jueves, 9 de julio de 2015

Porfirio Díaz: ni héroe, ni antihéroe

 Cuenta Martín Luis Guzmán que a las seis y media de  la tarde del 2 de julio de 1815, en su departamento  de la casa número 28 de la  Avenida del Bosque, en  París, murió el general Porfirio Díaz. A su decir, fue  un tránsito sereno. No tuvo una enfermedad larga y  tampoco particularmente dolorosa. A mediados de  junio comenzó a sentirse mal: fatiga, mareos,        zumbido de oídos y adormecimiento de los dedos de  las manos y los pies, combinado con amagos de  bronquitis y resequedad en la garganta. Se vio  obligado a suspender sus paseos matinales por la  Avenida del Bosque; quedó condenado a mirar desde una silla los frondosos árboles de esta magnífica vía. 

A partir del día 28 guardó cama y cuatro días después se cumplió el vaticinio de su médico, el doctor Gascheau. A media mañana, dice Guzmán, “la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: ‘Mi madre me espera.’ El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. ‘¿Cómo?’ ‘¿Qué decía?’ ‘¡Ah, sí: la Noria!’ ‘¿Oaxaca?’ ‘Sí, sí: Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar’.”

La puntual descripción que hace Guzmán de los últimos días de Díaz fortalece la tesis de que tuvo un tránsito sereno desde el punto de vista de la fisiología de la muerte. A las seis de la tarde, el general perdió el conocimiento; por lo tanto, se puede colegir que en su trance mortal definitivo no fue presa de la angustia que en muchos casos se presenta.

Sin embargo, creo que en un sentido existencial Díaz expiró sin tranquilidad. No parece haber sido una travesía en calma si en sus momentos postreros suplicó con la mirada morir en Oaxaca, y estar cerca de Petrona Mori, su madre, y de Nicolasa Díaz, su hermana. ¿Presentía el general que su exilio europeo iba a prolongarse muchos años después de muerto y acaso para siempre? Quizás sí, y por ello el ruego lanzado desde la empequeñecida fuerza de voluntad que le quedaba.

Durante cien años tras aquel soleado julio de París la petición de poner fin a su destierro se ha presentado de manera tan persistente como fallida. La primera persona que solicitó el permiso para traer sus restos a México la hizo Carmelita, su viuda, en 1915. Luego vinieron los intentos de 1920, 1950 y 1960. En 1995 hubo otra tentativa, y una más en 2010, con motivo de los festejos del primer centenario de la revolución de 1910.

El pasado 2 de julio, en el Cabildo de Oaxaca, se presentó un nuevo intento. El regidor Francisco Reyes Cervantes anunció que se harán las gestiones necesarias, ante el gobierno de México, para traer a Díaz de regreso a Oaxaca. Por su parte, en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, el diputado federal priista Samuel Gurrión Matías elevó una petición en el mismo sentido. Uno de los argumentos esgrimidos por el diputado Gurrión es que la figura de Díaz ha sido mitificada, incomprendida y difamada, con una clara finalidad política.

No le falta razón al diputado Gurrión. En febrero de 1994, el historiador mexicano Enrique Krauze publicó un libro llamado Siglo de Caudillos, Biografía política de México. Allí, critica la historia de héroes y antihéroes que se nos ha impuesto desde la pirámide mexicana del poder político e intelectual. Al grupo de los héroes pertenecen Hidalgo, Morelos, Bravo, Guerrero, Juárez, y junto a ellos Madero, Villa, Zapata, Carranza, Obregón, Calles y Cárdenas.

El bando de traidores y vendepatrias se compone de Iturbide, Alamán, Santa Anna, Miramón y Maximiliano de Habsburgo. A esta última lista, dice Krauze, los intérpretes revolucionarios de la historia de México le añadieron el nombre de un “nuevo e inesperado huésped liberal: el ‘Héroe de la paz, el orden y el progreso’, Porfirio Díaz”.

Por consiguiente, continúa Krauze, “como todos los otros antihéroes de la maniquea historia mexicana, don Porfirio moriría sin ‘un recuerdo de gloria ni un sepulcro de honor’, pero en su caso con una pena mayor, tal vez la más injusta de aquel siglo de caudillos. Los restos de todos, incluso los de Hernán Cortés, descansarían en México; los de Porfirio Díaz no. En 1994 permanecen todavía sepultados en una sencilla tumba del Panteón de Montparnasse en París, proscritos de la patria cruel que contribuyó a salvar, edificar y consolidar. Su exilio póstumo ha sido largo: quizá será eterno”.

Es necesario revisar nuestra historia y convertirla en algo más que en un cuento para niños protagonizado por buenos y malos. Un juicio sereno le espera a Díaz y a muchos otros personajes. Pero lo importante no son ellos, sino nosotros, los mexicanos comunes, los que debemos reconciliarnos con nuestro pasado para saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Necesitamos hacerlo, para no necesitar héroes y antihéroes.