Europa es hoy, todavía,
tres cosas. Un sistema jurídico supraestatal, capaz de imponer a sus partes,
los estados nacionales, objetivos y políticas comunes a través de normas
decididas democráticamente. Un sistema supranacional, donde los individuos son
más que sujetos pertenecientes a comunidades nacionales particulares.
Una moral
personal y pública construida sobre valores y derechos universales no
regresivos. Puestos en conjunto sus elementos, Europa es una poderosa creación,
uno de los sueños más importantes de la historia humana.
La trascendencia de lo
particular a lo universal sin violencia y mediante acuerdos sometidos al
consenso y a la razón, con la aceptación expresa de diferencias políticas,
sociales, culturales y religiosas, es de suyo notable. Antes de Europa,
sabíamos de alianzas militares, de subordinaciones por conquista, de acuerdos
parciales para facilitar el comercio o los negocios, pero no de un algo tan
amplio, dotado de una base tan legítima.
La narrativa común para la
constitución de la nueva Europa tuvo que prescindir de la mera geografía.
Avanzó en la línea de lo que desde siempre fue común a todos, restringió las
diferencias o, inclusive, desde ellas extrajo lo que agregaba a todos, como su
propio y sofisticado derecho de guerra. Al constituirse poscolonialmente, no
avanzó sobre el mundo mediante una cuestionable dominación, sino mediante
formas admitidas de relaciones económicas. La moral del modelo se estimó tan
exportable que surgieron importantes esfuerzos de cooperación. El sueño europeo
adquirió por momentos la dimensión ideal de la humanidad futura: más libre, más
democrática y más igualitaria.
¿Dónde están hoy ese sueño
y sus posibilidades de realización? Considerando la información diaria de los
medios, parecería que en una fase de achicamiento o al menos de pasmo. Frente a
un no saber qué hacer ante nuevos retos, ante la disgregación de las tareas,
ante la acometida de particularismos nacionales y nacionalistas. La causa
asumida se ha identificado con rapidez y facilidad. Se acepta que el terrorismo
islámico aterroriza de forma tal a la sociedad europea, y los movimientos
islamistas generan tanta presión migratoria en el continente, que cuestionan ya
las instituciones, ideas y moral de Europa.
Tan sombrío diagnóstico
puede entenderse de dos maneras. La primera y tal vez más dramática, que el
islamismo está siendo el chivo expiatorio de muchos de los males propios de
Europa. Si ello fuera así, es preciso cuestionar, como sucede con todo proceso
de asignación de culpas, las razones para hacerlo. ¿Acaso la idea misma de
Europa está en fase de agotamiento? ¿Fue uno más de los sueños de la razón o
una posibilidad histórica limitada por su tiempo? ¿Fue un proyecto funcional
mientras no existió un exterior que la cuestionara? La segunda posibilidad es
que la crisis de Europa es un problema de gestión. Al no saber qué hacer frente
a las dos amenazas externas reales, pero también a la aparición de nuevos
actores, retos y demandas a enfrentar con sus desgastadas burocracia y sistema
de partidos y elecciones.
Puede ser que los
fenómenos islámicos hayan sido capaces de cuestionar a Europa. Ello sería
lamentable no sólo para quienes a ella pertenecen, sino para quienes la
consideramos, con todo y sus problemas, un modelo político y social admirable.
En tiempos de regresiones autoritarias, de incertidumbre, de payasos metidos a
redentores, las ideas importan. Lo que la de Europa implica es una de las
mejores de ellas. La universalidad, los derechos de fuerte raigambre, la
ideología libertaria, la pretensión igualitaria y, hasta por momentos,
redistributiva, son ideales que esa construcción ha sabido recoger en el
discurso e insertar en algunas de sus prácticas. El continente europeo
subsistirá a los males presentes y futuros. La idea está por verse.
José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia