales —explica— tienen la función de oponer límites
jurídicos a los poderes públicos y privados. En esa medida son la válvula de
protección de las democracias constitucionales. Si fallan en su función, el
modelo en su conjunto corre peligro. La tesis no es original pero es cierta. Y
lo es porque si no existe un árbitro imparcial, ubicado por encima de los
intereses y las partes en conflicto, es imposible lograr una convivencia
pacífica a través del derecho.
La tendencia de los poderes
a concentrarse no debe sorprendernos. Me refiero tanto en los poderes sociales
—económico, mediático y político— como en las instituciones en los que se
articula el poder político (legislativa, ejecutiva y judicial). Aquí y en todas
partes, las personas que detentan algún tipo de poder buscan la manera de
incrementarlo y de conservarlo el mayor tiempo que les sea posible. Nos lo
enseñó Maquiavelo hace mucho tiempo. Por ello y para evitarlo, en la
modernidad, se inventaron a las instancias de garantía. En primerísimo lugar a
la judicatura y en particular a la justicia constitucional. Lo que sorprende es
que lo olvidemos.
Pedro Salazar Ugarte.
Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas – UNAM.