lunes, 12 de octubre de 2015

Y todavía a la espera de las ternas para renovar la Corte

 Seguimos en ascuas esperando que el presidente de la  República defina las ternas que debe proponer al  Senado para cubrir las vacantes que dejará la salida  de los ministros Silva Meza y Sánchez Cordero en la  Suprema Corte de Justicia el próximo 30 de  noviembre.

 Los humores en la opinión pública se calientan.  Diversos actores de la sociedad civil y el gremio  jurídico han alzado la voz para exigir al presidente y al  Senado un proceso de designación transparente y  razonado, la inclusión de mujeres en las ternas y que  la designación de las candidaturas no se base en  filiaciones políticas ni vínculos personales.

 Tenemos razones para estar preocupados. Todavía no  se va el mal sabor de boca que, para muchos, dejó el  proceso de designación pasado de Medina-Mora, y  algunas voces señalan con insistencia que, al parecer,  el presidente Peña Nieto ya eligió a uno de  sus gallos para integrar una de las ternas. En esta  ocasión, no sólo entre sus filas sino también en la de  los senadores, me refiero a Raúl Cervantes Andrade.


No sé si esto sea cierto pero sí es alarmante. Sin prejuzgar ni descalificar la trayectoria de Cervantes, una candidatura similar técnicamente está fuera de la ley y de la propia constitución: se trata de un senador con licencia, funcionario de un cargo irrenunciable.

Pero dejémonos de rumores alarmistas y cuestionémonos: ¿en qué tipo de candidaturas estará pensando el presidente? O mejor, preguntémosle a él y al Senado, ¿cuál será el perfil idóneo para integrar a la Corte? Al respecto, parece existir una especie de regla no escrita que tiende a considerar que dada la naturaleza de la institución –de Tribunal Supremo y Corte Constitucional– es necesario buscar un equilibrio entre jueces de carrera y miembros externos. Como si se intentara establecer del mejor modo el estira y afloja entre ministros con una larga y rigurosa experiencia jurisdiccional y otros con escasa (o nula) trayectoria en el campo, que se disputen por decisiones más o menos formalistas, más o menos progresistas, más o menos internacionalistas, etc. Sin embargo, me temo que este criterio no sólo no es suficiente, tampoco es el más atinado. Las posibilidades son muchas y no siempre es posible encontrar una tendencia clara entre miembros de casa y miembros externos.

Es baladí preguntarnos abstractamente quiénes serán mejores para desempeñar el cargo de ministro: ¿personas con carrera judicial?, ¿profesores universitarios?, ¿funcionarios públicos de otras ramas del gobierno? Partiendo de la premisa que la designación de los árbitros tiene un impacto directo en la dinámica de cualquier juego, considero que para contestar a la pregunta es necesario formularnos otra: ¿qué tipo de justicia constitucional requiere el país?

Si la constitución es una guía de ruta que debe orientar la convivencia social de un país, y no simplemente un pedazo de papel, diría que la respuesta se encuentra en el propio texto constitucional. Necesitamos una Corte cuyos miembros basen sus decisiones en interpretaciones progresistas, comprometidos con la agenda de los derechos, que apuesten por una aplicación integral —nacional, regional y global— del derecho y por el cumplimiento de las obligaciones adquiridas por el Estado a nivel internacional. Principios que deben revestir todas y cada una de las decisiones que tome la Corte, tanto en sus funciones de Tribunal Supremo como de Tribunal Constitucional, y que deben cumplir los ministros independientemente de su formación o experiencia profesional, sean éstos jueces de carrera, funcionarios públicos o profesores universitarios. No se trata de una petición de principios del tipo <> al presidente y al Senado, sino de pautas establecidas en el propio texto constitucional que los vinculan a ambos a la hora de proponer y de tomar la decisión final.

Si esto es cierto, entonces, es deber del presidente y el Senado verificar que cada una de las candidaturas presentadas reflejen, en sus trayectorias y desempeño de cargos anteriores, un compromiso real y efectivo con tales aspectos. Más allá de las declaraciones de buenas intenciones que cada uno de los candidatos hagan en sus comparecencias, es preciso examinar con lujo de detalle si tienen o no experiencia en esas materias. Sobre todo, cuál ha sido, desde sus respectivos frentes, su participación en la defensa y protección de los derechos humanos en los ámbitos local, estatal, federal y/o internacional, en el cumplimiento por parte del Estado de sus obligaciones internacionales y, en el caso de jueces de carrera, si en sus decisiones se observa (y cómo) la aplicación de los principios constitucionales y la normativa internacional, por ejemplo. Si nos tomáramos en serio estos parámetros otros serían los resultados.

Guadalupe Salmorán. Licenciada en derecho por la UNAM