Enrique Peña Nieto nos ha
pedido perdón por el escándalo de la “Casa Blanca” y Aurelio Nuño nos invita a
dejar atrás la masacre de Nochixtlán para debatir sobre su nuevo “modelo
educativo” neocolonial y privatizante. Al más típico estilo priista se
privilegia la impunidad por encima de todo.
Se repite el escenario que tuvo
lugar a finales de 2014, cuando Peña Nieto llamó a los mexicanos a simplemente
“superar” la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl
Isidro Burgos, de Ayotzinapa. Con el tradicional coctel de demagogia,
represión, guerra mediática y reformas simuladoras, se busca tender una cortina de humo que recubra y nos haga olvidar los enormes agravios cometidos contra la
sociedad durante el sexenio actual.
En respuesta al olvido y
el perdón que pide el gobierno, a los ciudadanos nos toca mantener viva la
memoria, exigir castigos ejemplares para los responsables del desastre
nacional, así como trazar una ruta de escape que pase por la revocación de
todas las “reformas estructurales” y el diseño de un plan estratégico hacia la
construcción de una nueva República.
Llama la atención que en
el mismo momento en que Nuño anunciaba su “modelo educativo”, el miércoles 20,
un grupo de porros escoltados por la fuerza pública irrumpió violentamente en
el bloqueo establecido por maestros y organizaciones sociales en la autopista
entre San Cristóbal de las Casas y Tuxtla Gutiérrez. Se ratifica la elección
preferencial de este gobierno por la ley del garrote.
Nuño ha colocado como ejes
prioritarios de su modelo la enseñanza del inglés, el fomento de “valores para
la convivencia” y la autonomía de gestión para las escuelas. En otras palabras,
se buscará impulsar una lógica neocolonial, una cultura de obediencia ciega a
la autoridad, así como la privatización de los planteles escolares por medio
del cobro de cuotas. En contraste, la columna vertebral de un verdadero modelo
educativo tendría que ser la historia, el pensamiento crítico y la gratuidad
absoluta de la educación impartida por el Estado.
Por otra parte, el nuevo
Sistema Nacional Anticorrupción promulgado el lunes pasado por el ocupante de
Los Pinos, es un bodrio que se limita a crear una serie de nuevas
“coordinaciones” y “comités” que solamente generarán mayor caos entre las
diversas instancias de control interno, control externo, sanción y
fiscalización en los diferentes poderes y niveles del Estado mexicano. Ahora
será aún más difícil que nunca saber quién es el verdadero responsable por
hacer valer la rendición de cuentas. Esta situación de confusión
institucionalizada abrirá jugosos negocios para una infinidad de consultores y
“expertos” pero también garantizará la continuidad del sistema de impunidad
estructural que está destruyendo la legitimidad de las instituciones públicas.
En contraste, el
manifiesto divulgado la semana pasada por las autoridades municipales y
agrarias de más de 150 pueblos originarios de Oaxaca, durante su histórica
caravana hacia la Ciudad de México, constituye un excelente punto de partida
para el necesario esfuerzo de construcción de unidad popular y ciudadana. Esta
nueva agrupación plural de pueblos indígenas surgió a raíz de la masacre de
Nochixtlán del pasado 19 de junio y se ha inspirado en la valiente lucha de la
CNTE y de todos los maestros del país contra la reforma educativa.
De manera importante, las
demandas de los pueblos oaxaqueños en resistencia rebasan las dimensiones
locales y gremiales que suelen acotar la fuerza de los movimientos sociales.
Las cuatro exigencias de lo que podemos llamar el “Manifiesto de Oaxaca” son:
1) justicia por los crímenes de Nochixtlán; 2) abrogación de las 12 “reformas
estructurales” aprobadas en el actual sexenio, en particular la educativa; 3)
libertad inmediata de todos los presos políticos del país;
4) juicio político
contra el titular del Ejecutivo Federal, Enrique Peña Nieto.
Son demandas absolutamente
razonables a las cuales tendríamos que sumarnos todos. Constituyen una agenda
mínima para iniciar un proceso de articu¬lación social y política hacia el
rescate de la nación, basado en principios universales de justicia, dignidad,
democracia y rendición de cuentas. Habría que considerar la organización de
mesas formales de negociación y diálogo entre los diferentes sectores y organizaciones
en resistencia para alimentar este manifiesto, incluyendo la participación de
estudiantes, maestros, indígenas, intelectuales, militantes y dirigentes de
Morena, familiares de desaparecidos, luchadores medioambientales, pequeños y
medianos empresarios, periodistas en resistencia, defensores de derechos
humanos, obreros y campesinos en general, entre otros.
Ya no podemos seguir con
la dinámica de mesas de negociación y diálogo exclusivamente con el gobierno.
La CNTE y los padres de familia de Ayotzinapa tienen razones muy legítimas para
reunirse con la autoridad, pero harían bien en demostrar el mismo compromiso en
sus relaciones con sus amigos y colegas de otras organizaciones sociales y
políticas. El asambleísmo y los pronunciamientos generales de unidad tampoco
son suficientes. Hace falta iniciar el arduo proceso de reconocer y dirimir las
diferencias existentes entre movimientos así como construir acuerdos de acción
coordinada entre las diversas resistencias.
El gobierno federal siente
pasos en la azotea. Los resultados electorales del pasado 5 de junio, los
históricos niveles de desaprobación ciudadana para el presidente de la
República, el desprestigio de Enrique Peña Nieto en el exterior y las encuestas
que demuestran el firme avance de Andrés Manuel López Obrador hacia 2018,
tienen al régimen contra la pared. El poder se encuentra atrapado en el mismo
laberinto de siempre de simulaciones y represiones. Al pueblo nos toca
desmontar los sectarismos destructivos así como templar nuestra obsesión con
las instituciones realmente existentes.
John Ackerman
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM