El escrito sobre la
Propiedad y la Constitución de 1917 que halló, comentó y publicó José
Antonio Aguilar Rivera en el número de este mes de la revista Nexos es
un interesante -diríase que imprescindible- documento, pues hace descender a un
tema de lo más sustantivo la gran obsesión procesal de Emilio Rabasa
(1856-1930): la anti- legolatría. Además de que en cierta medida, compacta todo
el pensamiento jurídico del mayor de nuestros constitucionalistas.
Miguel S. Macedo, profesor
y legislador como Rabasa y con Rabasa, practicó con mejor fortuna que éste la
historia del derecho, esa vacuna “contra la sobrestimación de la ley actual”
que decía Rafael de Altamira, el gran maestro asturiano que en 1910 había
venido a dictar una par de conferencias a la Escuela de Jurisprudencia y que
terminaría, cosas de la vida, exiliado en México al paso de la Guerra Civil.
Haya sido o no escuchado en esa ocasión por nuestro ya consagrado escritor, no cabe duda de que para Rabasa, el autor de La Constitución y la dictadura y de una edulcorada saga histórica de México (su Evolución histórica criticada aun por sus discípulos más cercanos, si bien no exenta de perspectivas democratizadoras y vero-constitucionales) la historia, como quería el propio Altamira, inoculaba contra la idolatría de la ley y contra la falsa pretensión de que todo lo positivizado voluntaristamente por el legislador es mágica y necesariamente derecho. Nada mal para un positivista tildado en su momento de “científico”.
El argumento del escrito
es complejo, pero no complicado: la Constitución de 1857 había traducido mal el
precepto filadelfio (artículo 1º, sección 10ª) según el cual a los estados de
la Unión Americana les quedaba vedado expedir leyes ex post facto o
subversoras de las obligaciones derivadas de los contratos (concesiones
incluidas, se entiende).
Al eliminar la segunda parte y constreñirlo todo a la
prohibición general de leyes retroactivas, el constituyente liberal había
abierto las puertas a la vulneración de garantías (“derechos del hombre” se les
llamaba metafísicamente y sin perspectiva de género alguna) si es que ésta se
realizaba a través del propio texto de la ley fundamental (de aquella o de una
que, como la de 1917, venía a reformarla y a adicionarla sin formalmente
desconocer su vigencia), puesto que el juicio de amparo, nuestro único juicio
constitucional, resultaba improcedente contra los contenidos de la ley suprema.
Así podría ocurrir con el derecho de propiedad privada, tan defendido por los
hombres del 57 y tan vilipendiado por los del 17.
No hallamos en el ocurso
el gobierno congresional, que tanto preocupó a Lujambio, ni la causahabiencia
vergonzante en lo Ejecutivo, tan ponderada por Tena Ramírez. Están prefigurados
en cambio, y con singular perspicacia, el gobierno de los jueces y los
atentados contra su correcta y cabal operación.
Ya en El artículo 14,
quizá el mayor ensayo jurídico del novecientos mexicano, había Rabasa
diseccionado las garantías inmersas en el precepto consagrado al debido
procesamiento jurídico de las causas. Lo había hecho con maestría y sin
concesiones a una carta, la del 57, que ahora aparece, empero, como muy
superior a la de Querétaro en el punto atinente a la protección de la propiedad
privada: si el amparo poseía tantísimos defectos como los señalados por Rabasa
en su interpretación canónica, principalmente el de elevar a la categoría de
“derecho humano” la ridícula pretensión de aplicar exactamente la ley a cada
caso concreto, poseía cuando menos la virtud de amparar, de proteger a los
gobernados. Ahora, por culpa de la letra constituyente, ni siquiera teníamos
eso si nos referimos a la materia agraria y a los derechos reales constituidos
sobre el subsuelo anahuacense.
La prudencia de don Emilio
respecto al texto queretano contrastó siempre, como es célebre, con la
combatividad de Jorge Vera Estañol -su compañero en la fundación de la Libre de
Derecho y en el gobierno de Huerta-, quien tildó de “bolchevique” a la
Constitución del 17.
Y, sin embargo, de tal
prudencia, la nueva Constitución aparece en el ocurso como anticapitalista,
xenofóbica y “bóxer”. La referencia se entiende bien a principios del siglo XX:
como los bóxers chinos, los mexicanos pretendían acabar con la presencia
extranjera –y productiva- en un suelo patrio que parecía llamado a mejores
cosas.
Tiranos son los nuevos
dueños de la situación, parece decir el chiapaneco, y no su admirado general
Porfirio Díaz, ese héroe de guerra que había sido más bien un dictador
generador de nación al gobernar con el pretexto -nunca con la aplicación
efectiva- de una Constitución insensata. En cambio, para que la furia
revolucionaria pudiese llegar a donde tenía que llegar (la destrucción del
capital y, en particular, del capital extranjero) hubo de elevarse a rango
constitucional la posibilidad de violentar derechos individuales tales como la
garantía de irretroactividad y la subsistencia de las obligaciones
contractuales: el texto pseudo-constitucional y la tiranía. La ruina de la
casona, que novelaba por entonces otro senador porfirista, Esteban Maqueo
Castellanos.
Está claro que Rabasa no
entendió a la Revolución, y queda ahora delineada a la perfección la
trascendencia de la correspondencia del ilustre novelista con el antiguo
ministro Limantour, epistolario que escudriñó como pocos el recordado profesor
Charles Hale: Rabasa está escribiendo como abogado de empresas extranjeras y,
como tal, defiende intereses particulares. Pero lo pulcro de su argumento
jurídico queda incólume. De ahí que se agradezca que este importante escrito,
que lleva la forma de un desahogo de consulta, trascienda el “silencio público”
propio del “guardián de las instituciones” y del resignado velador del “orden
endeble” al que se ha referido Jesús Silva-Herzog Márquez. Este nuevo Rabasa,
al parecer no leído por Herrera y Tena, sus alumnos más próximos, no es el de
la prudencia exegética de los apuntes de cátedra, cuyos asertos nos dejaban tan
insatisfechos y nos decían tan poco. Es más bien el que señala la línea que, en
clave individualista y de “supervivencia del liberalismo porfiriano”, marcó el
derrotero de una escuela constitucional hasta llegar a Gustavo R. Velasco, el
último y solitario liberal, como lo ha llamado Aguilar Rivera.
Velasco, rector por
décadas de la escuela que fundó Rabasa, tradujo al castellano los papeles
de El Federalista que en su numeral XLIV, y de la mano de James
Madison, se hacen cargo de la prohibición de expedir leyes que menoscaben (no
simplemente que alteren) la fuerza vinculatoria de los contratos. Es pues
al propio Aguilar a quien debemos el rescate de la consulta y del desahogo que
nos ocupan, así como una renovada visión del consultado, tan frecuentemente
asociado a los excesos presidencialistas de 1917.
Resumiendo aunque tratando
de no reducir el argumento de don Emilio, digamos que el recurso de amparo no
serviría para contrarrestar el espíritu de una revolución que había elevado sus
acrimonias a nivel fundamental. Un viejo tema rabasiano, el del amparo como
casación y el de la “imposible tarea de la Corte”, aparece aquí como aparecerá
en la ponencia ante el Congreso Jurídico Nacional (1921) que reputábamos hasta
hoy como el más acabado producto de Rabasa en relación con la carta
constitucional de Querétaro. Si el máximo tribunal ha de estar integrado por
magistrados inamovibles y -al fin- independientes, lo ha de estar hasta 1923.
Más clara ni el agua: entre 1917 y 1923, con altos jueces que durarían en su
encargo cuando mucho cuatro años, la revolución se hallará precavida en contra
de interpretaciones científicas (nunca mejor dicho) que, garantizando derechos
humanos, pudieran poner en riesgo la dotación de tierras y la reivindicación
nacionalista del subsuelo patrio.
Hoy, que las sentencias de
una sala de la Suprema Corte (Rabasa alegaría brillantemente contra el
funcionamiento tribunalicio en secciones) echan a andar a todo el aparato
público del Estado mexicano trascendiendo poderes y temperamentos, las
advertencias del constitucionalista lucen, en efecto y así sea a contrario
sensu, pasmosamente actuales. Un Estado constitucional, parece decirnos, es
aquel en que ni siquiera la Constitución se da el lujo de violentar garantías
fundamentales. Ahora podemos estar ciertos de que el viejo rector chiapaneco no
celebraría el centenario de la Constitución sino a través de ejercicios
críticos: de crítica histórica, dogmática y sociológica, se entiende. ¡Cómo
vamos a extrañar durante el próximo bienio, en medio de brindis, soflamas y
alardes, la severidad y lucidez de su inigualable pluma!
Rafael Estrada Michel.
Profesor de historia del derecho; coautor de la obra “1857, Rabasa y otros
ensayos de historia y control constitucional” (Porrúa, 2011).