A la muerte, en 1955, de este científico y renombrado paleontólogo, su prestigio y fama eran ya del conocimiento mundial,
sobre todo por haber dirigido las excavaciones en Chou Kutien, cerca de
Beijing, en las que se encontraron restos del famoso Sinanthropus u
Hombre de Beijing.
Para su formación teológica y religiosa, como miembro de la Compañía de Jesús, no era suficiente ni definitivo registrar los hechos como tales, sino trascender a una realidad más profunda que él denominaba “sentido de la plenitud”, lo que lo llevó a interpretar los hechos y encontrarles un sentido, actitud que después de sus cincuenta años de paleontólogo le permitió tener una visión del cosmos, de la vida y del hombre que jamás pretendió que fuera metafísica, pero que obligadamente era ultrafísica. De manera tal que, como otros científicos renombrados –Poincaré, Einstein, Jeans–, insensiblemente pasó de la ciencia a la filosofía.
Fue esto lo que provocó el gran debate alrededor de su
obra desde sus primeras publicaciones en revistas especializadas, en las que la
originalidad y profundidad de su planteamiento, la seriedad y hondura de la
observación y el análisis de los hechos, ejemplo de impecable rigor lógico,
provocaron y fueron objeto de apasionados debates en diversos niveles del
conocimiento general, y que demostraron que Teilhard siempre procuró, y logró,
ser uno y el mismo.
Hay que señalar que una de sus ideas principales es que
la evolución, al igual que en la obra de otros autores como Bergson y Le Roy,
constituye la dimensión temporal de lo real y, por lo tanto, el universo es en
sí mismo una historia, en la que la cosmogénsis, la biogénesis y la
antropogénesis son capítulos de la misma. En la evolución, constreñida entre
los dos infinitos tradicionalmente aceptados, lo inmenso y lo ínfimo, se
presenta de forma constante el infinito de la complejidad. Gracias a esta
complejidad, la materia llega a ser capaz de recibir la vida y la vida llega a
ser capaz de recibir el pensamiento, en ese fenómeno que llamamos evolución, la
cual es dirigida, irreversible y constante.
Las obras de Teilhard de Chardin tratan del desarrollo
y demostración de esas tesis fundamentales y es en ellas que debemos estudiar
los argumentos con que demuestra su validez no sólo científica, sino también
ultrahumana, pues para él, con la aparición del ser humano con conciencia y
reflexión, al igual que un sentido inmanente de la trascendencia, comienza la
autoevolución en la que se llega a la noósfera y a lo ultrahumano, mediante la
complejidad social que tiene su destino final en el punto Omega, polo de la
evolución entera que atrae a todo el universo.
Teilhard fue un ser humano que se adelantó a su época y
por lo mismo no fue totalmente entendido y comprendido en su pretensión
científica y ultrafísica, en virtud de lo cual quiso ser, y lo logró, tanto
hijo del cielo como de la tierra, y nunca tuvo duda alguna de que para ser
cristiano y religioso tuviera que renunciar a lo humano que representaba su
quehacer científico. Esta actitud le valió la censura vaticana y la prohibición
de publicar más cuadernos y artículos en su vida crepuscular, relegado al
silencio en el que murió, para después ser altamente reivindicado en el
Concilio Vaticano II.