martes, 23 de junio de 2015

La nueva tregua de México

 En apariencia, las elecciones del pasado 7 de junio  resultaron menos complicadas de lo que se esperaba.  Recordemos que no pocos apostaban por el boicot  electoral. Algunos promovían la anulación del voto  por el ciudadano común, y otros, rayando en la  barbarie,  buscaban provocar el colapso de los  comicios mediante la violencia contra la logística del  proceso, sobre todo en Guerrero, Oaxaca y Chiapas.  Tanta fue la tensión que se hizo necesario un  despliegue de fuerza militar y pública sin precedentes  en la historia electoral reciente de México. 

Y no era para menos la expectativa de dificultades que se tenía. Estamos en un país en el que la violencia y la impunidad se han instalado. Es una realidad que consiste en un telón de fondo constante y sordo, más de 80 mil fallecidos y 22 mil desaparecidos a partir de 2006, y momentos extremos como el crimen contra los jóvenes normalistas de Ayotzinapa, que puso en vilo al gobierno nacional durante varias semanas y nos llevó al borde de la inestabilidad. De alguna manera, aunque para la fecha de las elecciones el tema de los normalistas desaparecidos ya se había desinflado, el acontecimiento y sus secuelas seguían presentes en el imaginario colectivo.

Durante la campaña electoral fueron asesinadas 21 personas, entre candidatos a puestos de elección popular, precandidatos y coordinadores de campaña. Tales hechos ocurrieron en los estados de Michoacán, México, Tabasco, Guerrero, Puebla, Oaxaca y el Distrito Federal. Por si fuera poco, el desencanto popular con los gobiernos recientes y con la figura presidencial tampoco hacía albergar esperanzas de un proceso terso y animado cívicamente. Por lo menos así lo dejan ver las investigaciones sobre la opinión pública que se han publicado. En una encuesta levantada en mayo por El Universal, el nivel de aceptación del presidente Peña Nieto era del 40 por ciento, y el 53 por ciento reprobaba su gestión; aunque en febrero, la aceptación del presidente era sólo del 37 por ciento.

De cualquier manera, las cosas resultaron mejor de lo esperado. Esto, repito, considerando el contexto de problemas que se esperaba, pues muchas casillas no pudieron ser instaladas, sobre todo en Oaxaca, con 137, y en Guerrero, con 26. El dato total es que 603 casillas no fueron abiertas o tuvieron que suspender su actividad y quedaron sin efecto electoral.

Con todo, el proceso electoral resultó exitoso y los partidos cazaron votos y lo que estos significan: capital político y cargos en el congreso federal, en los municipios y en los gobiernos estatales donde hubo comicios. La legitimidad electoral de las nuevas autoridades no está en riesgo. Hasta los estados con más problemas, como Guerrero y Michoacán, tendrán gobernadores legalmente constituidos. La continuidad constitucional está garantizada y los partidos que recogieron buena pesca, como Morena, por ejemplo, especulan ya sobre sus posibilidades presidenciales en 2018. Por si fuera poco, las debutantes candidaturas independientes pasaron la prueba y muchos nombres suenan para la grande.

La democracia, parece, está viva; funciona y logra su propósito primordial: transmitir pacíficamente el poder de unas élites a otras, y legitimar y dar estabilidad al orden social, político y económico que impera en la nación.

¿Podemos estar tranquilos y satisfechos? Conjurados los riesgos de una ruptura, ¿quedan atrás también los sentimientos de insatisfacción ciudadana con su país, sus instituciones y su futuro? Francamente lo dudo y me parecería un error pensar que la situación de aparente normalidad que vive el país tiene garantizada su permanencia. Tenemos, eso sí, otra vez, una tregua, una nueva oportunidad para construir el piso de instituciones sólidas y buenas prácticas de vida ciudadana que hagan posibles buenos ejercicios de gobierno. La gran lección es que hay esperanza sólo si los ciudadanos no contaminados por los vicios asociados a la búsqueda y ejercicio del poder, se deciden a participar con mucho más que su voto.

Los ciudadanos fueron a las urnas porque rechazan la violencia y la incertidumbre que provoca la falta de institucionalidad. Quisieron castigar a los malos gobiernos y dar incentivos a quienes aún no han demostrado que son como los de siempre. Pero falta mucho para llevar al país en la senda que necesitamos. Qué engañoso resulta creer que un líder mesiánico o un caudillo redentor, va a evitarles a los ciudadanos la necesidad de su participación constante y cuidadosa en los asuntos de su barrio, municipio, estado y país. El desarrollo político no se obtiene con discursos que emocionen a las masas, surgidos de gobernantes acostumbrados a vender espejos a sus seguidores. El desarrollo político es un entramado de instituciones sólidas, combinado con  comportamientos consistentes orientados por valores y propósitos comunes, que se construye a lo largo de muchos años, y que involucra a gobernantes y gobernados.