El alcalde de San Juan
Chamula, Domingo López González, colaboradores y acompañantes salen a la plaza
pública a atender los reclamos de los allí reunidos —dinero para obras,
recursos para artesanas— y en presencia de todos son tiroteados y asesinados.
Cinco personas muertas, una docena de heridas.
El hecho es brutal, propio
de un país donde el Estado de derecho se está desmoronando. Es verdad que
muchos presidentes municipales han sido ejecutados en los años recientes, pero esta vez no se trató de una emboscada en la carretera o en un paraje solitario,
sino en el sitio más público del pueblo mágico, sin que los homicidas hayan
tratado de actuar a la sombra.
Se informa que algunos de
los asesinos han sido detenidos, lo que al menos es una muestra de que las
autoridades están actuando —salvo que estemos ante otra fabricación de
culpables— con la diligencia que la gravedad del caso exige. Pero el crimen
tiene características que lo hacen especialmente ominoso.
En palabras de Sergio
Sarmiento: “La violencia es consecuencia de la inacción de un gobierno que ha
perdido la brújula, que no entiende ya su función en la sociedad. La principal
responsabilidad de un gobierno es proteger a los gobernados del robo y la
violencia. Esta función no se cumple con facilidad, ninguna sociedad está
completamente exenta del crimen; pero México es uno de los países con mayor
inseguridad y peor Estado de derecho” (Reforma, 25 de julio).
Creo que no exagero si
digo que en el país se ha venido gestando un ambiente social en el que se
percibe vacío de autoridad y gobiernos (tanto el federal como los locales)
arrinconados, temerosos de aplicar la ley ante grupos violentos.
A esa percepción ha
contribuido, si no me equivoco, la mistificación de la protesta social. La
protesta social en todo régimen democrático debe ser no sólo permitida, sino
también protegida por las fuerzas de seguridad, pero siempre y cuando se ejerza
dentro de los límites de la legalidad, sin violencia y sin atropello de los
derechos de los demás.
En nuestro país se ha
consentido a quienes ejercen esa protesta actos inadmisibles en un Estado de
derecho: la agresión a terceros, privándolos de su libertad y vejándolos; los
ataques a la policía con armas arrojadizas e incluso con armas de fuego; el
bloqueo de caminos, vías ferroviarias y carreteras que ha provocado desabasto
en las poblaciones y considerables perjuicios a la actividad económica; el
saqueo de tiendas, y el incendio de automóviles, autobuses y oficinas públicas.
Cuando tal tipo de
manifestaciones se van multiplicando, cuando se van esparciendo por cada vez
más regiones del país, cuando se van viendo como parte de la normalidad
cotidiana, se hace más difícil prevenirlas y castigarlas. No es lo mismo
enfrentar el bloqueo de una carretera que hacer frente a decenas de bloqueos en
diferentes puntos.
Es ya hora de que el Alto
Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, los ombudsman y las ONG que
enarbolan la causa de los derechos humanos exijan —como lo ha hecho la
iniciativa privada—, con el mismo vigor y énfasis con que denuncian los abusos
policiacos, que el Estado cumpla con su deber de proteger los derechos de
todos.
El diálogo tiene sentido
cuando los dialogantes analizan un problema y buscan conjuntamente la solución
más razonable, la más justa y sensata dentro de los márgenes de la ley; pero no
debe ser el sustituto de la obligación de los gobernantes de cumplir y hacer
cumplir el derecho.
Los gobiernos de la
República parecen estar contra las cuerdas. Desde hace un decenio el crimen
organizado ha puesto en entredicho su autoridad y su capacidad para imponer la
legalidad y hacer valer el monopolio legal del uso de la fuerza. Ahora también
son desafiados exitosamente por grupos que actúan a la luz del día.
Sólo faltaría, para
completar el escenario de un mundo raro en el que los delincuentes son las
víctimas, que grupos de presión exigieran la libertad de los presuntos
responsables de los homicidios de San Juan Chamula con el argumento de que,
dado que los delitos se cometieron al calor de la protesta social del pueblo
bueno, los detenidos son presos políticos.
Luis de la Barreda
Solórzano Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas.