El Tribunal Europeo de
Derechos Humanos ha dictado una sentencia de enorme importancia, con relación
al derecho a una muerte digna, en un caso especialmente complejo. Es de
recordarse que las resoluciones de ese tribunal, además de resolver un litigio,
marcan pautas que deben seguir los estados adscritos al sistema europeo de derechos humanos.
Vincent Lambert, enfermero
francés de 38 años, quedó tetrapléjico y en estado vegetativo en un accidente
de motocicleta ocurrido en 2008. Se le mantenía vivo con hidratación y
alimentación parenteral en el hospital universitario de Reims.
La retirada de soportes vitales es ahora una práctica plenamente aprobada cuando el enfermo está en fase terminal. La doctrina médica ha evolucionado en pocos años: de considerar un deber profesional prolongar la vida del paciente todo lo posible, incluso si se le provocaba sufrimiento y no había expectativas de restablecimiento, a estimar que esa actitud es encarnizamiento terapéutico y, por tanto, una mala práctica. La complejidad en el caso de Vincent estaba en que no había esperanza alguna de recuperación, pero el paciente no estaba en fase terminal.
Hace tres años, el jefe de
cuidados intensivos del hospital decidió la interrupción del tratamiento.
Previamente había consultado a seis médicos, tres de ellos externos, así como a
la esposa y a seis de los ocho hermanos del paciente, quienes aseguraron que
Lambert, antes de accidentarse, había externado su deseo de que en caso de
grave discapacidad no se le prolongara la vida artificialmente.
No obstante, los padres,
una hermana y un cuñado de Vincent objetaron la decisión y lograron suspender
la acción de los médicos. El Consejo de Estado francés resolvió que la decisión
objetada era legal. Los inconformes recurrieron a la última instancia: el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
La resolución del Tribunal
era esperada con enorme expectación. La sentencia no fue unánime: los jueces
dieron la razón a Francia por doce votos contra cinco. La ley francesa prohíbe
el encarnizamiento terapéutico en el supuesto de enfermedad irreversible y, en
consecuencia, autoriza el cese de los cuidados que mantengan con vida al
paciente de manera artificial contra su voluntad.
El problema radicaba en
que el paciente estaba imposibilitado desde el momento del accidente a expresar
voluntad alguna y, salvo los testimonios de su cónyuge y seis de sus hermanos,
no había pruebas de que antes del momento en que quedó en estado vegetativo
hubiera externado que no quería las resoluciones de ese tribunal, por lo que en
tal situación se le alargara artificiosamente la vida.
El dilema era difícil dado
que Lambert, como quedó dicho, no se encontraba en fase terminal. Si hubiera
elaborado y registrado un testamento vital expresando de manera inequívoca su
elección en el supuesto de no estar en condiciones de decidir, ese dilema no
hubiera tenido lugar. Tal testamento, como el que se puede hacer en la Ciudad
de México, asegura que los médicos actúen de acuerdo con la voluntad del
paciente y evita que la familia se enfrente en un asunto tan delicado.
Sin tal documento y ante
las posiciones irreconciliables de los familiares, la decisión quedaba en manos
de los médicos. ¿Cuál era la opción éticamente más aceptable de las
resoluciones de ese tribunal? ¿Es auténtica vida humana —en el sentido
espiritual, intelectual, afectivo, es decir en el sentido que nos define como
seres humanos más allá de lo meramente biológico— una existencia reducida a
funciones vitales básicas inconscientes? Héctor Aguilar Camín señala que
quienes se han encontrado en tal condición “podrían haber tenido una muerte
mejor si el médico y los parientes hubieran aceptado la realidad y hubieran
dejado que su muerto en vida se muriera de su propia muerte, sin prolongar esa
falsa forma de vida” (Nexos, junio de 2015).
La muerte de un ser
querido, aunque sepamos por la estadística que todos tenemos la mala costumbre
de morir —¡Borges!—, es algo inaceptable, pero no es lo peor. Cuando nada puede
hacerse para rescatarlo del Hades y su agonía infinita es sólo fuente de
sufrimiento para quienes lo quieren, y para él mismo si está consciente, el mal
menor es ayudarlo a bien morir, a morir lo más humanamente posible.
Luis de la Barreda
Solórzano
Coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM