miércoles, 18 de noviembre de 2015

Estándares internacionales para la integración de las Cortes Supremas: el caso mexicano

 Hace unos días, comenzó el proceso constitucional  de selección de las dos personas que ocuparán  próximamente las vacantes al cargo de ministros  de la Suprema Corte. Ello es así en función del  envío de la terna de candidatos a tal encargo por  parte del Ejecutivo federal al Senado de la  República.

 Ya se ha escrito en torno al procedimiento de  selección y designación de ministros en este  espacio, El Juego de la Suprema Corte,  funcionando como foro de debate desde  diferentes perspectivas. 





En esta ocasión, quisiésemos aportar a la discusión tomando como punto de partida los estándares y buenas prácticas que desde el derecho internacional de los derechos humanos se ofrecen en relación con este tipo de designaciones de funcionarios judiciales de la más alta jerarquía.

Se parte, por supuesto, de una premisa básica en cualquier Estado de derecho: el ya clásico principio de división de los poderes públicos. Uno de los objetivos principales de este principio, en los actuales Estados constitucionales es garantizar de manera efectiva la independencia del poder judicial respecto de los demás poderes públicos. Por ello, desde el derecho internacional se ha reconocido que la independencia del poder judicial configura una norma consuetudinaria internacional y un principio general del derecho.

De ahí que diversos organismos internacionales señalan presupuestos necesarios e indispensables para garantizar dicha independencia, siendo uno de ellos, desde luego, la existencia de un procedimiento adecuado de nombramiento y selección de miembros del poder judicial, en particular de las altas cortes. Los organismos internacionales sostienen que tal procedimiento debe incorporar ciertos criterios que ahora enunciaremos, relacionándolos con el caso mexicano.

a) Igualdad de condiciones y no discriminación. Una característica, aunque contingente, de la configuración de nuestra Suprema Corte ha sido la poca o nula representación de los diversos sectores que conforman la población, principalmente –aunque no los únicos- los de mujeres, comunidades indígenas y personas con discapacidad.

Por ejemplo, la realidad de la poca representatividad de las mujeres en la Suprema Corte es bastante obvia: en pleno 2015, solamente dos de sus miembros son mujeres y una de ellas está a días de terminar su encargo. Por lo que hace a las comunidades indígenas o personas con discapacidad, la representación es nula. Dicha situación es consecuencia directa de la discriminación histórica que han sufrido estos sectores poblacionales en nuestro país, misma que se refleja en la falta de condiciones institucionales y materiales que les hacen casi imposible acceder en igualdad de circunstancias a esos puestos.

b) Selección basada en el mérito y las capacidades. Otro de los criterios es el que exige que los miembros de la judicatura sean seleccionados «exclusivamente por el mérito personal  y su capacidad profesional, a través de mecanismos objetivos de selección y permanencia que tengan en cuenta la singularidad y especificidad de las funciones que se van a desempeñar».

Este criterio es, sin duda alguna, de vocación meritocrática. No cualquier persona debe ocupar el cargo judicial más importante del país, y nuestra Constitución no desconoce tal exigencia. Se requiere que la persona designada cuente con un título profesional de licenciatura en derecho expedido al menos diez años antes de la designación por autoridad o institución legalmente facultada; de forma similar, se establece que los nombramientos «deberán recaer preferentemente entre aquellas personas que hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica».

Pareciere ser que con tales prescripciones constitucionales sería suficiente considerar como satisfecho este criterio. No obstante, es de enfatizarse que los méritos personales y las capacidades profesionales tendrían que basarse en criterios objetivos y preferentemente evaluados por un órgano técnico o especializado.

En nuestro caso, contamos con el Consejo de la Judicatura Federal, que tiene a su cargo, entre otras, la importante función de examinar objetiva y exhaustivamente la designación de las personas que integran la judicatura federal, a excepción de aquellas que han de ocupar el cargo de ministro de la Suprema Corte.

En cambio, estas últimas son designadas por el Senado de la República, un órgano eminentemente político y que, por la naturaleza de las decisiones que toma, no garantiza de manera alguna la objetividad en la búsqueda de los méritos y capacidades exigidas. Además, quien propone las ternas de candidatos al cargo es el presidente de la República, pero en tal labor no está constreñida por norma alguna que limite la amplísima esfera de discrecionalidad con la que cuenta.

c) Nombramientos a cargo de órganos políticos. Respecto de los procesos de selección y nombramiento de miembros de las altas cortes, existe una tendencia en nuestra región consistente en la participación directa de órganos del Estado en ellos -a esta práctica se le ha denominado «nombramientos políticos».  Como adelantado, el modelo mexicano no es la excepción: intervienen directamente el ejecutivo, integrando la terna de candidatos, y el Senado, encargado de la designación.

La idoneidad de los nombramientos políticos ha sido cuestionada por distintos órganos internacionales. El Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la independencia de los magistrados y abogados ha señalado el riesgo de politización que supone la participación del poder legislativo, así como el peligro para la protección de los derechos humanos que podría implicar la intervención del ejecutivo. Igualmente, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha estimado que la propia naturaleza de las autoridades políticas puede –aunque no necesariamente- representar riesgos para la independencia de los operadores jurídicos designados por órganos políticos.

Aunque es cierto que con la participación directa de los órganos políticos se aumentan los riesgos de politización, en realidad, lo que cabría criticar es, en todo caso, la falta absoluta de garantías efectivas y suficientes que aseguren, con independencia del tipo de órganos intervinientes, que los nombramientos no se basan exclusivamente en razones políticas, más que meritocráticas.

d) Publicidad y trasparencia. Como último criterio, hay que indicar que el proceso de selección y designación de ministros en México está completamente cerrado a cualquier tipo de participación de la sociedad civil, desde el escrutinio público hasta la posibilidad de impugnación de candidatos. Este es un factor que aumenta la discrecionalidad de los poderes políticos intervinientes, sobre todo del ejecutivo e implica el riesgo de que la selección obedezca a intereses de poderes institucionales o de facto, en lugar de corresponder a la competencia y aptitudes de cierta persona para ocupar el puesto.

De todo lo hasta aquí mencionado se hace evidente, de acuerdo con los estándares y buenas prácticas internacionales, la necesidad urgente de revisar y, eventualmente, reformular nuestro actual procedimiento de selección y designación de personas para ocupar el cargo de ministro de la Suprema Corte, si queremos ofrecer garantías de la independencia e imparcialidad del tribunal de más alta jerarquía en el país, que son, a su vez, algunas de las garantías del derecho de acceso a la justicia.

En sí, se podrían buscar opciones que logren garantizar procedimientos objetivos e imparciales.

Se puede pensar, por ejemplo, en trasferir estos procedimientos a la competencia del Consejo de la Judicatura Federal, como órgano técnico e imparcial que evalúe objetivamente, sin discriminación, los méritos y las capacidades de los candidatos, incluso a través de exámenes o concursos de oposición; también, y como aspecto fundamental para garantizar la legitimidad de los nombramientos, se podría sopesar la necesidad de incluir, durante los procedimientos de selección, audiencias o entrevistas públicas, adecuadamente preparadas, en que la ciudadanía, las organizaciones no gubernamentales y otros interesados tuvieran la posibilidad de conocer los criterios de selección, así como impugnar a los candidatos y expresar sus inquietudes o su apoyo. Estas dos alternativas facilitarían el cumplimiento del deber de toda autoridad pública de motivar suficientemente su actuar, al exteriorizar la justificación razonada de sus decisiones, lo que le otorga credibilidad en el marco de una sociedad democrática.

Sin embargo, queremos dejar en claro que los órganos internacionales no imponen la obligación de tener un determinado modelo de selección y designación de los integrantes de los tribunales de la más alta jerarquía. Así, lo que en realidad nos debe ocupar es que los procedimientos que se escojan acoten los altos grados de discrecionalidad actuales, impidiendo que degeneren en arbitrariedad o en mera politización en detrimento de la independencia del poder judicial cuya principal función es garantizar los derechos de todas las personas, más allá de una determinada agenda legislativa o de los intereses de un gobierno.





Carolina Garza Elizondo. Pasante Jurídica en el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), Washington, D.C.

Gerardo Mata Quintero. Estudiante de la Maestría en Derechos Humanos de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Autónoma de Coahuila.