Reflexionar sobre la
relevancia de la designación de los ministros de la Suprema Corte de Justicia,
el proceso de renovación en sí, el papel de la justicia constitucional y el
perfil del juez constitucional son los objetivos de estas líneas. Así, a partir
de la reforma constitucional y legal de 1994-1995, la Corte debe cumplir no
solamente con las funciones correspondientes a la máxima autoridad
jurisdiccional en el país como corte de legalidad, sino además con las propias
de un tribunal de constitucionalidad.
Lo anterior implica que a
la Suprema Corte le compete —tras la célebre disputa entre Hans Kelsen y Carl
Schmitt sobre quién debe ser el defensor, guardián o protector de la
constitución— garantizar la supremacía constitucional y con ello contribuir
tanto a la determinación de los derechos como a la división de los poderes. En
pocas palabras es —como diría Ronald Dworkin— el “foro de principios” donde se delibera, discute y decide sobre cuáles son nuestros derechos fundamentales y
los límites al poder público.
Entonces, los dos principales retos que tiene ante sí la Corte son ser, a la vez, un órgano o poder público democrático comprometido con la defensa de los derechos de “todos” por igual: mayorías y minorías, hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales, laicos y religiosos… e independiente de los demás órganos o poderes públicos, a los que tiene el deber de controlar e inclusive ser el arbitro de las controversias entre ellos.
Como es sabido, la Suprema
Corte está integrada por 11 ministros (art. 94); quienes deben reunir ciertos
requisitos tanto personales como profesionales o técnicos (art. 95); y son
designados por el Senado con una votación calificada de dos terceras partes,
previa comparecencia de las personas propuestas dentro de la respectiva terna
enviada por el presidente de la República (art. 96).
En cuanto a los
requisitos, habría que destacar que la existencia tanto de una “cláusula de
preferencia” como de un “régimen de incompatibilidades” refuerzan un perfil de
juez constitucional caracterizado no sólo por su “eficiencia, capacidad y
probidad en la impartición de justicia” o por su “honorabilidad, competencia y
antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica” sino
también por una presunta independencia ante el gobierno en turno o los partidos
políticos de los cuales tendría que haberse separado un año antes de su
nombramiento.
Respecto al procedimiento,
habría que enfatizar que será el aplicable al menos para la renovación de los
dos próximos ministros y que es un proceso claramente político, ya que en la
designación de los integrantes del más alto tribunal del Poder Judicial
intervienen tanto el titular del Poder Ejecutivo como una de las dos cámaras
del Poder Legislativo. El problema es que la designación puede “politizarse” y
peor aún obedecer a la lógica del intercambio de votos y en consecuencia a
cuotas partidistas, sobre todo cuando se realizan dos renovaciones al mismo
tiempo. Un problema adicional es que en los hechos las ternas se han vuelto
-válgase la expresión- de uno,i.e. con un claro destinatario, lo cual
desvirtúa la idea de la terna y afecta -o al menos puede afectar- su
independencia y hasta imparcialidad.
Para concluir, cabe
recordar las palabras de sir Francis Bacon en su ensayo “Sobre los deberes de
los jueces”, en el cual -tras la famosa polémica entre el rey James I y el
ministro presidente Edward Coke- afirma: “Los jueces jamás deben olvidar que su
oficio es ius dicere y no ius dare; es decir, que su oficio es
interpretar y aplicar la ley, y no hacerla o imponerla como comúnmente se
dice.” Lo anterior para sugerir que el juzgador debe actuar dentro del marco
jurídico-constitucional sin invadir ni usurpar las atribuciones que le
corresponden al legislador.
Imer B. Flores.
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas – UNAM; miembro del
Sistema Nacional de Investigadores (SNI).