Hace poco más de un mes,
la organización internacional Open Society Justice Initiative (OSJI)
presentó un nuevo informe sobre la crisis de violencia que enfrentamos en
México desde hace una década. Con un título indiscutiblemente sugerente,“Atrocidades innegables: Confrontando crímenes de lesa humanidad en México” se trata
del resultado de más de tres años de investigación por parte de OSJI, realizada
en conjunto con algunas organizaciones nacionales de derechos humanos y otros
expertos internacionales.
El informe se plantea
desde tres preguntas tan sencillas como inquietantes: ¿Cuál es la dimensión
real de la crisis de violencia que vive actualmente México? ¿Es posible
identificar algún patrón que vincule hechos de violencia que de otra forma
parecerían eventos aislados? ¿Existe la voluntad por parte de las autoridades
mexicanas para investigar y sancionar dichos
crímenes? La respuesta a cada una
de estas preguntas es simplemente desoladora.
Atrocidades innegables comienza
por destacar un problema ampliamente conocido, pero nunca oficialmente
reconocido por el gobierno mexicano: las cifras sobre la violencia en México
son insuficientes e incoherentes. Las bases de datos generadas desde espacios
públicos o sociales se han construido con metodologías diversas, lo que
dificulta su contraste. En la misma medida, aquéllas tienen limitaciones
temporales o geográficas, por lo que no dan cuenta de un panorama integral de
la violencia.
Aun con estas
dificultades, Atrocidades innegables se aproxima a la dimensión de la
violencia en México desde la lectura conjunta de distintas fuentes de
información. Este ejercicio no está exento de problemas metodológicos, como
reconoce el mismo informe. Sin embargo, los resultados son tan contundentes que
difícilmente podría alegarse que la técnica de análisis quita peso a las
conclusiones propuestas.
La dimensión de la
violencia en México es simplemente alarmante. Incluso en estimaciones
conservadoras, el número de personas ejecutadas, torturadas o desaparecidas
excede por mucho los márgenes esperables en una sociedad que no atraviesa por
un conflicto armado o por un régimen dictatorial.
Dentro de este marco
general, Atrocidades innegables también propone un análisis más
detallado de algunos casos que han adquirido una infame notoriedad. Tlatlaya,
Allende, San Fernando, Ayotzinapa, Apatzingan, Ojinaga… la lista sigue
creciendo, sin que los parámetros para el análisis jurídico hayan variado
significativamente desde el inicio de la crisis.
En este punto se devela la
verdadera innovación del informe presentado por OSJI. En contraste con reportes
previos, Atrocidades innegables propone su análisis no sólo desde la
recopilación de cifras o el recuento detallado de los casos, sino desde
preguntas distintas: ¿es posible que estos hechos de violencia no sean eventos
aislados sino que respondan a patrones criminales comunes?; ¿podrían existir
fundamentos razonables para concluir que dichos patrones son parte de una
política impulsada por actores estatales o por organizaciones del crimen
organizado?
Para responder a estas
preguntas, Atrocidades innegables recurre al único marco que realmente
brinda herramientas especializadas para el examen jurídico de contextos con
estas características particulares: el Derecho Penal Internacional (DPI).
Derecho penal
internacional como marco de análisis
El DPI es una rama
jurídica poco conocida en México, a pesar de su creciente importancia a nivel
regional e internacional. Este desconocimiento tampoco es casual o incidental.
La falta de familiaridad
del gremio jurídico con el DPI parece ser otra consecuencia de la ausencia de
procesos judiciales por los crímenes cometidos durante la guerra sucia. En
contraste con otros países latinoamericanos, la inacabada transición mexicana
no fue capaz (o no tuvo la voluntad) de perseguir los hechos acontecidos en el
pasado; mucho menos, tomando como fundamento este marco jurídico particular.
Los pocos casos que alcanzaron los tribunales nacionales fueron resueltos en
términos más bien formalistas, sin tomar en consideración el marco
internacional en la materia.
En la misma medida, la
reticencia o, al menos, la negligencia de las autoridades para promover
activamente la implementación a nivel nacional de los tratados internacionales
relevantes –de los que México es parte desde hace al menos una década– ha
colaborado a mantener al DPI al margen de nuestro propio sistema jurídico. En
el imaginario de una parte importante del gremio jurídico, aquél sigue siendo
concebido como un tema “satélite”, relevante para otros contextos pero no para
nuestro país. La realidad no podría ser más diferente.
El DPI suele identificarse
con las situaciones históricas que condujeron a su consolidación. En
particular, los tribunales penales internacionales para Núremberg, Tokio, la
Antigua Yugoslavia y Ruanda. Sin minimizar la relevancia de estos antecedentes,
lo cierto es que en la actualidad el DPI es mucho que dichos procesos o que las
situaciones que los detonaron.
Durante las últimas
décadas, aquél se ha operado de forma exitosa en contextos tanto nacionales
como internacionales. Solo en nuestra región, las cortes peruanas, argentinas,
chilenas, colombianas, guatemaltecas o salvadoreñas (por citar algunas) han
integrado exitosamente el DPI a sus propios sistemas, para producir algunos de
los fallos más reconocidos internacionalmente.
La constante en todas
estas situaciones ha sido la imperiosa necesidad de responder jurídicamente a
contextos de macro-criminalidad, en los cuales los hechos delictivos no
constituyen ya conductas aisladas o excepcionales, sino que responden a
intenciones o patrones concretos y/o a condiciones específicas del contexto,
tales como los conflictos armados. Esta es precisamente la especialidad del
DPI.
Con base en la
proscripción de determinadas conductas, conocidas genéricamente como crímenes
internacionales, el DPI provee a los operadores jurídicos las herramientas para
incorporar en el análisis de la conducta delictiva, los contextos en que la
misma se comete. Lo anterior, a fin de evitar la fragmentación que deviene de
un examen con categorías del derecho penal tradicional. Paralelamente, el DPI
propone formas más complejas de autoría y participación, de manera que los
procesos se puedan centran en las personas con la más alta responsabilidad,
incluidos los superiores jerárquicos civiles o militares. Este entramado normativo
se complementa, además, con reglas específicas sobre la imprescriptibilidad de
los crímenes, la improcedencia de amnistías e indultos o la exclusión de
ciertos eximentes de responsabilidad penal como las órdenes del superior
jerárquico, entre otras.
La base material del DPI
la constituyen, entonces, los crímenes internacionales. En términos generales,
estos crímenes se clasifican en cuatro grandes categorías: (i) el crimen de
agresión; (ii) el crimen de genocidio; (iii) los crímenes de lesa humanidad, y
(iv) los crímenes de guerra. Cada una de estas categorías se conforma tanto por
sus conductas constitutivas –por ejemplo, el asesinato, la tortura,
la desaparición forzada o la violencia sexual– como por sus elementos
contextuales. La conjunción de todos estos elementos es lo que permite subsumir
una conducta particular en alguno de estos crímenes específicos.
Así entonces, en tanto que
un homicidio podrá ser clasificado como un crimen de lesa humanidad, el mismo
hecho también podría ser considerado (de forma concurrente o excluyente) como
un crimen de guerra. ¿Cómo se decide esa clasificación? Precisamente en
referencia a los elementos contextuales de cada categoría. Mientras el
genocidio requiere que los perpetradores actúen con la intensión específica de
destruir total o parcialmente a un grupo étnico, religioso, racial o nacional
como tal, en los crímenes de lesa humanidad, las distintas conductas deberán
cometerse como parte de un ataque generalizado o sistemático en contra de la
población civil y con conocimiento de dicho ataque. Por su parte, en los
crímenes de guerra las conductas materiales deberán tener un nexo con un
conflicto armado de carácter internacional o no internacional, además de
cometerse en contra de una persona que no participe o haya dejado de participar
en las hostilidades y/o en contra de las prohibiciones sobre medios y métodos
de guerra.
Por ende, si un homicidio
es cometido no solo con la intención de privar de la vida a una persona, sino
también con la intención de destruir al grupo (racial, nacional, religioso o
étnico) al que pertenece esa persona, dicho hecho podrá ser parte de un
genocidio. Por el contrario, si no existe tal intención, pero sí el
conocimiento de que el homicidio se da dentro de un ataque sistemático en contra
de la población civil (incluso en ausencia de un conflicto armado), aquél
podría ser jurídicamente clasificado como un asesinato como crimen de lesa
humanidad.
Este complejo proceso de
calificación jurídica ha sido operado en algunos países latinoamericanos a
través de un ejercicio denominado “doble subsunción.” Una subsunción (o
tipificación) inicial de los hechos en un delito base previsto en el código
penal del país en cuestión, es seguida de una segunda subsunción (o adecuación)
de la conducta a los elementos contextuales previstos en algún tratado
internacional, particularmente el Estatuto de Roma de la Corte Penal
Internacional. De esta forma, aún en ausencia de legislación de implementación,
el proceso penal se puede seguirse por un delito contenido en la legislación
nacional, pero sin perder los elementos contextuales que devienen de una
prohibición internacional reconocida desde mediados del siglo pasado.
Esta lógica corresponde a
una visión amplia del principio de legalidad penal, según ha sido reconocido en
el artículo 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. De
conformidad con dicha disposición, “nadie será condenado por actos u omisiones
que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho
nacional o internacional.”
¿Cuál es la relación del
DPI con otras ramas del derecho internacional?
Esta breve descripción de
las normas que conforman el corazón del DPI hace patente su particularidad. El
mismo se enfoca específicamente a la proscripción de las conductas consideradas
como crímenes internacionales, los cuales vienen acompañados de un régimen
específico de responsabilidades tanto de actores estatales como no estatales.
De manera adicional, se podría decir que la regulación procesal de los
tribunales penales internacionales también es parte de esta rama jurídica,
aunque no conforma su materia sustantiva.
En este sentido, el DPI se
diferencia de otras ramas del derecho internacional, particularmente del
derecho internacional de los derechos humanos o del derecho internacional
humanitario. En contraste con éstas, el DPI no reconoce derechos a las personas
(con excepción de los derechos de los acusados y víctimas en los procesos
penales internacionales), ni se encarga de la responsabilidad de los Estados
por la violación de aquéllos. No se centra en establecer los límites a la
conducta de las partes en un conflicto armado, ni determina, por ejemplo,
reglas para analizar la proporcionalidad, necesidad o distinción en operaciones
militares.
En consecuencia, la
referencia al DPI no tendría ningún efecto directo en la forma en que se
califica una situación dada, ni tampoco en las reglas de uso de la fuerza que
deben observar las fuerzas policiales o armadas, el estándar de protección de
los derechos de las personas, de las restricciones o posible suspensión de los
mismos. La referencia al DPI no implica la legitimación de los grupos del
crimen organizado, de la participación de las fuerzas armadas en tareas de
seguridad, ni de ninguna otra medida de intervención o política impulsada por
las instituciones del Estado. Por el contrario, este tipo de elementos, tanto
de hecho como de derecho, son los insumos para comprender las verdaderas
dimensiones de la criminalidad en distintos contextos.
En este sentido, el DPI
se alimenta de los marcos de análisis proporcionados por otras ramas
específicas del derecho internacional o, en general, de las ciencias o
disciplinas que analizan la violencia. Las mismas proporcionan claves
necesarias para identificar patrones en la conducta de actores estatales y no
estatales, así como de la situación general, sin las cuales no sería posible
establecer jurídicamente los (tan referidos) elementos contextuales de los
crímenes internacionales.
Esta sencilla descripción
del DPI no responde aún a otras preguntas esenciales, que se derivan de la
lectura de Atrocidades innegables: ¿por qué es oportuno analizar la
situación mexicana desde el DPI?; ¿qué elementos novedosos puede aportar esta
rama del derecho internacional que puedan ayudar a responder mejor a la crisis
que enfrentamos? La respuesta a estas cuestiones yace, nuevamente, en la
especialidad del DPI.
¿Por qué analizar la
situación mexicana desde el derecho penal internacional?
Más allá de las preguntas
que se puedan tener sobre la metodología adoptada por distintos informes
nacionales e internacionales sobre la crisis mexicana, incluido Atrocidades
innegables, una cosa parece clara e indiscutible: la dimensión actual de la
violencia no tiene precedentes en nuestra historia reciente. Desde esta
premisa, resulta fundamental proponer respuestas innovadoras a través del uso
de las herramientas de análisis adecuadas. Esto incluye, por supuesto, los
marcos jurídicos idóneos. Esta es, precisamente la apuesta del informe in
comento.
La introducción de la
noción de los crímenes de lesa humanidad, no es solo una referencia incidental
o irresponsable. Por el contrario, implica un verdadero cambio de timón en la
narrativa jurídica desde la que se ha propuesto el análisis del fenómeno
delictivo (tanto de actores estatales como no estatales) en México.
La premisa base es más o
menos sencilla: ¿cuáles son las probabilidades de que un incremento
desproporcionado de hechos delictivos, dentro de un período relativamente corto
de tiempo, sea consecuencia de la conducta aislada de algunos individuos?,
¿cuáles son las posibilidad de que dicho incremento sea más bien consecuencia
de una estrategia de seguridad o control diseñada e implementada por distintos
órganos del Estado, sin garantías suficientes para la protección a las
personas?, ¿es más factible que el incremento desproporcionado en el número de
personas ejecutadas, torturadas o desaparecidas responda a la actuación de
“algunas manzanas podridas” o a un esquema estatal más profundo que ha
fomentado, por acción y omisión, el ataque en contra de amplios sectores de la
población? Preguntas similares se proponen en Atrocidades innegables para
los crímenes cometidos por actores no estatales, en particular la organización
conocida como Los Zetas.
Con base en la evidencia
recabada por más de tres años, los especialistas que trabajaron en este informe
concluyeron que existen fundamentos o bases razonables para afirmar que cierto
tipo de delitos cometidos en México responden a un patrón de operación de
actores estatales y no estatales, que se vincula directamente a las estrategias
impulsadas desde espacios oficiales o criminales. En otras palabras, existen
fundamentos razonables para concluir que el incremento de hechos delictivos de
alto impacto no responde a la actuación aislada de sus perpetradores
materiales, sino que los mismos se insertan a una política seguridad (en el
caso del Estado) o de control sobre el territorio (en el caso del crimen
organizado) en que la población ha sido el principal foco de ataque. Esta
política se conforma, en parte, por las omisiones sistemáticas de las
instituciones estatales para dar una respuesta pronta y efectiva a la
perpetración de los hechos descritos.
Sobra decir que el informe
es mucho más detallado en sus planteamientos. En todo caso, es oportuno
destacar que esta forma de argumentar jurídicamente la posible existencia de
una política (desde la lectura conjunta de acciones y omisiones) ha sido una
estrategia ampliamente utilizada tanto en contextos nacionales como
internacionales. Desde procesos penales, hasta informes parlamentarios o de
comisiones de investigación o la verdad, la existencia de una política se ha
establecido a través del examen concatenado de diversos hechos que apuntan
hacia la misma conclusión. Es decir, ante la ausencia de documentos explícitos
sobre la política, la misma se determina haciendo uso de prueba indirecta.
De la misma forma, es necesario
reiterar que el informe de OSJI se plantea desde un estándar probatorio
específico, i.e. los fundamentos razonables. Lo anterior, en términos
más o menos concretos, implica que la información recabada no es exhaustiva o
concluyente. Sin embargo, una vez que se ha establecido que existen fundamentos
razonables sobre la comisión de un crimen, existe la indiscutible
necesidad de desarrollar líneas de investigación que incorporen el análisis de
contexto, con base en categorías propias del DPI (que es también, por la
ratificación de los tratados relevantes, derecho mexicano).
Este es, al final de
cuentas, el gran reto que Atrocidades innegables plantea a la
sociedad mexicana en su conjunto y al gremio jurídico en específico. Ante las
dimensiones de la crisis, es indispensable reenfocar los parámetros del debate
jurídico, particularmente por lo que toca a las investigaciones penales. Para
estos fines, será indispensable incorporar un análisis de contexto de los
hechos delictivos, con base en las categorías propias del DPI, antes que
continuar en un discurso tradicional de la excepcionalidad de la delincuencia
que solo conduce a la fragmentación de las investigaciones.
Esta es la única vía para
enfrentar jurídicamente la realidad. Esta es la única vía para identificar a
las personas con mayor responsabilidad por la crisis que vivimos. Esta es la
vía que deberán de caminar las instituciones nacionales, para lo cual la
asistencia internacional será crucial. Esta es la vía que han recorrido otros
países latinoamericanos. El ejemplo que nos dan a través de los resultados
obtenidos es, sin duda, esperanzador.
Epílogo: Tal como lo
propone Atrocidades innegables, la mejor vía para responder a esta
situación será a través de las instituciones nacionales de justicia, operando
en conjunto con la asistencia internacional. El informe no propone a la Corte
Penal Internacional (CPI) como la vía idónea.
En todo caso, sobre este
punto es oportuno señalar que en meses recientes la Oficina de la Fiscalía de
la CPI determinó suspender su examen preliminar en la situación mexicana; el
mismo había sido iniciado hace un par de años, en respuesta a diversas
comunicaciones presentadas por actores nacionales e internacionales. Lo
anterior no significa, sin embargo, que la propia Fiscalía no pueda reactivar
dicho examen. Éste constituye una etapa pre-procesal, en la cual no se adoptan
decisiones definitivas (es decir, que constituyan cosa juzgada internacional)
sobre la competencia de la CPI o al admisibilidad de situaciones o casos. Con
base en nueva información, la propia Fiscalía puede retomar (como lo ha hecho
ya en algunas situaciones) un examen que había sido previamente suspendido.
Ximena Medellín Urquiaga. Profesora
Asociada de la División de Estudios Jurídicos, CIDE.