domingo, 16 de agosto de 2015

Teilhard de Chardin y el sentido de la evolución

 A la muerte, en 1955, de este científico y  renombrado paleontólogo, su prestigio y fama  eran ya del conocimiento mundial, sobre todo por  haber dirigido las excavaciones en Chou Kutien,  cerca de Beijing, en las que se encontraron restos  del famoso Sinanthropus u Hombre de Beijing.





Para su formación teológica y religiosa, como miembro de la Compañía de Jesús, no era suficiente ni definitivo registrar los hechos como tales, sino trascender a una realidad más profunda que él denominaba “sentido de la plenitud”, lo que lo llevó a interpretar los hechos y encontrarles un sentido, actitud que después de sus cincuenta años de paleontólogo le permitió tener una visión del cosmos, de la vida y del hombre que jamás pretendió que fuera metafísica, pero que obligadamente era ultrafísica. De manera tal que, como otros científicos renombrados –Poincaré, Einstein, Jeans–, insensiblemente pasó de la ciencia a la filosofía.

Fue esto lo que provocó el gran debate alrededor de su obra desde sus primeras publicaciones en revistas especializadas, en las que la originalidad y profundidad de su planteamiento, la seriedad y hondura de la observación y el análisis de los hechos, ejemplo de impecable rigor lógico, provocaron y fueron objeto de apasionados debates en diversos niveles del conocimiento general, y que demostraron que Teilhard siempre procuró, y logró, ser uno y el mismo.

Hay que señalar que una de sus ideas principales es que la evolución, al igual que en la obra de otros autores como Bergson y Le Roy, constituye la dimensión temporal de lo real y, por lo tanto, el universo es en sí mismo una historia, en la que la cosmogénsis, la biogénesis y la antropogénesis son capítulos de la misma. En la evolución, constreñida entre los dos infinitos tradicionalmente aceptados, lo inmenso y lo ínfimo, se presenta de forma constante el infinito de la complejidad. Gracias a esta complejidad, la materia llega a ser capaz de recibir la vida y la vida llega a ser capaz de recibir el pensamiento, en ese fenómeno que llamamos evolución, la cual es dirigida, irreversible y constante.

Las obras de Teilhard de Chardin tratan del desarrollo y demostración de esas tesis fundamentales y es en ellas que debemos estudiar los argumentos con que demuestra su validez no sólo científica, sino también ultrahumana, pues para él, con la aparición del ser humano con conciencia y reflexión, al igual que un sentido inmanente de la trascendencia, comienza la autoevolución en la que se llega a la noósfera y a lo ultrahumano, mediante la complejidad social que tiene su destino final en el punto Omega, polo de la evolución entera que atrae a todo el universo.

Teilhard fue un ser humano que se adelantó a su época y por lo mismo no fue totalmente entendido y comprendido en su pretensión científica y ultrafísica, en virtud de lo cual quiso ser, y lo logró, tanto hijo del cielo como de la tierra, y nunca tuvo duda alguna de que para ser cristiano y religioso tuviera que renunciar a lo humano que representaba su quehacer científico. Esta actitud le valió la censura vaticana y la prohibición de publicar más cuadernos y artículos en su vida crepuscular, relegado al silencio en el que murió, para después ser altamente reivindicado en el Concilio Vaticano II.