miércoles, 23 de diciembre de 2015

La opresión que no cuenta o la resistencia a los derechos de los animales

 Hace algunas semanas, me encontraba en una  reunión organizada con motivo de la celebración del  cumpleaños de una amiga de la universidad. Salí al  balcón, donde se encontraban otros invitados  congregados, algunos fumando, otros conversando.  Entonces, me integré a la charla, que pronto se  convirtió en un debate. Se trataba del movimiento  social dedicado a exigir el respeto y la defensa de los  derechos de los animales. Comenzamos a hablar del  abuso tan espeluznante que sufren los perros y gatos  callejeros, sobre todo en las periferias y  comunidades más pobres de la Cuidad de México                                                                     (dónde abundan).


Los partícipes del debate se escalofriaban ante las escenas que se contaban, como parte de este abuso. En ese momento -y como buena promotora de un Estado y una sociedad responsable ante todos quienes la integran, incluyendo a los animales- lamenté la manera en que actúa el gobierno mexicano –sobre todo, aquellas en donde gobierna “la izquierda”– en torno al problema de la sobrepoblación canina y felina y, en muchos sentidos, a la protección de los animales.

Mencioné que siendo éste un problema de salud pública, además, el gobierno se limita a enviar a las perreras o antirrábicos a atrapar, de la manera más violenta e indigna, a los animales que se encuentran en situación de calle. A patadas, múltiples golpes, jaloneos e insultos suben a los perros (en su mayoría) al camión para llevarlos a los centros de control canino y fauna nociva, su nombre oficial. En general, todo esto se lleva a cabo a plena luz del día y a la vista de niñas y niños.

Asimismo, comenté a los invitados de la fiesta que participaban en el diálogo, lo mucho que me indigna que en esto gasten recursos públicos y no en campañas masivas de esterilización. A saber que la mayoría de las campañas que sí se organizan, son realizadas por diversas asociaciones comprometidas con el tema, así como por los habitantes de las zonas más desfavorecidas, por lo menos, de esta Ciudad. Como consecuencia de mi comentario, uno de los interlocutores saltó en desacuerdo y afirmó que el bienestar de los animales era mucho menos relevante que las necesidades humanas. Siguió diciendo que, primero teníamos que ver por nuestra especie y, una vez, completamente cubiertas nuestras necesidades, podríamos entonces preocuparnos por un animal.

La anterior, es una aseveración a la que están acostumbrados escuchar los activistas que defienden la idea de que los animales tienen derechos que se deben de respetar y proteger. Mi principal reacción ante ella es preguntarme lo siguiente: ¿qué justifica que los humanos sientan una superioridad incuestionable frente a las demás especies conscientes que comparten este planeta con nosotros? ¿Estos prejuicios se basan en el pensamiento de que las personas sufrimos más? Si es así, ¿qué hacemos frente a los estudios científicos que nos dicen que los animales no humanos, como los cerdos, las vacas y los perros (entre otros), tienen la inteligencia y consciencia de sí mismos de una niña o niño de dos a tres años? ¿Por ende, si un ser humano nacido tiene menores capacidades, implica que es meritorio de una menor protección de sus derechos? Si esto fuera así, el marco de los derechos humanos desprotegería a los niños, a los adolescentes y a las personas que sufren de alguna discapacidad mental o física. Sería una verdadera aberración.

Lo cierto es que el movimiento abolicionista de los derechos de los animales implica, invariablemente, un sacrificio en los hábitos más normalizados -en su mayoría mundanos- de los humanos. Es decir, los costos al beneficio propio son altos. El movimiento abolicionista y, por ende, el reconocimiento de los derechos de los animales, requiere que los dejemos de reducir como sirvientes de nuestra diversión, de nuestros placeres culinarios, de nuestra vestimenta, entre muchos otros. Los seres humanos hemos pasado los últimos siglos luchando por nuestros derechos, por la igualdad, por la justicia social y nos resistimos a reconocer que no nos encontramos solos en este planeta. Que lo compartimos con especies capaces de sufrir a causa de nuestras acciones.

En un artículo reciente, Mauricio García Villegas conmemora el trabajo de Michel de Montaigne, el gran pensador del renacimiento francés. Montaigne decía “que los humanos no somos superiores a los animales y que la idea de evadirnos de la condición animal es un orgullo estúpido y terco”. En este sentido, García Villegas cuestiona la supuesta superioridad del ser humano al resto de los animales en virtud de la destrucción que, como especie, hemos causado al planeta. Pues dice, si el ser humano fuera tan inteligente y capaz, ya habría reconocido la existencia de una hermandad con el reino animal. No sólo como una convicción moral necesaria, sino como una forma de prevenir la constante destrucción del planeta. García Villegas recuerda los motivos que Montaigne expresó detrás de la frase mencionada: los esfuerzos del humano por distinguirse como ser superior reflejan y profundizan la enorme desigualdad que prevalece entre nuestra misma especie.

La raza, el género, la nacionalidad y la clase socioeconómica –entre otras– son algunas de las principales fuentes de desigualdad que nacen a partir de esta creencia de que algunos deben gozar de alguna posición privilegiada. Los intereses de los que son superiores deben prevalecer, con motivo de cualquiera que sea la característica “sobresaliente” que poseen –como ser blancos, varones, de cierta nacionalidad y de un estrato socioeconómico elevado–, mientras que otros deben servirlos y cumplir con funciones construidas por aquellos en poder, que denigran y despojan de voluntad y capacidad a cualquiera que posee una característica arbitraria, menos valorada.

¿Por qué algunos están tan convencidos que el sufrimiento, maltrato y destrucción de los animales no tiene relevancia, o bien, es secundario a las exigencias humanas? En una de sus obras, la destacada feminista, Angela Harris, hace un análisis brillante sobre la conexión que existe entre el razonamiento racista y el especismo que somete a los animales no humanos como inferiores a las personas. Harris explica que olvidamos que los arreglos sociales que hoy subestimamos como naturales, normales y necesarios, han sido construidos histórica y socialmente. Los propietarios de los esclavos algún día pensaron que las personas negras superarían la separación de sus hijos, ya que no tenían la misma capacidad de sentir que los blancos. De esta forma, Harris urge que los grupos identitarios que fueron creados por prácticas represivas –como las personas negras– y los grupos dedicados a su defensa, se encuentren entre aquellos a quienes importa, con particular pasión, erradicar las formas de opresión que existen, sin importar contra quién o qué se dirigen.

Por su parte, Rodríguez Garavito finaliza un artículo sobre la falta de atención de las corrientes ideológicas de izquierda a los problemas que atañen a los animales, con una conversación que tuvo con el filósofo canadiense, Will Kymlicka. Los animales son “los grandes huérfanos de la izquierda”, dijo Kymlicka a Rodríguez Garavito. Sin embargo, me atrevo a reformular las palabras de este brillante filósofo para incorporar la actitud que he presenciado por parte de grupos defensores de los derechos humanos, de aquellos que proclaman la igualdad y la justicia. En particular, me parece que los animales son los grandes huérfanos del movimiento por la defensa, protección y promoción de los derechos humanos. Jeremy Bentham reconocía la compasión como un atributo necesario de todos los seres humanos, no como miembros de grupos sociales específicos –o de alguna especie–, sino como entes con almas. Ojalá que pronto los grupos de la sociedad civil y de la academia dedicados a los derechos humanos logren derribar las fronteras obsoletas que nos hacen pensar que somos superiores.





Jimena Suárez Ibarrola. Maestra en Derecho por la Universidad de California, Berkeley