¿Son los jueces y demás
funcionarios judiciales unos privilegiados dentro de nuestra sociedad? En
caso que lo sean, ¿tienen legitimidad moral para administrar justicia sobre aquellos
que, en buena medida, son víctimas de la injusticia estructural de la que los
jueces se benefician? ¿No podría decirle el excluido: “tú no tienes derecho a juzgarme”?
El punto es que, al menos prima
facie, parece haber una profunda contradicción entre ser beneficiario de un sistema social injusto y pretender, desde ese lugar, juzgar y administrar
justicia sobre los que están del lado de los perjudicados por ese sistema.
Nuestra intuición es que los jueces son de hecho unos privilegiados y que ello los invalida moralmente para ordenar que se aplique la fuerza pública sobre las víctimas de la injusticia estructural.
Van algunos argumentos a
favor de ambas cosas, y algunas objeciones posibles. Aquí nada es concluyente
de modo que esto es una invitación a los que les interese a sumarse al debate:
igual y entre todos arrojamos un poco de luz sobre el tema.
En primer lugar, está la
cuestión de si los jueces y demás funcionarios son unos privilegiados.
Definitivamente, no son los que más ganan en nuestra sociedad. Además muchos
ganamos muy por arriba del nivel de pobreza. Entonces, ¿cada uno de los que
gana por arriba de esa línea es un privilegiado? Sin duda, en un sentido lo
somos, al menos desde el punto de vista del que tiene ingresos por debajo de
ese nivel. Pero si bien es necesario que la mayoría de nosotros tomemos
conciencia de que, desde tal perspectiva, somos privilegiados y nos hagamos
cargo de las responsabilidades morales que eso implica; es necesario a su vez
establecer un estándar objetivo que excluya de las consecuencias morales que
implica ser privilegiado a una buena parte de los que meramente están por
encima de la línea de pobreza.
¿Qué significa ser un
privilegiado? ¿Qué criterio podríamos construir para decidir a partir de qué
nivel de ingresos sé es un privilegiado? Sobre esto hay un vasta literatura.
Por el momento, no obstante, nos quedamos con lo que podamos pensar nosotros
mismos.
Tal vez podríamos llamar
económicamente privilegiados a aquellos que ganan más del promedio de ingresos
en la sociedad en cuestión. Este criterio habría que corregirlo usando algo así
como el principio de la diferencia de Rawls: las mayores remuneraciones están
justificadas en la medida en que tiendan a favorecer a los que están peor en la
escala social. Está bueno que un juez o un neurocirujano, por ejemplo, gane un
poco más que el promedio, en la medida en que eso va a incentivar a que haya
jueces y neurocirujanos, y esto a la vez va a redundar en beneficio de todos y,
en particular, de los que menos tienen.
Bien, suponiendo que algo
así es un criterio de privilegio, nuestra intuición (y esta afirmación exige
una justificación mucho más profunda que rebasa los alcances de este texto) es
que los jueces no sólo ganan por arriba del promedio social sino que ganan
incluso más que lo que el principio de la diferencia puede justificar.
Un juez de Cámara de
Córdoba, Argentina, gana cerca de 100 mil pesos argentinos, es decir,
aproximadamente 10 mil dólares al cambio oficial, por mes. En México, por su
parte, el presidente de la Suprema Corte tiene ingresos que ascienden a los 25
mil dólares mensuales, y los Magistrados de Circuito cerca de 15 mil dólares al
mes.
¿Qué consecuencias morales
se siguen de que un juez sea un privilegiado? Es común afirmar que el derecho
incluye necesariamente una pretensión de corrección, de justicia. No es que sea
justo, pero al menos pretende serlo en las democracias constitucionales. El
juez debe aplicar el derecho con una idea de justicia en mente, debe resolver
los casos a los que se enfrenta de tal modo que su interpretación del derecho
lo muestre en su mejor luz moral. El derecho en su mejor luz moral
necesariamente debe ser una herramienta que nos lleve a una sociedad donde
reine la justicia distributiva. Pongámoslo en los términos menos exigentes
posibles: en tal sociedad al menos no deben prevalecer diferencias
distributivas aberrantes.
Pero justamente, las
diferencias del salario de nuestros jueces en relación al de la mayoría de los
ciudadanos son o parecen ser aberrantes –al menos en ausencia de un argumento
muy fuerte en contrario. Se sigue que un juez deudor de una injusticia
estructural tal que lo pone en esa situación (acá estamos hablando de
cuestiones estructurales, no de si tal o cual juez es una buena o mala persona)
no está en condiciones de interpretar el derecho como debe ser interpretado,
como una herramienta que nos permita acercarnos cada día un poco más a una
sociedad justa. Simplemente sus intereses de clase le impondrán unas anteojeras
que resultan en que la neutralidad le sea inaccesible.
Además pareciera que el
usuario típico del sistema de justicia, sobre todo el imputado en una causa
penal, siempre estaría en condiciones de interpelar al juez privilegiado: “yo
estoy en la posición desaventajada en la que estoy, con todas las consecuencias
que eso conlleva (violencia, desnutrición, falta de acceso a la cultura, etc.)
justamente porque usted, señor juez, y gente como usted, está en la posición en
la que está. Si cometí un delito, ello en parte tiene que ver con ese contexto.
Sí, soy un sujeto libre y nadie me torció la mano, pero lo que hice, lo hice en
un contexto que se explica en parte por el suyo. Yo cometí una injusticia
puntual, un acto injusto. Pero usted, señor juez, sostiene con sus prácticas un
sistema estructuralmente injusto. ¿Quién merece mayor reproche?”
Argumentos en contra: una
concepción positivista del derecho. Si el derecho es un conjunto de normas y
nada más que de normas, entonces, al menos en los casos claros, los jueces
cumplen acabadamente su rol aplicando esas normas. No se requiere que sean
sujetos moralmente solventes.
El problema es que hay casos difíciles. Y si bien es
cierto, como afirma Guastini, que “cuando se habla de razonamiento jurídico,
casi siempre se hace referencia al razonamiento del juez, que se presenta, por
tanto, como razonamiento jurídico por antonomasia”, o incluso que “entre los
diferentes operadores jurídicos, los jueces son ciertamente quienes han
desarrollado unos hábitos argumentativos más depurados”, también lo es que
nuestros juzgadores siguen anclados a una concepción formalista y
fundamentalmente legalista y apolítica del derecho. Al abrazar la idea de que
existe un modo especial de razonamiento en el que es posible distinguir
tajantemente entre derecho y moral y política, se sigue utilizando al derecho
como una herramienta que cumple, básica aunque encubiertamente, una función
persuasiva y hegemónica.
De tal manera que los jueces y funcionarios judiciales
se convierten en los encargados de conservar y reproducir los beneficios que
reporta a toda la clase privilegiada la existencia de una estructura social
injusta. Así, los jueces evitan comprometerse con la transformación de su
realidad social, perpetuando arcaicos modelos de adjudicación donde la ley, el
código o la norma, tienen la última palabra. Esto les permite inmunizarse
frente a cualquier crítica moral: su tarea es meramente aplicar la ley al caso
concreto. Pero el caso es que esta estrategia les impide ser congruentes y
sinceros consigo mismos, y con el rol que deben cumplir dentro del sistema:
interpretar el derecho en su mejor luz moral.
Algo más: parece que los
mismos jueces deberían estar interesados y luchar por dejar de ser unos
privilegiados. Salir de ese estatus moral tan incómodo en que los pone la
injusticia estructural de la cual son deudores, es algo que va en su propio
interés como sujetos morales.
Juan Iosa. Profesor de
filosofía del derecho en la Universidad Nacional de Córdoba, investigador de
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y de la
Universidad Empresarial Siglo 21
Juan J. Garza Onofre.
Profesor e investigador de la Facultad Libre de Derecho de Monterrey