Colombia ha sido un país
que durante el siglo XX vivió intensamente el siglo XIX, como lo expresara Gabriel García Márquez. Se buscaba en los albores del siglo XXI, trascender a
aquella idea de lo que era la sociedad colombiana:
un grupo de ricos que junto con la Iglesia y los dos partidos políticos tradicionales eran su centro de gravedad: los “cimientos de la ilusión”, como los denominara Eduardo Posada Carbó.
Ya el siglo XIX y los comienzos del XX había sido un conflicto de clases dominantes, que se convirtió en la denominada “Violencia”, la cual al parecer finalizó con el “Frente Nacional” y de esa forma, con las amenazas de una guerra
interpartidista, a lo que se suma, como rosario de vergüenzas, entre otras, la Guerra de los Mil Días, entre 1899 y 1902; la de 1895, la de 1885, la de 1876, la de 1859 a 1862, el golpe del general José María Melo en 1854, la guerra de 1851 y la Guerra de los Supremos de 1839 a 1841, aunque, de todas formas, como opinan expertos de la talla de David Bushnell, “todas las guerras civiles juntas del siglo XIX en Colombia habrían producido menos muertos que la Guerra Civil de los Estados Unidos, tanto en términos absolutos como relativos” y, con “El Bogotazo”, como manifestación de continuidad de los conflictos del siglo XIX, la violencia, como manifestación de un comportamiento colectivo generalizado cubrió todo el territorio nacional y nos hizo pensar que nuestra nacionalidad estaba asociada con la barbarie.
un grupo de ricos que junto con la Iglesia y los dos partidos políticos tradicionales eran su centro de gravedad: los “cimientos de la ilusión”, como los denominara Eduardo Posada Carbó.
Ya el siglo XIX y los comienzos del XX había sido un conflicto de clases dominantes, que se convirtió en la denominada “Violencia”, la cual al parecer finalizó con el “Frente Nacional” y de esa forma, con las amenazas de una guerra
interpartidista, a lo que se suma, como rosario de vergüenzas, entre otras, la Guerra de los Mil Días, entre 1899 y 1902; la de 1895, la de 1885, la de 1876, la de 1859 a 1862, el golpe del general José María Melo en 1854, la guerra de 1851 y la Guerra de los Supremos de 1839 a 1841, aunque, de todas formas, como opinan expertos de la talla de David Bushnell, “todas las guerras civiles juntas del siglo XIX en Colombia habrían producido menos muertos que la Guerra Civil de los Estados Unidos, tanto en términos absolutos como relativos” y, con “El Bogotazo”, como manifestación de continuidad de los conflictos del siglo XIX, la violencia, como manifestación de un comportamiento colectivo generalizado cubrió todo el territorio nacional y nos hizo pensar que nuestra nacionalidad estaba asociada con la barbarie.
De los años setenta del
siglo XX y en adelante, el auge del narcotráfico y la presencia de sus líderes
negativos en la sociedad modificó el contexto político, social y económico,
bajo el cual el conflicto armado cobraría nuevos alientos, sumado a que las
organizaciones al margen de la ley, de tipo guerrillero y paramilitar,
encontraron también en el tráfico de drogas y en el secuestro, las fuentes de
financiación para su actividad ilícita, que influyó hasta en lo más íntimo de
los partidos políticos tradicionales, terriblemente fragmentados y de los
cuales, el ansia de poder de algunos, los llevaría incluso a planear
intelectualmente asesinatos como el de Luis Carlos Galán.
Después, como diría
Hernando Gómez Buendía, ante “el rasgo más chocante de la «personalidad»
colombiana”, que es el de “nuestra asombrosa incapacidad para resolver
conflictos”, entre otros, debido a nuestra intolerancia,
el viernes 25 de agosto de 1989, “fue necesario que el espíritu nacional se
estremeciera” una
semana después del asesinato, el 17 de agosto, del magistrado de la Sala Penal
del Tribunal Superior de Bogotá, Carlos Ernesto Valencia y,
el 18 de agosto, de Luis Carlos Galán Sarmiento en Soacha y del coronel
(póstumamente general) Valdemar Franklin Quintero en Medellín, más de 20.000
estudiantes de las universidades participamos en la “marcha del silencio”, que
fue “la voz” del proceso transformador que se avecinaba.
En esa marcha, a las
puertas del Cementerio Central de Bogotá, algunos de nuestros compañeros, con
megáfono, leyeron un panfleto de media cuartilla en el que se consignaba la
aprobación de nuestra generación a los siguientes seis puntos:
1.El rechazo a todo tipo
de violencia, cualesquiera que sean las ideologías o intereses que pretendan
justificarla.
2.La exigencia al respeto de los derechos humanos en Colombia.
3.El apoyo a las instituciones democráticas en su lucha contra todas aquellas
fuerzas que pretenden desestabilizarlas, llámense narcotráfico, guerrilla,
grupos paramilitares u otros.
4.El rechazo para estos fines, y en virtud de la autodeterminación de los
pueblos, de cualquier tipo de intervención armada por parte de Estados
extranjeros.
5.La solicitud de convocatoria al pueblo para que se reformen aquellas
instituciones que impiden que se conjure la crisis actual.
6.La exigencia de la depuración exhaustiva de las Fuerzas Armadas, de la
Policía, del gobierno y de los partidos políticos.
Sin embargo, luego de la
marcha, las oleadas terroristas no se dejaron esperar: el 27 de agosto, en
Medellín, nueve agencias bancarias dinamitadas de los bancos Cafetero, de Colombia,
del Estado y del Comercio, y desactivadas bombas en otras cuatro sucursales, en
el edificio Monterrey y en el Club Unión; el 2 de septiembre, 150 kilos de
dinamita destruyeron las instalaciones de El Espectador, hiriendo a 73
personas; el 16 de octubre, el turno, con cuatro muertos, le correspondería en
Bucaramanga al diario Vanguardia Liberal; el 27 de noviembre la bomba al avión
HK-1803, que cubría la ruta Bogotá-Cali; el 6 de diciembre, una tonelada de
dinamita al 90% cobraría 41 muertos y 300 heridos en las instalaciones del
Departamento Administrativo de Seguridad D.A.S., que quedaron totalmente
destruidas, junto con propiedades de particulares ocho cuadras a la redonda;
mejor dicho, lo que el cantautor colombiano Andrés Cepeda titularía “Es la historia
de mi generación”.
La propuesta de los
estudiantes del 25 de agosto llevó a realizar una gran cruzada nacional, a
través de una publicación en El Tiempo, el 22 de octubre de 1989, con la cual
se recogieron 35.000 firmas de apoyo a la iniciativa titulada “Todavía podemos
salvar a Colombia”, las cuales se remitieron al presidente Virgilio Barco
Vargas, con una importante solicitud que dio origen a lo que se conoció como
“El Gran Debate Nacional”, en el cual, nunca antes el país había conocido de un
proceso tan amplio y democrático, a través de mesas de trabajo y comisiones
preparatorias.
El 3 de mayo de 1990, el
gobierno de Barco Vargas expidió el Decreto 927, mediante el cual, en ejercicio
de las atribuciones que le confería el artículo 121 de la Constitución de 1886
y en desarrollo del Decreto 1038 de 1984, que declaró turbado el orden público
y en estado de sitio todo el territorio nacional, y
ordenó contabilizar los votos sobre la Constituyente, en las elecciones
presidenciales. El 24 de mayo, la Corte Suprema de Justicia, dentro de las
funciones que le correspondían, declaró “constitucional” el decreto mediante el
cual se convocó al pueblo colombiano para votar por la convocatoria de la Asamblea.
No sobra advertir, como lo hace el ex magistrado Manuel José Cepeda, que ningún
país de América Latina distinto a Colombia “goza de una tradición de control
constitucional tan antigua, ininterrumpida, amplia e inclusive en ocasiones
activista”, la cual aparece
desde la misma Constitución de Tunja de 1811 con un Senado, conservador de la
Constitución y, se hizo más patente al introducirse esta función por medio del
Acto Legislativo núm. 03 de 1910.
El domingo 27 de mayo, en
las elecciones presidenciales que dieron el triunfo al Partido Liberal y en las
cuales resultó electo el economista risaraldense César Augusto Gaviria Trujillo
como presidente de la República, el pueblo colombiano votó masivamente como
“Poder Constituyente Primario” por la convocatoria de una Asamblea
Constituyente con el fin de hacer las reformas necesarias e indispensables a la
Constitución Nacional de Colombia. La votación masiva de los colombianos ese 27
de mayo de 1990 fue de 5´236.863 votos a favor y, 363.656 votos en contra, lo
cual contrastaba con los sufragios en blanco, tan sólo 230.080.
En diciembre de 1990
fueron elegidos los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente.
Hay que resaltar que ni
las FARC ni el ELN participaron del proceso constituyente, no obstante el
llamado que el presidente Gaviria les haría y les hizo al proclamar la
Constitución, para reunirse con el gobierno y reanudar los diálogos de Tlaxcala
en México. Dichos grupos guerrilleros no se formaron ni siquiera para luchar
por los derechos de las comunidades indígenas y afrocolombianas, pues, como
señala Eduardo Posada Carbó, “Sus cuadros directivos no los
representan en sentido alguno: por largos años el máximo dirigente del ELN fue
un ¡cura blanco español! Ni las reivindicaciones étnicas son sus objetivos
centrales. Más aún esos grupos guerrilleros, las FARC en particular, han
dirigido repetidas operaciones militares contra las comunidades indígenas. El
único grupo insurgente con abiertas credenciales étnicas fue el Movimiento
Armado Quintín Lame, fundado en 1985. Este grupo, sin embargo, se acogió a las
negociaciones de paz iniciadas en 1988, que desembocaron en los acuerdos de
desmovilización de 1991, en un proceso considerado como exitoso”.
El Constituyente Alberto
Zalamea llegó a decir que la Asamblea sucumbió a la atracción insuperable de la
mediocridad. En
la sesión de instalación solicitó la palabra el constituyente Horacio Serpa
Uribe, quien propuso un receso con el fin de buscar acuerdos para la elección
de la Mesa Directiva y, ante esto, el delegatario Luis Guillermo Nieto Roa
propuso someter en la primera sesión a consideración, discusión y aprobación
los puntos referentes a la composición, integración y modo de elección de la
mesa directiva, pues en razón de algunas fórmulas propuestas en la elección de
la Junta Directiva podrían modificar, en caso de ser aprobada una de ellas, el
texto y el sentido de varios de los artículos del reglamento previstos por los
Compromisos del Acuerdo.
En el Salón Elíptico del
Capitolio Nacional, en la noche del 4 de julio, bajo los acordes del Aleluya de
Häendel, se llevaría a cabo la sesión de firma, proclamación y sanción de la
nueva carta. Los discursos estuvieron, en su orden, a cargo del presidente de
la República César Gaviria Trujillo y, en su orden, de Horacio Serpa Uribe,
Antonio Navarro Wolf y Álvaro Gómez Hurtado quienes a una sola voz proclamaron
la carta como presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente. Sin embargo,
Jaime Castro sostiene que “La Constitución nos quedó muy larga porque nos hizo
falta tiempo para pulirla”
¿Cómo debería ser la
Constitución de las próximas generaciones? Realmente, una Constitución nueva ha
sido el querer de muchos, sin embargo, la misma Asamblea Nacional Constituyente
le cerró las puertas, pues de los mecanismos incluidos en la carta para su
enmienda —acto legislativo, referendo y Asamblea Nacional Constituyente—, los
dos últimos requieren de un umbral de electores mínimo, en algunos casos
bastante difícil de conseguir debido al abstencionismo y un procedimiento
específico de control que incluye la participación de la Corte Constitucional,
la cual ha sido bastante reacia a lo que se conoce como la “cláusula de
sustitución”.
Otro aspecto a considerar
es que actualmente los colombianos somos un poco más civilizados, a pesar de la
mayor violencia y a conductas criminales como la corrupción, que para muchos
son su estilo de vida, lo cual requiere de abrir espacios para la civilidad y
para el rescate del abandono ético y moral en que vivimos.
Finalmente, los límites
que impone la ley de leyes puede guiar hacia su verdadero fin a las ideologías
imperantes en el medio; ya en 1832, Francisco de Paula Santander, al tomar
posesión de la Primera Magistratura de Colombia, decía sobre la ley: “nos
provee de remedios…, así para contener el poder que quiera convertirse en
arbitrario, como para reprimir al que pretenda arrogarse derechos que no deba
ejercer”.
Hernán Alejandro Olano
García
Investigador de la Universidad de La Sabana, Colombia