No alcanzan las palabras
para explicar el dolor de una persona que sufra la muerte de un hijo. Ni
siquiera el diccionario nos proporciona forma alguna de nombrar a ese ser
doliente, a diferencia de las definiciones que hay para quienes quedan viudos o
huérfanos.
Admiro a Nelson Vargas
desde mucho antes de que sufriera el secuestro y vil asesinato de su hermosa hija
Silvia. Vargas ha sido un triunfador en todo lo que ha hecho siempre: como
atleta, como empresario, como funcionario público y hasta como articulista de
El Universal.
Pero creo que se equivoca
profundamente al denostar de forma imprecisa e indebida al “debido proceso
legal” en su artículo “El `maldito’ proceso legal”, publicado el pasado sábado
en estas mismas páginas.
Es posible que la puesta
en libertad de una persona que fue sentenciada a 34 años de prisión por hechos
de secuestro haya sido indebida; es posible que el magistrado responsable haya
dictado una resolución no apegada a derecho. No lo sé. Pero sí sé que las
exigencias que el debido proceso suministra para que las autoridades puedan
afectar la libertad de una persona son demasiado importantes como para
minusvalorarlas y maldecirlas. Si hubo una actuación indebida de un juzgador
habría que enmendarla promoviendo los recursos jurídicos previstos por la ley,
no echando por la borda más de 25 siglos de civilización jurídica.
Comprendo el dolor de
Nelson Vargas al ver libre a uno de los plagiarios de su hija. Pero la
respuesta frente a ese dolor nunca puede ser hacia el relajamiento de las
exigencias legales para encarcelar o mantener encarcelada a una persona.
Lejos de lo que defienden
algunos, las exigencias del debido proceso legal no son meros adornos, ni
ocurrencias de los abogados o de los jueces. Son el mínimo indispensable para
que podamos llegar a indagar la verdad de lo sucedido en algún caso concreto.
Imaginemos que quitamos la
prohibición de torturar. Mediante el suplicio una persona podría
“confesar” que
es responsable de haber cometido un delito. Cualquiera lo haría si nos
asfixian, nos dan toques en los genitales, nos meten agua por la nariz o nos
apuntan a la cabeza con un rifle. ¿Pero eso nos lleva a saber la verdad de lo
ocurrido? Desde luego que no. Nadie gana nunca con la legalización de la
tortura.
¿Qué sucede, Don Nelson,
con todos aquellos jóvenes que están en nuestras cárceles por haber sido
acusados falsamente? ¿Tampoco ellos merecen un debido proceso legal? ¿Sabe
Usted que entre enero del 2010 y enero de 2016 murieron asesinados 242 internos
en el reclusorio norte y 232 en el reclusorio oriente de la Ciudad de México?
Nunca he escuchado a ninguna ONG de esas que dicen proteger a las víctimas, que
hayan alzado la voz por esas personas muertas. ¿O acaso sus vidas valen menos
que las de otras personas? ¿Acaso esos presos sin defensa no tenían familia, no
tenían padres que los lloran? ¿No merecen que nadie alce la voz por ellos?
No hay vidas de primera y
vidas de segunda. Comprendo que se sienta apoyado (así lo dice en su artículo)
por Isabel Miranda de Wallace. Es la misma persona que ha defendido la
imposición de la pena de muerte. ¿Cómo se combina el ataque al debido proceso
legal con la exigencia de que maten a secuestradores o violadores? Usted, Don
Nelson, que ha sido testigo de los problemas de nuestro Estado de derecho,
¿avalaría que las autoridades maten a una persona, para demostrar que es malo
matar, secuestrar, violar? ¿Con esos mismos ministerios públicos y esos jueces
que a veces (demasiadas veces) se equivocan o que aceptan dinero por hacer o
dejar de hacer su trabajo? ¿Les damos a ellos el poder de mandar matar a una
persona?
Don Nelson: el debido proceso
legal nos protege a todos. Es una garantía frente a los abusos del poder.
Negarlo es una invitación abierta para asomarnos al abismo de la ley de la
selva. En ello no puedo, nunca podré, estar a su lado. Le ruego me disculpe.
Miguel Carbonell
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM