No deja de sorprender la
relación que tenemos los mexicanos con la ley. Es bien sabido que asumimos que
la ley está hecha para violarse, su aplicación siempre es negociable. Por otra
parte, tenemos una fe casi ciega en la capacidad transformadora de las leyes.
No sabemos distinguir entre política pública y reformas legales. Cualquier
problema serio merece una nueva ley o, por lo menos, una reforma.
Uno de los ejemplos más claros es el tratamiento de los problemas de inseguridad. Para combatir el secuestro no nos alcanzó el Código Penal, precisamos de aprobar una “Ley General para prevenir y sancionar los delitos en materia de secuestro…” (aunque usted no lo crea, el nombre de esta ley es más largo).
Acompaña a nuestra
confianza en el poder transformador de la ley, el fervor por las sanciones.
Otra vez, el mejor ejemplo, el castigo a los secuestradores. Consigna, tan
tramposa como exitosa mediáticamente, ¡140 años de cárcel a los secuestradores!
Las reformas electorales
adolecen de ambos defectos. Normalmente están impulsadas por los partidos
perdedores y buscan cerrar el paso a las triquiñuelas, reales o ficticias, que
utilizó el vencedor. Incremento de las prohibiciones y maximización de las
penas, parecen ser la única receta.
Como resultado, tenemos un
entramado legal complejo con penas severas que, en los hechos, pueden anular la
voluntad del ciudadano expresada en las urnas. Los legisladores consideran que
se puede separar la paja del trigo, es decir, los votos auténticos de los
ciudadanos de aquellos votos ilegítimos producto de la tergiversación de su
libre voluntad. Ésta es, en última instancia, la racionalidad que existe atrás
de las reglas de fiscalización.
Por ello, tan importante
es vigilar los recursos de las campañas como de las precampañas, por eso hemos
inventado periodizaciones sofisticadas como los actos adelantados de campaña.
Por eso el legislador ha exacerbado la severidad de los castigos.
La ley dice, textualmente,
que “si un precandidato incumple la obligación de entregar su informe… no podrá
ser registrado legalmente como candidato…” (artículo 229, párrafo 3). Es la
sanción más severa que puede recibir un precandidato, así como la peor que
puede recibir un candidato triunfador, que su victoria sea desconocida por la
autoridad por exceso en los gastos de campaña.
Cuando en 2014 se aprobó
la Ley General hubo muchas voces que advirtieron que las sanciones tan severas
no inhiben las conductas ilegales y generarían importantes problemas políticos
en su aplicación. Se desoyeron las advertencias y floreció ese pequeño
Torquemada que todos los legisladores parecen llevar dentro. Leyes rígidas que
después reclaman aplicación flexible.
Llegó el momento de la
aplicación de la ley. El precandidato de Morena para la gubernatura de
Zacatecas no presentó su informe. Según consta en los documentos del INE, el 7
de febrero de 2016 solicitó su registro como precandidato a través de la “Carta
de aceptación de la precandidatura”. Con ello se entiende que estaba obligado a
entregar el respectivo informe a más tardar el 20 de febrero. El 6 de marzo el
INE le hizo saber por escrito su omisión. El 13 de marzo respondió negando su
calidad de precandidato en virtud de haber sido el único. Cuando se le notificó
su falta, el 20 de marzo, se le demostró que él mismo había solicitado su registro
como precandidato, decidió entregar un informe el día 25, reportando cero
gastos. Lo que, según los registros del INE, faltaba a la verdad.
La legislación electoral
obligó a la creación de un sistema informático en el que es responsabilidad de
los partidos, los candidatos y sus equipos registrar sus gastos en tiempo real.
Las fechas de cierre son implacables, hay o no hay informe.
Aplicada la sanción más
severa, entonces hay quien arremete contra la autoridad electoral que aplicó la
ley. La decisión está impugnada en el Tribunal Electoral y en palabras de la
consejera Sanmartín, si se revoca la decisión del Consejo General, se alteraría
de manera irremediable el modelo de fiscalización y se quebraría el modelo de
rendición de cuentas. Si no querían un modelo exigente, ¿para qué lo aprobaron?
María Marván Laborde
Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas