La salida de Reino Unido
de la Unión Europea ha comenzado a desencadenar diversos y complejos resultados. Ahí donde se habló del modesto efecto mariposa para comprender la
relación de las cosas, aquí puede hablarse de una violenta sacudida con
insospechadas consecuencias.
En la larga noche del Brexit resurgió con fuerza
un viejo y peligroso sujeto: la “gente decente”. Nigel Farage lo invocó con
ánimo constitutivo en su discurso celebratorio.
Confirmó su existencia a la mañana siguiente. Dejó en claro que no se trataba de una mala aparición nocturna, ni de un improvisado recurso retórico. En su boca, la “gente decente”, como clase, estaba de vuelta, triunfante. Tanto que desplazó a los explotadores europeos que habían privado a un buen pueblo de su libertad, pero cuya acción decidida había permitido, Farage dixit, declarar su independencia. Aludiendo a otras épocas y lugares, las posibilidades creadoras de un 4 o un 14 de julio se trasladaron al 23 de junio. La gente común nuevamente era sujeto de su historia y escribiría, por sí misma, las memorables páginas que la habrían de componer.
En los tiempos que corren,
los individuos decentes son, además de escasos, una de las mejores cosas que
tenemos. Personas que actúan y actúan bien, en lo que deben o tienen que hacer.
Que no se indignan más que por lo que de suyo es indignante. Que acuden a sí
mismos en momentos de crisis personal o social, sin culpar a otros de sus
males. Que reclaman sus derechos sin propósitos pedagógicos ni vestimentas
heroicas. Como individuos, la gente decente es apreciable, necesaria,
modeladora. Como clase, es una pesadilla. Constituidos por sí mismos en la
creencia común de un “nosotros” o creados externa e interesadamente como un
“ellos”, el amorfo colectivo resultante se considera o se le considera
revestido de inefables cualidades morales. Desde ellas, de una evidente
superioridad con la cual puede juzgar o a nombre de la cual pueden emitirse
juicios para quienes no satisfagan la condición predicada. Lo nuevo del caso
británico es que el colectivo de los decentes se asume como sujeto histórico
actuante con base en premisas autoconfirmadas de vencedor. Si la moral de la
decencia permitió liberarse de los opresores europeos, ¿cuál es el límite de
sus determinaciones? Si los británicos han podido llegar a tanto persiguiendo
tan justas causas, ¿por qué excluir la constitución propia o la creación de
colectivos decentes para la realización de objetivos tanto o más legítimos que
la salida de una opresión puramente política?
Los años por venir se
anuncian convulsos. Acomodos, desigualdades, conflictos, reinvenciones y
supervivencias ya están aquí y se incrementarán. El mantenimiento de la
dominación subyacente y requerida adquirirá nuevas formas y sofisticará las
existentes. La experiencia nos ha enseñado a identificar populismos,
neoliberalismos, racismos, clasismos o dogmatismos religiosos. De un modo u
otro, conocemos sus instrumentos, instituciones, voceros y hasta, con mayor o
menor eficacia, las formas de resistirlos o de, al menos, evitar sus efectos
más perversos. Lo que no es fácilmente perceptible ni, por lo mismo combatible,
es el decentismo.
El decentismo tiene su propia moral y legitimidad. En tiempos
de agotamiento político, tanto institucional como partidario, en momentos donde
la corrupción política y empresarial destaca por sobre casi cualquier cosa, en
situaciones de incertidumbre y desasosiego individual y colectivo, la
constitución de la clase de los decentes a partir de su autocalificación como
virtuosos y excluyentes, es particularmente peligrosa. Comenzará como una
apelación aparentemente neutra a la salud pública y tratará de convertirse en
un referente de la acción fundado en una moralina simple y pesada. El problema
no es la “gente decente”, sino la ideología decentista y sus aspiraciones de
control social.
José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia