En México defender
derechos humanos parece ser una tarea cada vez más riesgosa. A los peligros
tradicionales de dicha tarea se suma ahora la desaprobación social de algunas
organizaciones o personas como Isabel Miranda de Wallace, quien en una
entrevista radiofónica con Ciro Gómez Leyva descalificó lo mismo a relatores de
la ONU que a funcionarios de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, bajo el
argumento de que estaban trabajando para conseguir indemnizaciones económicas a
favor de secuestradores que habían sido torturados por funcionarios públicos.
Ya Ricardo Raphael en
estas mismas páginas de El Universal se encargó ayer de poner en tela de juicio
lo afirmado por Miranda de Wallace sobre los supuestos secuestradores.
Aunque a
muchas personas no les guste, hay que recordar que a toda persona le asiste la
“presunción de inocencia” (artículo 20 constitucional), de modo que solamente
se le puede tener como responsable de haber cometido un delito cuando exista
una sentencia judicial que así lo declare. No antes y no, desde luego, a través
de conferencias de prensa o entrevistas en los medios.
Respetar el debido proceso
legal de toda persona, con independencia de los delitos que pudiera haber
cometido, es un avance civilizatorio que deberíamos todos valorar y contribuir
a cuidar.
Si no hay debido proceso legal y permitimos abusos de las autoridades
contra personas que están detenidas o sujetas a investigación, se evapora la
más mínima posibilidad de saber qué sucedió en un caso concreto.
Si no nos oponemos de
manera clara y total a la tortura, la línea que separa a las autoridades de los
delincuentes se desvanece. Una autoridad que tortura es una expresión más de la
delincuencia. Frente a ello no debería haber la más mínima duda: hay que
investigar esas torturas, sancionar a los responsables e indemnizar a las
víctimas.
Cuando desde
organizaciones de la sociedad civil se desacredita la tarea de personajes como
Juan Méndez, José Antonio Guevara o Karla Quintana Osuna, se está cometiendo
una grave injusticia. Se trata de personas reconocidas dentro y fuera de
México, que han puesto su tiempo, su talento y su esfuerzo al servicio de la
causa de los derechos humanos de todos.
Porque eso es lo que
caracteriza a los derechos humanos: su universalidad, es decir, que sean
derechos de todas las personas.
Quienes han sido víctimas
del abuso del poder tienen derecho a un abogado que los defienda y tienen
derecho a una reparación integral por el daño que les fue causado. Eso es algo
que no se le puede regatear a nadie, le guste o no a Doña Isabel Miranda. Lo
dice la Constitución mexicana, lo dicen los tratados internacionales y lo apoya
el más elemental sentido de la justicia. No le podemos decir solamente “usted
disculpe” a una persona que ha sido torturada por la policía o por el ejército.
Si algo debería preocupar
a las organizaciones que dicen defender a las víctimas es lo lentos que son los
trámites para cobrar las indemnizaciones y el poco impacto (casi nulo) que han
tenido organismos públicos como la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas,
que solamente ha logrado indemnizar a 114 personas en sus dos años de
existencia, a pesar de que datos del INEGI refieren la existencia de millones
de víctimas de la delincuencia o del abuso de poder cada año en México.
Los defensores de derechos
humanos deberían ser considerados héroes dentro de nuestra trágica realidad
nacional, y no como villanos. Hace falta ser muy valiente en México para
denunciar torturas, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y los
demás delitos que se han cometido y se siguen cometiendo por parte de las
autoridades mexicanas, federales, estatales y municipales. Lejos de merecer una
crítica o descalificación, los defensores de derechos humanos merecen el más
entusiasta aplauso. Ojalá hubiera muchos como ellos.
Miguel Carbonell
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas