viernes, 15 de enero de 2016

Emilio Rabasa y la dictadura de la Constitución de 1917

 El escrito sobre la Propiedad y la Constitución de  1917 que halló, comentó y publicó José Antonio  Aguilar Rivera en el número de este mes de la  revista Nexos es un interesante -diríase que  imprescindible- documento, pues hace descender  a un tema de lo más sustantivo la gran obsesión  procesal de Emilio Rabasa (1856-1930): la anti-  legolatría. Además de que en cierta medida,  compacta todo el pensamiento jurídico del mayor  de nuestros constitucionalistas.

 Miguel S. Macedo, profesor y legislador como  Rabasa y con Rabasa, practicó con mejor fortuna  que éste la historia del derecho, esa vacuna  “contra la sobrestimación de la ley actual” que decía Rafael de Altamira, el gran maestro asturiano que en 1910 había venido a dictar una par de conferencias a la Escuela de Jurisprudencia y que terminaría, cosas de la vida, exiliado en México al paso de la Guerra Civil.

Haya sido o no escuchado en esa ocasión por nuestro ya consagrado escritor, no cabe duda de que para Rabasa, el autor de La Constitución y la dictadura y de una edulcorada saga histórica de México (su Evolución histórica criticada aun por sus discípulos más cercanos, si bien no exenta de perspectivas democratizadoras y vero-constitucionales) la historia, como quería el propio Altamira, inoculaba contra la idolatría de la ley y contra la falsa pretensión de que todo lo positivizado voluntaristamente por el legislador es mágica y necesariamente derecho. Nada mal para un positivista tildado en su momento de “científico”.

El argumento del escrito es complejo, pero no complicado: la Constitución de 1857 había traducido mal el precepto filadelfio (artículo 1º, sección 10ª) según el cual a los estados de la Unión Americana les quedaba vedado expedir leyes ex post facto o subversoras de las obligaciones derivadas de los contratos (concesiones incluidas, se entiende).

Al eliminar la segunda parte y constreñirlo todo a la prohibición general de leyes retroactivas, el constituyente liberal había abierto las puertas a la vulneración de garantías (“derechos del hombre” se les llamaba metafísicamente y sin perspectiva de género alguna) si es que ésta se realizaba a través del propio texto de la ley fundamental (de aquella o de una que, como la de 1917, venía a reformarla y a adicionarla sin formalmente desconocer su vigencia), puesto que el juicio de amparo, nuestro único juicio constitucional, resultaba improcedente contra los contenidos de la ley suprema. Así podría ocurrir con el derecho de propiedad privada, tan defendido por los hombres del 57 y tan vilipendiado por los del 17.

No hallamos en el ocurso el gobierno congresional, que tanto preocupó a Lujambio, ni la causahabiencia vergonzante en lo Ejecutivo, tan ponderada por Tena Ramírez. Están prefigurados en cambio, y con singular perspicacia, el gobierno de los jueces y los atentados contra su correcta y cabal operación.

Ya en El artículo 14, quizá el mayor ensayo jurídico del novecientos mexicano, había Rabasa diseccionado las garantías inmersas en el precepto consagrado al debido procesamiento jurídico de las causas. Lo había hecho con maestría y sin concesiones a una carta, la del 57, que ahora aparece, empero, como muy superior a la de Querétaro en el punto atinente a la protección de la propiedad privada: si el amparo poseía tantísimos defectos como los señalados por Rabasa en su interpretación canónica, principalmente el de elevar a la categoría de “derecho humano” la ridícula pretensión de aplicar exactamente la ley a cada caso concreto, poseía cuando menos la virtud de amparar, de proteger a los gobernados. Ahora, por culpa de la letra constituyente, ni siquiera teníamos eso si nos referimos a la materia agraria y a los derechos reales constituidos sobre el subsuelo anahuacense.

La prudencia de don Emilio respecto al texto queretano contrastó siempre, como es célebre, con la combatividad de Jorge Vera Estañol -su compañero en la fundación de la Libre de Derecho y en el gobierno de Huerta-, quien tildó de “bolchevique” a la Constitución del 17.

Y, sin embargo, de tal prudencia, la nueva Constitución aparece en el ocurso como anticapitalista, xenofóbica y “bóxer”. La referencia se entiende bien a principios del siglo XX: como los bóxers chinos, los mexicanos pretendían acabar con la presencia extranjera –y productiva- en un suelo patrio que parecía llamado a mejores cosas.

Tiranos son los nuevos dueños de la situación, parece decir el chiapaneco, y no su admirado general Porfirio Díaz, ese héroe de guerra que había sido más bien un dictador generador de nación al gobernar con el pretexto -nunca con la aplicación efectiva- de una Constitución insensata. En cambio, para que la furia revolucionaria pudiese llegar a donde tenía que llegar (la destrucción del capital y, en particular, del capital extranjero) hubo de elevarse a rango constitucional la posibilidad de violentar derechos individuales tales como la garantía de irretroactividad y la subsistencia de las obligaciones contractuales: el texto pseudo-constitucional y la tiranía. La ruina de la casona, que novelaba por entonces otro senador porfirista, Esteban Maqueo Castellanos.

Está claro que Rabasa no entendió a la Revolución, y queda ahora delineada a la perfección la trascendencia de la correspondencia del ilustre novelista con el antiguo ministro Limantour, epistolario que escudriñó como pocos el recordado profesor Charles Hale: Rabasa está escribiendo como abogado de empresas extranjeras y, como tal, defiende intereses particulares. Pero lo pulcro de su argumento jurídico queda incólume. De ahí que se agradezca que este importante escrito, que lleva la forma de un desahogo de consulta, trascienda el “silencio público” propio del “guardián de las instituciones” y del resignado velador del “orden endeble” al que se ha referido Jesús Silva-Herzog Márquez. Este nuevo Rabasa, al parecer no leído por Herrera y Tena, sus alumnos más próximos, no es el de la prudencia exegética de los apuntes de cátedra, cuyos asertos nos dejaban tan insatisfechos y nos decían tan poco. Es más bien el que señala la línea que, en clave individualista y de “supervivencia del liberalismo porfiriano”, marcó el derrotero de una escuela constitucional hasta llegar a Gustavo R. Velasco, el último y solitario liberal, como lo ha llamado Aguilar Rivera.

Velasco, rector por décadas de la escuela que fundó Rabasa, tradujo al castellano los papeles de El Federalista que en su numeral XLIV, y de la mano de James Madison, se hacen cargo de la prohibición de expedir leyes que menoscaben (no simplemente que alteren) la fuerza vinculatoria de los contratos. Es pues al propio Aguilar a quien debemos el rescate de la consulta y del desahogo que nos ocupan, así como una renovada visión del consultado, tan frecuentemente asociado a los excesos presidencialistas de 1917.

Resumiendo aunque tratando de no reducir el argumento de don Emilio, digamos que el recurso de amparo no serviría para contrarrestar el espíritu de una revolución que había elevado sus acrimonias a nivel fundamental. Un viejo tema rabasiano, el del amparo como casación y el de la “imposible tarea de la Corte”, aparece aquí como aparecerá en la ponencia ante el Congreso Jurídico Nacional (1921) que reputábamos hasta hoy como el más acabado producto de Rabasa en relación con la carta constitucional de Querétaro. Si el máximo tribunal ha de estar integrado por magistrados inamovibles y -al fin- independientes, lo ha de estar hasta 1923. Más clara ni el agua: entre 1917 y 1923, con altos jueces que durarían en su encargo cuando mucho cuatro años, la revolución se hallará precavida en contra de interpretaciones científicas (nunca mejor dicho) que, garantizando derechos humanos, pudieran poner en riesgo la dotación de tierras y la reivindicación nacionalista del subsuelo patrio.

Hoy, que las sentencias de una sala de la Suprema Corte (Rabasa alegaría brillantemente contra el funcionamiento tribunalicio en secciones) echan a andar a todo el aparato público del Estado mexicano trascendiendo poderes y temperamentos, las advertencias del constitucionalista lucen, en efecto y así sea a contrario sensu, pasmosamente actuales. Un Estado constitucional, parece decirnos, es aquel en que ni siquiera la Constitución se da el lujo de violentar garantías fundamentales. Ahora podemos estar ciertos de que el viejo rector chiapaneco no celebraría el centenario de la Constitución sino a través de ejercicios críticos: de crítica histórica, dogmática y sociológica, se entiende. ¡Cómo vamos a extrañar durante el próximo bienio, en medio de brindis, soflamas y alardes, la severidad y lucidez de su inigualable pluma!




Rafael Estrada Michel. Profesor de historia del derecho; coautor de la obra “1857, Rabasa y otros ensayos de historia y control constitucional” (Porrúa, 2011).