Quienes pensaban que la
discusión en torno al Mando Único Policial había muerto no consideraron la posibilidad –siempre abierta en este país– de que algún suceso escandaloso la
sacara de su letargo. En este caso, el desafortunado homicidio de la alcaldesa de
Temixco, Morelos y el consecuente conflicto político entre el ejecutivo estatal
y el municipal de la ciudad capital produjeron dos importantes efectos: por un
lado, se convirtieron en incentivo para reacomodar los tiempos y prioridades
políticas a grado tal que diversos líderes de partidos han anunciado que habrá
algún tipo de legislación sobre el tema en el próximo periodo ordinario de
sesiones del Congreso de la Unión.
Paralelamente –y de manera más
significativa–, los hechos de la última semana evidenciaron de forma explícita
lo que muchos hemos dicho y lo que las autoridades de todos niveles parecen no
querer entender aún: el mayor obstáculo para enfrentar a la violencia y la
inseguridad en este país no es de carácter técnico, instrumental o financiero,
sino principalmente político. Lo anterior se sustenta en al menos dos paradojas
importantes:
1) Las autoridades pelean
por el control de la policía pero cuando lo tienen la gran mayoría básicamente
no sabe qué hacer con él.
Con los enormes poderes
que posee (de restricción de las libertades y uso de la fuerza) la policía
puede significar un importante activo para el Estado pero también un enorme
riesgo cuando ésta vive en el abandono institucional y no opera bajo estándares
democráticos. En una especie de juego de ‘papa caliente’, las autoridades están
plenamente confundidas y evidentemente más preocupadas por determinar quién
manda sobre la policía que en entrarle a resolver los verdaderos retos del
quehacer policial. El reacomodo en la cadena de mando está lejos de significar
una verdadera reforma que garantice un desempeño efectivo. Para ello se
requeriría más bien de una profunda renovación conceptual y de mandato;
legal/normativa; administrativa; organizacional y profesional que tenga
resultados visibles en su tipo de relación con la ciudadanía. Alinear los
intereses y esfuerzos de los distintos liderazgos políticos para hacer avanzar
una reforma de este calado es el verdadero desafío.
2) En el imaginario de la
clase política, resolver el ‘factor policial’ es suficiente para solucionar el
problema de violencia y delincuencia que azota al país. Sin embargo, esto es
lejano a la realidad.
Las lecciones emanadas de
los esfuerzos y experiencias en otros países son categóricas al señalar que la
única ruta efectiva para alcanzar entornos seguros y libres de violencia recae
en la instrumentación de políticas integrales de seguridad; esto es, en la
operacionalización de un “conjunto de acciones gubernamentales y sociales que
incidan, prevengan o graviten sobre el cúmulo de factores y condiciones
sociales, económicas, políticas y culturales que favorecen, apuntalan,
consolidan o determinan los conflictos, hechos de violencia y delitos
producidos en un determinado contexto social” (UNDP, 2005). Las
implicaciones de esto son inmensas; no solo porque de manera justa reduce la
carga excesiva sobre la policía sino que además derrumba los argumentos y
retóricas populistas de mano dura que tanto se escuchan en las campañas
políticas y en las tomas de posesión. Adicionalmente, diluye el factor
cortoplacista, reparte (transversaliza) las responsabilidades entre las
distintas instancias públicas (fuera del sector seguridad y justicia, incluso)
y apuntala a los actores sociales. En esta arista, el principal desafío
consiste en lograr un cambio de mentalidad de los tomadores de decisiones de la
clase política y sus principales operadores. La información y evidencia de las
experiencias internacionales están disponibles y son contundentes. Ante ello,
la miopía de aquellos que no pueden o no quieren ver representa realmente el
mayor de los obstáculos.
Desde octubre de 2010,
cuando en la administración de Felipe Calderón se ideó la propuesta de 32 jefes
policiales subordinados a cada gobernador y posteriormente en noviembre de
2014, cuando en su Decálogo para Fortalecer la Seguridad y el Estado de
Derecho, Enrique Peña Nieto propuso la desaparición de las policías
municipales, el centro del debate ha girado en torno a quien controla la
policía –quién se adueña del botín de poder que significa estar al mando de
esta institución– mientras que las propuestas (y particularmente las acciones
concretas) para su reforma y mejora continua se mantienen ausentes. Si
realmente se pretende legislar sobre el tema en el próximo periodo de sesiones,
entonces los términos de la discusión deberían modificarse: más que el
reacomodo jerárquico/organizacional, el enfoque debería concentrarse en la
modernización del mandato y el fortalecimiento del desempeño policial (a nivel
individual pero particularmente institucional) pasando forzosamente por medidas
que eventualmente lleven a una mayor despolitización de la policía como
institución y que por ende la dirijan hacia una creciente independencia
operativa y profesionalización. Pero incluso ello será absolutamente
insuficiente si como producto de la discusión no se acuerdan también las bases
conceptuales, normativas y operacionales de una política integral de seguridad
pública con los tamaños suficientes para hacer frente a la complejidad y
profundidad de los fenómenos de la violencia y delincuencia que hoy tienen al
país de rodillas. México ya no resiste más reticencia de su clase política.
Alejandro Espriú Guerra. Titular
de la Dirección de Investigación Aplicada en Policía, Seguridad y Justicia
Penal del Instituto para la Seguridad y la Democracia A.C. (Insyde). www.insyde.org.mx