lunes, 25 de julio de 2016

Atrocidades innegables: México desde el derecho penal internacional

dpi Hace poco más de un mes, la organización internacional Open  Society Justice Initiative (OSJI) presentó un nuevo informe sobre la  crisis de violencia que enfrentamos en México desde hace una  década. Con un título indiscutiblemente sugerente,“Atrocidades  innegables: Confrontando crímenes de lesa humanidad en  México” se trata del resultado de más de tres años de investigación  por parte de OSJI, realizada en conjunto con algunas organizaciones  nacionales de derechos humanos y otros expertos internacionales.




El informe se plantea desde tres preguntas tan sencillas como inquietantes: ¿Cuál es la dimensión real de la crisis de violencia que vive actualmente México? ¿Es posible identificar algún patrón que vincule hechos de violencia que de otra forma parecerían eventos aislados? ¿Existe la voluntad por parte de las autoridades mexicanas para investigar y sancionar dichos
crímenes? La respuesta a cada una de estas preguntas es simplemente desoladora.

Atrocidades innegables comienza por destacar un problema ampliamente conocido, pero nunca oficialmente reconocido por el gobierno mexicano: las cifras sobre la violencia en México son insuficientes e incoherentes. Las bases de datos generadas desde espacios públicos o sociales se han construido con metodologías diversas, lo que dificulta su contraste. En la misma medida, aquéllas tienen limitaciones temporales o geográficas, por lo que no dan cuenta de un panorama integral de la violencia.

Aun con estas dificultades, Atrocidades innegables se aproxima a la dimensión de la violencia en México desde la lectura conjunta de distintas fuentes de información. Este ejercicio no está exento de problemas metodológicos, como reconoce el mismo informe. Sin embargo, los resultados son tan contundentes que difícilmente podría alegarse que la técnica de análisis quita peso a las conclusiones propuestas.

La dimensión de la violencia en México es simplemente alarmante. Incluso en estimaciones conservadoras, el número de personas ejecutadas, torturadas o desaparecidas excede por mucho los márgenes esperables en una sociedad que no atraviesa por un conflicto armado o por un régimen dictatorial.

Dentro de este marco general, Atrocidades innegables también propone un análisis más detallado de algunos casos que han adquirido una infame notoriedad. Tlatlaya, Allende, San Fernando, Ayotzinapa, Apatzingan, Ojinaga… la lista sigue creciendo, sin que los parámetros para el análisis jurídico hayan variado significativamente desde el inicio de la crisis.
En este punto se devela la verdadera innovación del informe presentado por OSJI. En contraste con reportes previos, Atrocidades innegables propone su análisis no sólo desde la recopilación de cifras o el recuento detallado de los casos, sino desde preguntas distintas: ¿es posible que estos hechos de violencia no sean eventos aislados sino que respondan a patrones criminales comunes?; ¿podrían existir fundamentos razonables para concluir que dichos patrones son parte de una política impulsada por actores estatales o por organizaciones del crimen organizado?
Para responder a estas preguntas, Atrocidades innegables recurre al único marco que realmente brinda herramientas especializadas para el examen jurídico de contextos con estas características particulares: el Derecho Penal Internacional (DPI).
Derecho penal internacional como marco de análisis

El DPI es una rama jurídica poco conocida en México, a pesar de su creciente importancia a nivel regional e internacional. Este desconocimiento tampoco es casual o incidental.
La falta de familiaridad del gremio jurídico con el DPI parece ser otra consecuencia de la ausencia de procesos judiciales por los crímenes cometidos durante la guerra sucia. En contraste con otros países latinoamericanos, la inacabada transición mexicana no fue capaz (o no tuvo la voluntad) de perseguir los hechos acontecidos en el pasado; mucho menos, tomando como fundamento este marco jurídico particular. Los pocos casos que alcanzaron los tribunales nacionales fueron resueltos en términos más bien formalistas, sin tomar en consideración el marco internacional en la materia.

En la misma medida, la reticencia o, al menos, la negligencia de las autoridades para promover activamente la implementación a nivel nacional de los tratados internacionales relevantes –de los que México es parte desde hace al menos una década– ha colaborado a mantener al DPI al margen de nuestro propio sistema jurídico. En el imaginario de una parte importante del gremio jurídico, aquél sigue siendo concebido como un tema “satélite”, relevante para otros contextos pero no para nuestro país. La realidad no podría ser más diferente.

El DPI suele identificarse con las situaciones históricas que condujeron a su consolidación. En particular, los tribunales penales internacionales para Núremberg, Tokio, la Antigua Yugoslavia y Ruanda. Sin minimizar la relevancia de estos antecedentes, lo cierto es que en la actualidad el DPI es mucho que dichos procesos o que las situaciones que los detonaron.

Durante las últimas décadas, aquél se ha operado de forma exitosa en contextos tanto nacionales como internacionales. Solo en nuestra región, las cortes peruanas, argentinas, chilenas, colombianas, guatemaltecas o salvadoreñas (por citar algunas) han integrado exitosamente el DPI a sus propios sistemas, para producir algunos de los fallos más reconocidos internacionalmente.

La constante en todas estas situaciones ha sido la imperiosa necesidad de responder jurídicamente a contextos de macro-criminalidad, en los cuales los hechos delictivos no constituyen ya conductas aisladas o excepcionales, sino que responden a intenciones o patrones concretos y/o a condiciones específicas del contexto, tales como los conflictos armados. Esta es precisamente la especialidad del DPI.

Con base en la proscripción de determinadas conductas, conocidas genéricamente como crímenes internacionales, el DPI provee a los operadores jurídicos las herramientas para incorporar en el análisis de la conducta delictiva, los contextos en que la misma se comete. Lo anterior, a fin de evitar la fragmentación que deviene de un examen con categorías del derecho penal tradicional. Paralelamente, el DPI propone formas más complejas de autoría y participación, de manera que los procesos se puedan centran en las personas con la más alta responsabilidad, incluidos los superiores jerárquicos civiles o militares. Este entramado normativo se complementa, además, con reglas específicas sobre la imprescriptibilidad de los crímenes, la improcedencia de amnistías e indultos o la exclusión de ciertos eximentes de responsabilidad penal como las órdenes del superior jerárquico, entre otras.

La base material del DPI la constituyen, entonces, los crímenes internacionales. En términos generales, estos crímenes se clasifican en cuatro grandes categorías: (i) el crimen de agresión; (ii) el crimen de genocidio; (iii) los crímenes de lesa humanidad, y (iv) los crímenes de guerra. Cada una de estas categorías se conforma tanto por sus conductas constitutivas –por ejemplo, el asesinato, la tortura, la desaparición forzada o la violencia sexual– como por sus elementos contextuales. La conjunción de todos estos elementos es lo que permite subsumir una conducta particular en alguno de estos crímenes específicos.

Así entonces, en tanto que un homicidio podrá ser clasificado como un crimen de lesa humanidad, el mismo hecho también podría ser considerado (de forma concurrente o excluyente) como un crimen de guerra. ¿Cómo se decide esa clasificación? Precisamente en referencia a los elementos contextuales de cada categoría. Mientras el genocidio requiere que los perpetradores actúen con la intensión específica de destruir total o parcialmente a un grupo étnico, religioso, racial o nacional como tal, en los crímenes de lesa humanidad, las distintas conductas deberán cometerse como parte de un ataque generalizado o sistemático en contra de la población civil y con conocimiento de dicho ataque. Por su parte, en los crímenes de guerra las conductas materiales deberán tener un nexo con un conflicto armado de carácter internacional o no internacional, además de cometerse en contra de una persona que no participe o haya dejado de participar en las hostilidades y/o en contra de las prohibiciones sobre medios y métodos de guerra.

Por ende, si un homicidio es cometido no solo con la intención de privar de la vida a una persona, sino también con la intención de destruir al grupo (racial, nacional, religioso o étnico) al que pertenece esa persona, dicho hecho podrá ser parte de un genocidio. Por el contrario, si no existe tal intención, pero sí el conocimiento de que el homicidio se da dentro de un ataque sistemático en contra de la población civil (incluso en ausencia de un conflicto armado), aquél podría ser jurídicamente clasificado como un asesinato como crimen de lesa humanidad.

Este complejo proceso de calificación jurídica ha sido operado en algunos países latinoamericanos a través de un ejercicio denominado “doble subsunción.” Una subsunción (o tipificación) inicial de los hechos en un delito base previsto en el código penal del país en cuestión, es seguida de una segunda subsunción (o adecuación) de la conducta a los elementos contextuales previstos en algún tratado internacional, particularmente el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. De esta forma, aún en ausencia de legislación de implementación, el proceso penal se puede seguirse por un delito contenido en la legislación nacional, pero sin perder los elementos contextuales que devienen de una prohibición internacional reconocida desde mediados del siglo pasado.

Esta lógica corresponde a una visión amplia del principio de legalidad penal, según ha sido reconocido en el artículo 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. De conformidad con dicha disposición, “nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho nacional o internacional.”
¿Cuál es la relación del DPI con otras ramas del derecho internacional?

Esta breve descripción de las normas que conforman el corazón del DPI hace patente su particularidad. El mismo se enfoca específicamente a la proscripción de las conductas consideradas como crímenes internacionales, los cuales vienen acompañados de un régimen específico de responsabilidades tanto de actores estatales como no estatales. De manera adicional, se podría decir que la regulación procesal de los tribunales penales internacionales también es parte de esta rama jurídica, aunque no conforma su materia sustantiva.

En este sentido, el DPI se diferencia de otras ramas del derecho internacional, particularmente del derecho internacional de los derechos humanos o del derecho internacional humanitario. En contraste con éstas, el DPI no reconoce derechos a las personas (con excepción de los derechos de los acusados y víctimas en los procesos penales internacionales), ni se encarga de la responsabilidad de los Estados por la violación de aquéllos. No se centra en establecer los límites a la conducta de las partes en un conflicto armado, ni determina, por ejemplo, reglas para analizar la proporcionalidad, necesidad o distinción en operaciones militares.

En consecuencia, la referencia al DPI no tendría ningún efecto directo en la forma en que se califica una situación dada, ni tampoco en las reglas de uso de la fuerza que deben observar las fuerzas policiales o armadas, el estándar de protección de los derechos de las personas, de las restricciones o posible suspensión de los mismos. La referencia al DPI no implica la legitimación de los grupos del crimen organizado, de la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad, ni de ninguna otra medida de intervención o política impulsada por las instituciones del Estado. Por el contrario, este tipo de elementos, tanto de hecho como de derecho, son los insumos para comprender las verdaderas dimensiones de la criminalidad en distintos contextos.

En este sentido, el DPI se alimenta de los marcos de análisis proporcionados por otras ramas específicas del derecho internacional o, en general, de las ciencias o disciplinas que analizan la violencia. Las mismas proporcionan claves necesarias para identificar patrones en la conducta de actores estatales y no estatales, así como de la situación general, sin las cuales no sería posible establecer jurídicamente los (tan referidos) elementos contextuales de los crímenes internacionales.

Esta sencilla descripción del DPI no responde aún a otras preguntas esenciales, que se derivan de la lectura de Atrocidades innegables: ¿por qué es oportuno analizar la situación mexicana desde el DPI?; ¿qué elementos novedosos puede aportar esta rama del derecho internacional que puedan ayudar a responder mejor a la crisis que enfrentamos? La respuesta a estas cuestiones yace, nuevamente, en la especialidad del DPI.

¿Por qué analizar la situación mexicana desde el derecho penal internacional?

Más allá de las preguntas que se puedan tener sobre la metodología adoptada por distintos informes nacionales e internacionales sobre la crisis mexicana, incluido Atrocidades innegables, una cosa parece clara e indiscutible: la dimensión actual de la violencia no tiene precedentes en nuestra historia reciente. Desde esta premisa, resulta fundamental proponer respuestas innovadoras a través del uso de las herramientas de análisis adecuadas. Esto incluye, por supuesto, los marcos jurídicos idóneos. Esta es, precisamente la apuesta del informe in comento.

La introducción de la noción de los crímenes de lesa humanidad, no es solo una referencia incidental o irresponsable. Por el contrario, implica un verdadero cambio de timón en la narrativa jurídica desde la que se ha propuesto el análisis del fenómeno delictivo (tanto de actores estatales como no estatales) en México.

La premisa base es más o menos sencilla: ¿cuáles son las probabilidades de que un incremento desproporcionado de hechos delictivos, dentro de un período relativamente corto de tiempo, sea consecuencia de la conducta aislada de algunos individuos?, ¿cuáles son las posibilidad de que dicho incremento sea más bien consecuencia de una estrategia de seguridad o control diseñada e implementada por distintos órganos del Estado, sin garantías suficientes para la protección a las personas?, ¿es más factible que el incremento desproporcionado en el número de personas ejecutadas, torturadas o desaparecidas responda a la actuación de “algunas manzanas podridas” o a un esquema estatal más profundo que ha fomentado, por acción y omisión, el ataque en contra de amplios sectores de la población? Preguntas similares se proponen en Atrocidades innegables para los crímenes cometidos por actores no estatales, en particular la organización conocida como Los Zetas.

Con base en la evidencia recabada por más de tres años, los especialistas que trabajaron en este informe concluyeron que existen fundamentos o bases razonables para afirmar que cierto tipo de delitos cometidos en México responden a un patrón de operación de actores estatales y no estatales, que se vincula directamente a las estrategias impulsadas desde espacios oficiales o criminales. En otras palabras, existen fundamentos razonables para concluir que el incremento de hechos delictivos de alto impacto no responde a la actuación aislada de sus perpetradores materiales, sino que los mismos se insertan a una política seguridad (en el caso del Estado) o de control sobre el territorio (en el caso del crimen organizado) en que la población ha sido el principal foco de ataque. Esta política se conforma, en parte, por las omisiones sistemáticas de las instituciones estatales para dar una respuesta pronta y efectiva a la perpetración de los hechos descritos.

Sobra decir que el informe es mucho más detallado en sus planteamientos. En todo caso, es oportuno destacar que esta forma de argumentar jurídicamente la posible existencia de una política (desde la lectura conjunta de acciones y omisiones) ha sido una estrategia ampliamente utilizada tanto en contextos nacionales como internacionales. Desde procesos penales, hasta informes parlamentarios o de comisiones de investigación o la verdad, la existencia de una política se ha establecido a través del examen concatenado de diversos hechos que apuntan hacia la misma conclusión. Es decir, ante la ausencia de documentos explícitos sobre la política, la misma se determina haciendo uso de prueba indirecta.

De la misma forma, es necesario reiterar que el informe de OSJI se plantea desde un estándar probatorio específico, i.e. los fundamentos razonables. Lo anterior, en términos más o menos concretos, implica que la información recabada no es exhaustiva o concluyente. Sin embargo, una vez que se ha establecido que existen fundamentos razonables sobre la comisión de un crimen, existe la indiscutible necesidad de desarrollar líneas de investigación que incorporen el análisis de contexto, con base en categorías propias del DPI (que es también, por la ratificación de los tratados relevantes, derecho mexicano).

Este es, al final de cuentas, el gran reto que Atrocidades innegables plantea a la sociedad mexicana en su conjunto y al gremio jurídico en específico. Ante las dimensiones de la crisis, es indispensable reenfocar los parámetros del debate jurídico, particularmente por lo que toca a las investigaciones penales. Para estos fines, será indispensable incorporar un análisis de contexto de los hechos delictivos, con base en las categorías propias del DPI, antes que continuar en un discurso tradicional de la excepcionalidad de la delincuencia que solo conduce a la fragmentación de las investigaciones.

Esta es la única vía para enfrentar jurídicamente la realidad. Esta es la única vía para identificar a las personas con mayor responsabilidad por la crisis que vivimos. Esta es la vía que deberán de caminar las instituciones nacionales, para lo cual la asistencia internacional será crucial. Esta es la vía que han recorrido otros países latinoamericanos. El ejemplo que nos dan a través de los resultados obtenidos es, sin duda, esperanzador.

Epílogo: Tal como lo propone Atrocidades innegables, la mejor vía para responder a esta situación será a través de las instituciones nacionales de justicia, operando en conjunto con la asistencia internacional. El informe no propone a la Corte Penal Internacional (CPI) como la vía idónea.

En todo caso, sobre este punto es oportuno señalar que en meses recientes la Oficina de la Fiscalía de la CPI determinó suspender su examen preliminar en la situación mexicana; el mismo había sido iniciado hace un par de años, en respuesta a diversas comunicaciones presentadas por actores nacionales e internacionales. Lo anterior no significa, sin embargo, que la propia Fiscalía no pueda reactivar dicho examen. Éste constituye una etapa pre-procesal, en la cual no se adoptan decisiones definitivas (es decir, que constituyan cosa juzgada internacional) sobre la competencia de la CPI o al admisibilidad de situaciones o casos. Con base en nueva información, la propia Fiscalía puede retomar (como lo ha hecho ya en algunas situaciones) un examen que había sido previamente suspendido.





Ximena Medellín Urquiaga. Profesora Asociada de la División de Estudios Jurídicos, CIDE.