Finalmente, el presidente
Peña Nieto envió al Senado de la República las dos ternas para sustituir los
ministros de la Suprema Corte de Justicia que están a días de concluir su
encargo: Olga Sánchez Cordero y Juan Silva Meza, quienes son los dos últimos
integrantes del máximo tribunal de la generación que resultó de la reforma de
1995. Con su salida, la Corte cumple un ciclo de su historia y se consolida
como tribunal constitucional.
Desde su transformación
hace 20 años, la Suprema Corte ha jugado un papel positivo para la construcción
del Estado de derecho del que México ha adolecido a lo largo de su historia.
Sus fallos, si bien frecuentemente controvertidos, han mostrado una
independencia respecto al Ejecutivo federal antes desconocida.
Esa autonomía —que la ha llevado ya en varias ocasiones a sentencias contrarias a la opinión presidencial en temas cruciales como el aborto, el matrimonio igualitario o, recientemente, la mariguana— han contribuido a una gradual legitimación del Poder Judicial, aunque todavía estemos lejos de contar con una judicatura reconocida por la sociedad como un poder autónomo e imparcial, al que se puede recurrir con facilidad para dirimir controversias y obtener justicia.
La consolidación del
sistema judicial es una condición indispensable para que México deje atrás el orden
social de acceso limitado que ha caracterizado a su Estado desde su etapa
formativa y dé el paso definitivo hacia un orden social de acceso abierto, con
mejores condiciones para lograr un crecimiento sostenido y atemperar su secular
desigualdad. Si bien ese proceso no se agota en la independencia de la Suprema
Corte —pues debe abarcar a todos los tribunales y juzgados, tanto del fuero
común como del orden federal— entre más sea socialmente reconocida ésta como un
tribunal profesional, técnicamente capacitado, sin sujeción a intereses
particulares y honrado, más fácil será recuperar la confianza general en el
papel de los jueces.
De ahí la importancia del
proceso de nombramiento de los ministros. El papel de la Suprema Corte como
cabeza del Poder Judicial de la Federación y como tribunal de
constitucionalidad le da al nombramiento de sus integrantes una relevancia que
no tuvo en el pasado, cuando la dominancia de la presidencia de la República
hacía que la integración del máximo tribunal fuera uno más de los atributos del
ejecutivo omnímodo. Hoy, en cambio, cada posición en la Corte tiene un valor
enorme, de ahí que la primera intención de los políticos sea colonizarla con
representantes de sus intereses particulares y que, a pesar del papel
primordial que tiene el presidente de la República en la selección de los
candidatos, cada designación sea resultado de un complejo proceso de
negociación e intercambios políticos.
La novedad en las
designaciones por venir radica en que la deliberación sobre las candidaturas se
ha vuelto pública, con lo que se ha elevado sustancialmente el nivel de
exigencia sobre los candidatos y el escrutinio de sus perfiles se ha vuelto
minucioso. El proceso que llevó al nombramiento de Eduardo Medina Mora provocó
que grupos relevantes de la sociedad civil se involucraran y opinaran, y que
esos mismos sectores estuvieran alertas para restringir la arbitrariedad
política en un proceso que de origen está marcado por el carácter político de
las instancias de nominación y decisión.
La preselección de los
candidatos se hace en una caja negra —presidente de la República y su consejero
jurídico— que, sin embargo, tuvo que considerar la resistencia de diversas
corrientes de opinión que se manifestaron en contra de una designación con
claro sesgo partidista o de complicidad. Así, el candidato que se perfilaba
como el ungido de Los Pinos fue apeado de la posible candidatura y tuvo que
volver al Senado del que se había separado con licencia como subterfugio para
ser elegido como ministro de la Corte.
Las ternas finalmente
presentadas por el presidente de la República se cuidaron de tener un sesgo
partidista tan conspicuo; sin embargo, al menos en un caso, el de Alejandro
Jaime Gómez Sánchez, sí se incurrió en la designación de un válido integrante
del propio grupo de relaciones de reciprocidad. Los méritos profesionales del
Procurador General de Justicia del estado de México para estar en la terna de
varones presentada por el ejecutivo son, al menos, dudosos y su inclusión
responde más a la lealtad política esperable de él que a su trayectoria como
jurista o funcionario público.
Sin duda, la protección
irrestricta de los derechos humanos es una de las obligaciones centrales de un
ministro de la Suprema Corte, por lo que el escrutinio público se debe enfocar
en revisar con detalle el compromiso de los candidatos con este ámbito tan
relevante y tan sensible en las circunstancias actuales del país. La
trayectoria de Alejandro Jaime Gómez muestra una seria mancha al respecto, pues
ya era Procurador cuando ocurrieron los acontecimientos de Tlatlaya.
La
actuación de la Procuraduría de Justicia del estado de México fue objeto de
esta recomendación emitida
por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la cual —después de narrar
actuaciones que pueden ser consideradas al menos como negligencia, por la
tardanza en la llegada a la escena, pues no hay que olvidar que los agentes
ministeriales tardaron más de seis horas en personarse en el lugar de los
hechos— considera en el párrafo 353 del documento que “la actuación del
personal ministerial adscrito a la Procuraduría General de Justicia del Estado
de México que estuvo presente el día de los hechos en la bodega, también
transgredió los derechos humanos de las víctimas indirectas del caso, al no
tomar medidas adecuadas para preservar el lugar de los hechos”. El responsable
de la actuación de los agentes ministeriales es, en última instancia el
Procurador.
Pero éste no sólo fue
negligente respecto a la actuación de sus agentes, sino que incurrió en un
presunto delito de encubrimiento cuando declaró, al hacerse públicas las
presuntas ejecuciones extrajudiciales, que “no hay evidencias para suponer que
las 22 personas que perdieron la vida por disparos de miembros del Ejército
Mexicano, registrados el 30 de junio en el poblado Cuadrilla Nueva del
municipio de Tlatlaya, hayan sido ejecutadas o fusiladas como algún medio de
comunicación lo refirió” y se explayó en defensa de la versión del enfrentamiento como
única causa de las muertes en el lugar, lo que ha sido ya desmentido con
pruebas que han llevado a procesar a varios militares.
La actuación del
funcionario tampoco ha sido demasiado diligente para enfrentar la crisis de
feminicidios que enfrenta su estado. ¿Es de esperarse que un funcionario con
ese desempeño pueda cumplir con el principio de integridad establecido en los Principios de Bangalore sobre la
conducta judicial, que establecen que un juez deberá asegurarse de
que su conducta está por encima de cualquier reproche a los ojos de un
observador razonable?
Otro de los integrantes de
la terna, Álvaro Castro Estrada, no parece un candidato idóneo para defender el
principio de laicidad del Estado establecido en el artículo 24 constitucional,
pues ostenta que
“en 2007 recibió la Condecoración del Orden Ecuestre de San Gregorio Magno en
el Grado de Conmmendatore otorgada por el Papa Benedicto XVI”.
Así, el candidato que
mayores méritos muestra por su formación académica, su trayectoria como
funcionario es Javier Laynez Potisek, ex Procurador Fiscal de la Federación y
actual magistrado del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa.
La primera terna, formada
exclusivamente por mujeres, es menos controversial. En ella se incluyó a tres
integrantes de carrera judicial: dos magistradas de circuito y una magistrada
del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal con antecedentes en el
Poder Judicial Federal.
Con todo, hay detalles en la trayectoria publicada de
Verónica Judith Sánchez Valle que deben ser objeto de un análisis muy cuidadoso
por parte del Senado, ya que fue acusada por la Procuraduría General de la
República de supuestos delitos contra la administración de justicia y ha
recibido sanciones disciplinarias por parte del Consejo de la Judicatura
Federal. Esto si bien no la inhabilita para ocupar el cargo, pues fue exonerada
del delito, si opaca su trayectoria y ponen en duda que cumpla con el principio
de corrección del documento de Bangalore, el cual establece que un juez evitará
la incorrección y la apariencia de incorrección en todas sus actividades. Las
trayectorias de las otras dos candidatas, Sara Patricia Orea Ochoa y Norma
Lucía Piña Hernández, parecen a primera vista adecuadas para ocupar el cargo.
Debe ser ahora el Senado
el que valore a profundidad los méritos y defectos de cada uno de los
postulados, en un proceso donde debe imperar el principio de máxima publicidad
y que debe incluir una auscultación pública donde se escuchen las voces de la
sociedad sobre las candidaturas. Ya que el proceso de nombramiento de ministros
establecido en la Constitución no cumple plenamente con los Lineamientos para una selección de
integrantes de altas cortes de carácter transparente y basada en méritos,
recomendados por la Due Process of Law Foundation. Bien haría, en este sentido,
el Senado de la República en retomar los elementos más relevantes de éstos para
incluirlos en su proceso de análisis de las ternas.
La legitimidad plena de
los nombramientos va a depender, en buena medida, del trabajo y la
responsabilidad de los senadores. Es de esperarse que al menos se les exija a
cada uno de los aspirantes la presentación bajo protesta de una declaración de
conflicto de intereses, pues tal como lo plantean tanto los Principios de
Bangalore como los Lineamientos de la Due Process of Law Foudation, una de las
garantías del comportamiento independiente de un juez radica en su autonomía
frente a los grupos de presión y los intereses económicos y políticos. En ello
se juega México la posibilidad de construir un auténtico orden legal
democrático plenamente aceptado por la sociedad.
Jorge Javier Romero. Profesor-investigador
de la UAM Xochimilco.