martes, 24 de noviembre de 2015

Jueces, privilegios y legitimidad para administrar justicia

 ¿Son los jueces y demás funcionarios judiciales unos  privilegiados dentro de nuestra sociedad? En caso que lo  sean, ¿tienen legitimidad moral para administrar justicia  sobre aquellos que, en buena medida, son víctimas de la  injusticia estructural de la que los jueces se benefician?  ¿No podría decirle el excluido: “tú no tienes derecho a  juzgarme”?

 El punto es que, al menos prima facie, parece haber una  profunda contradicción entre ser beneficiario de un  sistema social injusto y pretender, desde ese lugar,  juzgar y administrar justicia sobre los que están del lado  de los perjudicados por ese sistema.

Nuestra intuición es que los jueces son de hecho unos privilegiados y que ello los invalida moralmente para ordenar que se aplique la fuerza pública sobre las víctimas de la injusticia estructural.

Van algunos argumentos a favor de ambas cosas, y algunas objeciones posibles. Aquí nada es concluyente de modo que esto es una invitación a los que les interese a sumarse al debate: igual y entre todos arrojamos un poco de luz sobre el tema.

En primer lugar, está la cuestión de si los jueces y demás funcionarios son unos privilegiados.

Definitivamente, no son los que más ganan en nuestra sociedad. Además muchos ganamos muy por arriba del nivel de pobreza. Entonces, ¿cada uno de los que gana por arriba de esa línea es un privilegiado? Sin duda, en un sentido lo somos, al menos desde el punto de vista del que tiene ingresos por debajo de ese nivel. Pero si bien es necesario que la mayoría de nosotros tomemos conciencia de que, desde tal perspectiva, somos privilegiados y nos hagamos cargo de las responsabilidades morales que eso implica; es necesario a su vez establecer un estándar objetivo que excluya de las consecuencias morales que implica ser privilegiado a una buena parte de los que meramente están por encima de la línea de pobreza.

¿Qué significa ser un privilegiado? ¿Qué criterio podríamos construir para decidir a partir de qué nivel de ingresos sé es un privilegiado? Sobre esto hay un vasta literatura. Por el momento, no obstante, nos quedamos con lo que podamos pensar nosotros mismos.

Tal vez podríamos llamar económicamente privilegiados a aquellos que ganan más del promedio de ingresos en la sociedad en cuestión. Este criterio habría que corregirlo usando algo así como el principio de la diferencia de Rawls: las mayores remuneraciones están justificadas en la medida en que tiendan a favorecer a los que están peor en la escala social. Está bueno que un juez o un neurocirujano, por ejemplo, gane un poco más que el promedio, en la medida en que eso va a incentivar a que haya jueces y neurocirujanos, y esto a la vez va a redundar en beneficio de todos y, en particular, de los que menos tienen.

Bien, suponiendo que algo así es un criterio de privilegio, nuestra intuición (y esta afirmación exige una justificación mucho más profunda que rebasa los alcances de este texto) es que los jueces no sólo ganan por arriba del promedio social sino que ganan incluso más que lo que el principio de la diferencia puede justificar.

Un juez de Cámara de Córdoba, Argentina, gana cerca de 100 mil pesos argentinos, es decir, aproximadamente 10 mil dólares al cambio oficial, por mes. En México, por su parte, el presidente de la Suprema Corte tiene ingresos que ascienden a los 25 mil dólares mensuales, y los Magistrados de Circuito cerca de 15 mil dólares al mes.

¿Qué consecuencias morales se siguen de que un juez sea un privilegiado? Es común afirmar que el derecho incluye necesariamente una pretensión de corrección, de justicia. No es que sea justo, pero al menos pretende serlo en las democracias constitucionales. El juez debe aplicar el derecho con una idea de justicia en mente, debe resolver los casos a los que se enfrenta de tal modo que su interpretación del derecho lo muestre en su mejor luz moral. El derecho en su mejor luz moral necesariamente debe ser una herramienta que nos lleve a una sociedad donde reine la justicia distributiva. Pongámoslo en los términos menos exigentes posibles: en tal sociedad al menos no deben prevalecer diferencias distributivas aberrantes.

Pero justamente, las diferencias del salario de nuestros jueces en relación al de la mayoría de los ciudadanos son o parecen ser aberrantes –al menos en ausencia de un argumento muy fuerte en contrario. Se sigue que un juez deudor de una injusticia estructural tal que lo pone en esa situación (acá estamos hablando de cuestiones estructurales, no de si tal o cual juez es una buena o mala persona) no está en condiciones de interpretar el derecho como debe ser interpretado, como una herramienta que nos permita acercarnos cada día un poco más a una sociedad justa. Simplemente sus intereses de clase le impondrán unas anteojeras que resultan en que la neutralidad le sea inaccesible.

Además pareciera que el usuario típico del sistema de justicia, sobre todo el imputado en una causa penal, siempre estaría en condiciones de interpelar al juez privilegiado: “yo estoy en la posición desaventajada en la que estoy, con todas las consecuencias que eso conlleva (violencia, desnutrición, falta de acceso a la cultura, etc.) justamente porque usted, señor juez, y gente como usted, está en la posición en la que está. Si cometí un delito, ello en parte tiene que ver con ese contexto. Sí, soy un sujeto libre y nadie me torció la mano, pero lo que hice, lo hice en un contexto que se explica en parte por el suyo. Yo cometí una injusticia puntual, un acto injusto. Pero usted, señor juez, sostiene con sus prácticas un sistema estructuralmente injusto. ¿Quién merece mayor reproche?”

Argumentos en contra: una concepción positivista del derecho. Si el derecho es un conjunto de normas y nada más que de normas, entonces, al menos en los casos claros, los jueces cumplen acabadamente su rol aplicando esas normas. No se requiere que sean sujetos moralmente solventes.

El problema es que hay casos difíciles. Y si bien es cierto, como afirma Guastini, que “cuando se habla de razonamiento jurídico, casi siempre se hace referencia al razonamiento del juez, que se presenta, por tanto, como razonamiento jurídico por antonomasia”, o incluso que “entre los diferentes operadores jurídicos, los jueces son ciertamente quienes han desarrollado unos hábitos argumentativos más depurados”, también lo es que nuestros juzgadores siguen anclados a una concepción formalista y fundamentalmente legalista y apolítica del derecho. Al abrazar la idea de que existe un modo especial de razonamiento en el que es posible distinguir tajantemente entre derecho y moral y política, se sigue utilizando al derecho como una herramienta que cumple, básica aunque encubiertamente, una función persuasiva y hegemónica.

De tal manera que los jueces y funcionarios judiciales se convierten en los encargados de conservar y reproducir los beneficios que reporta a toda la clase privilegiada la existencia de una estructura social injusta. Así, los jueces evitan comprometerse con la transformación de su realidad social, perpetuando arcaicos modelos de adjudicación donde la ley, el código o la norma, tienen la última palabra. Esto les permite inmunizarse frente a cualquier crítica moral: su tarea es meramente aplicar la ley al caso concreto. Pero el caso es que esta estrategia les impide ser congruentes y sinceros consigo mismos, y con el rol que deben cumplir dentro del sistema: interpretar el derecho en su mejor luz moral.

Algo más: parece que los mismos jueces deberían estar interesados y luchar por dejar de ser unos privilegiados. Salir de ese estatus moral tan incómodo en que los pone la injusticia estructural de la cual son deudores, es algo que va en su propio interés como sujetos morales.




Juan Iosa. Profesor de filosofía del derecho en la Universidad Nacional de Córdoba, investigador de Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y de la Universidad Empresarial Siglo 21

Juan J. Garza Onofre. Profesor e investigador de la Facultad Libre de Derecho de Monterrey