martes, 5 de abril de 2016

¿La política de Obama o la de Trump?

 Son lógicas y comprensibles las críticas a Donald  Trump. Unas más y otras menos, en su conjunto  resaltan los excesos, los defectos, la estridencia, las  irracionalidades y las fallas de personalidad de un  político populista, racista, megalómano y narcisista.

 Otras voces han ido más allá y lo califican como un  fascista de la talla de Mussolini o Hitler, o incluso  como una nueva versión en ciernes del serbio  Milosevic que terminó su carrera política convertido  en un genocida.

 La preocupación de muchos analistas es la posibilidad  de que al vecino del norte llegue un presidente  antimexicano que cumpla sus amenazas, entre ellas  la construcción de un muro en la frontera y la deportación masiva de inmigrantes mexicanos a  quienes acusa de ser criminales, violadores y traficantes de drogas.


Hay, en algunas de estas críticas, una omisión que resulta necesario considerar: la pregunta de si el fenómeno Trump se reduce a un individuo, o tiene que ver con algo colectivo y de alcances mucho mayores, tal vez impredecibles.

Trump ha centrado su campaña en sacar provecho electoral de las frustraciones de muchos estadounidenses.

Las secuelas de la crisis económica de 2008 y la burbuja inmobiliaria, la pérdida de empleos, los exiguos salarios, la erosión de las expectativas de buen futuro para la juventud (hoy estudiar una carrera universitaria representa más una onerosa deuda que una inversión rentable), la compresión de la clase media y la concentración de riqueza, son el caldo de cultivo idóneo para que surja una ola político-electoral que arrase con la mesura, el buen juicio, la tolerancia y el respeto a las instituciones que hacen posible una sociedad mínimamente armonizada y políticamente viable.

El fenómeno Trump no se explica si se deja de tomar en cuenta que se trata de un fenómeno colectivo, de psicología de las masas. Más allá de que como persona, dados sus desplantes, Trump pueda ser antipático o parecer despreciable, lo verdaderamente importante es que su crecimiento electoral es la respuesta de un gran sector de la sociedad americana frente a las consecuencias de las políticas aplicadas en los últimos lustros. Y lo peor, es que su campaña electoral parece estar profundizando las divisiones de la sociedad americana. En mi opinión, éste es el tema de fondo.

El presidente Obama, en sus tiempos de campaña, entendió muy bien que en los Estados Unidos hacía falta un golpe de timón. Centró su discurso en la necesidad de ser audaz para modificar el curso de las cosas. La verdad es que, mirado sin ilusiones, su desempeño ha sido positivo. Es cierto que no hizo la revolución que muchos hubieran querido, pero impulsó cambios que poco a poco están haciendo que se recupere la esperanza sin haber provocado la crisis que los de la derecha predecían.

Así lo han subrayado varios analistas, entre ellos Paul Krugman, quien ha reconocido la capacidad de Obama para recuperar su popularidad (en un 11 por ciento) y para atender los grandes problemas del país.

En materia de empleos, por ejemplo, la administración Obama ha creado 10 millones de empleos en el sector privado y ha situado al desempleo abajo del 5 por ciento. Sin embargo, correctamente se señala que no ha logrado elevar los salarios y tampoco ha sido posible abatir la pobreza. Las desigualdades, claro, siguen allí.

Uno de los grandes triunfos de Obama ha sido la implantación de las medidas de cobertura de servicios de salud, el llamado Obamacare. Y otro aspecto que no se debe soslayar, enfatiza Krugman, es el de las reformas financieras que han permitido disminuir el poder de los grandes bancos para procurar una mayor estabilidad del sistema financiero. Según Krugman, Obama no pudo acabar con los intereses creados del complejo militar industrial, Wall Street o el lobby de los inversionistas petroleros, pero sí los redujo lo suficiente como para mejorar la vida de las grandes mayorías.

Otro analista, David Brooks, quien afirma que Obama no es santo de su devoción, le reconoce cualidades que otros presidentes no han tenido. Entre ellas están la integridad, pues su administración destaca por su honestidad y la falta de escándalos, su humanismo y tolerancia, por ejemplo, el buen trato que da a los musulmanes de su país. También resalta la solidez de su proceso de toma de decisiones, que le permite defender valores sin provocar consecuencias negativas, y, finalmente, un optimismo que lo proyecta como un líder sensato y cuidadoso.

Las diferencias entre Trump y Obama son abismales. La pregunta que sigue es si la política de Obama dará los frutos suficientes, de aquí a noviembre cuando son las elecciones, como para convencer a los electores americanos que ese camino es mejor que la aventura sentimental de Trump. Ojalá que los electores se convenzan de que lo difícil, pero verdadero, es diseñar estrategias que conduzcan a soluciones reales de los problemas, en vez de proponer, como programa de gobierno, fórmulas simples y demagógicas.