Nos encontramos hoy en la
antesala de un previsible proceso de repartición de espacios del poder judicial
entre los partidos políticos y, con ello, ante la ruptura del equilibrio de los
poderes constitucionales mexicanos. Los nombres que hoy “suenan” como favoritos
para los próximos nombramientos de la Corte (Raúl Cervantes Andrade y Germán
Martínez) no dejan duda sobre el perfil político que se quiere implantar en la Suprema Corte. Ambos son leales militantes de sus partidos (PRI y PAN,
respectivamente) y su currícula permite prever fallos favorables en los casos
en que los intereses de sus partidos –y quizás de los líderes de los mismos-
estén en juego. Pero más allá de la indignación que pueda generar la asignación
de puestos públicos a los más leales, sin mediar la capacidad técnica requerida
para la función, es preciso recordar porqué importa que la Suprema Corte no se
convierta en un órgano político.
La Corte es la institución
que en última instancia establece los límites al poder, las obligaciones de las
autoridades y el contenido de los derechos fundamentales. Es, además, el
árbitro final en los casos de conflicto entre poderes o entre gobernantes y
gobernados. Pensemos en un conflicto (por agua, territorio, invasión de
competencias) entre dos municipios, entre un estado y la federación o entre el
poder legislativo y el ejecutivo. Si las partes en conflicto no logran una
resolución del conflicto por sí mismas, la Corte interviene –a petición de una
de las partes- para resolver el conflicto. Su decisión es final y, en
principio, zanja el conflicto. Puede no considerarse la mejor decisión, puede
incluso no considerarse una decisión justa, pero generalmente es aceptada. ¿Por
qué? Porque la Corte se considera un poder distinto al ejecutivo y al
legislativo, independiente de ambos como también de los gobiernos locales o
municipales en disputa. La Corte logra ser un árbitro legítimo en las disputas
entre poderes, y entre ciudadanos y poderes, porque existe la percepción de que
sus integrantes no tienen un interés directo en juego en el conflicto. Su
independencia es lo que le da capacidad de dar una solución pacífica (legal) a
los conflictos políticos y sociales del país.
Pensemos ahora en una
Corte cuyos integrantes son, en una importante proporción, políticos. Alguno es
compadre del presidente de la República, otro pariente cercano del dueño de una
televisora o de una minera, otros cuántos son líderes de los principales
partidos políticos o sindicatos. Se trata -en este hipotético caso- de una
Corte de amigos de quienes están en el poder. En un par de ocasiones esa Corte
falla en contra de municipios gobernados por la minoría. Los argumentos quizás
son impecables pero la sombra del favoritismo por el partido gobernante está
presente. En otra ocasión, esta Corte falla a favor de la ampliación de
concesiones a las televisoras o por la prevalencia del interés comercial de la
minera sobre el derecho del agua de los habitantes de la población aledaña a la
mina. La sombra crece y pronto las decisiones de ese órgano dejan de ser
percibidas como imparciales y legítimas. Quienes entran en pugna ya no ven a la
Corte como una árbitro imparcial al cuál acudir y deben buscar otra forma de
resolver el conflicto pero, ¿qué otras alternativas hay? Sin una Corte legítima
lo que tenemos son condiciones favorables para que la gente evalúe el recurrir
a la violencia social como una opción más justa que acudir a las cortes,
tenemos pues nuevas condiciones de violencia social.
Nuestro país atraviesa un
momento de convulsión social, de autoridades legales cuya legitimidad es
cotidianamente cuestionada y frecuentemente cuestionable. En este contexto, lo
que necesitamos es un poder judicial que no sólo sea autónomo sino que lo
parezca, que sea visto como capaz de fungir como árbitro independiente en los
conflictos que revisa. Para ello es indispensable una Corte plural, constituida
por profesionales del derecho que cuenten con conocimientos profundos de los
diversos temas que se deben resolver. La Corte necesita ser integrada por
individuos que aporten a la legitimidad institucional y sin claros conflictos
de interés. El nombramiento de un ministro de la Suprema Corte de Justicia es
de enorme trascendencia para el país porque al final del día los miembros que
la constituyen dotan o restan legitimidad al máximo órgano del sistema
judicial. En consecuencia, le dotan o restan la capacidad de resolver conflictos
sociales y políticos por la vía legal y pacífica.
Nuestro sistema
constitucional parte de un frágil equilibrio constitucional. Cada poder tiene
funciones establecidas y vigila que los otros poderes no se excedan de las
suyas.
Escribía Madison que si el poder de juzgar estuviera unido al poder
legislativo, la vida y la libertad de las personas se verían expuestas a un
mando arbitrario, pues los intereses del legislativo serían los que guiarían
las decisiones del juez. Si estuviera unido al poder ejecutivo, el juez se
conducirla probablemente con toda la violencia de un opresor, pues esa es la
naturaleza del ejecutivo. Los gobiernos despóticos, advertía este Federalista,
se hacen posibles cuando los poderes quedan unidos, porque entonces no hay
posibilidad de que unos pongan frenos a otros.
Los nombramientos de la
Corte tienen una vigencia de 15 años pero las decisiones que esos jueces tomen
y la imagen que de la Corte generen, tendrán una vigencia mucho mayor. La
discusión sobre los próximos ministros a la Suprema Corte no puede ser
cortoplacista. Estamos ante una decisión sobre el tipo de Estado y de gobierno
que tendremos a corto, mediano y largo plazo, una decisión sobre la posibilidad
de lograr paz en el país, hoy y en muchos años por venir.
Catalina Pérez Correa. Profesora
e investigadora de la División de Estudios Jurídicos del CIDE.