La noticia es cíclica y en
las últimas semanas frecuente. Diversos gobiernos han decidido minimizar o suprimir
las ciencias sociales y las humanidades de los programas de estudio. En las propuestas se acepta un poco de literatura, un tanto de historia, pero
prácticamente nada de filosofía o ética. Las justificaciones tratan de ser objetivas y distintas. Para los japoneses, lograr alta productividad
tecnológica; para los británicos, ingentes austeridades económicas; para los españoles, diversificar la oferta, religión incluida.
Lo que pareciera querer
distinguirse hasta llegar a ser propio, no lo es tanto. Finalmente se trata de educar a fin de potenciar las posibilidades tecnológicas nacionales, lo que
desde luego no implica ciencia.
La tecnología como objeto y fin, como eje rector de la educación y ésta, a su vez, del consumo incesante y autojustificado. El consumo como eje del proceso educativo de, en el experimento, varios años y numerosos alumnos hasta que las mayorías electorales resistan. Saber para producir y producir para consumir, como motto y horizonte.
En los numerosos trabajos
producidos para explicar el fenómeno nazi, llama la atención la mala
incorporación de la Ilustración a la cultura alemana. El desplazamiento de la
razón es uno de los elementos mejor estudiados; la subordinación a la técnica
es otro, siempre relacionado con aquél. Lo relevante no fue producir Zyklon b,
sino lograr que fuera más barato, transportable y efectivo para los fines
elegidos. El progreso, marchando a su propio ritmo, desplazó las
consideraciones críticas sobre la dirección y los valores a seguir. Lo
relevante fue la marcha y la velocidad, no el sentido ni los efectos. Jeffrey
Herf dio cuenta de ello en el libro que en su título, El modernismo
reaccionario, encerró tan complejos procesos (Cambridge, 1984).
El problema actual es
diferente al que hace años enfrentaron los alemanes. Ahora no se trata de saber
cómo incorporar la Ilustración, sino qué hacer con ella. Al suponer que la
tecnología debe dominar la educación, la razón será desplazada. En un mundo
dominado por el capitalismo financiero global, la lógica educativa se
instrumentaliza a las condiciones de legitimación y reproducción de esa forma
de capitalismo. Las posibilidades del pensamiento crítico generadas por la
filosofía, la ética o la historia, desde luego bien enseñadas, quedan
marginadas. No tan sutilmente, van perdiéndose los instrumentos para observar y
entender la dominación imperante. El Estado ha quedado en mucho subordinado. La
apropiación que de él se ha hecho desde las oligarquías es patente. Ahora se
pretende que desaparezca la enseñanza de los pocos instrumentos construidos
durante siglos para percatarnos del mundo y sus formas de realización. Sin
ellos, es posible que aumenten las formas autorreferenciales más simples. Que
la apropiación del quehacer político y de lo público parezca normal, y que las
formas de producción de bienes y servicios que lo determinan se hagan cada vez
menos visibles.
Ver al pensamiento
especulativo como inútil es un gran paso para acrecentar los procesos de
domesticación. Suponer que la enseñanza formal de la cultura es un exceso que
debe subordinarse a los aprendizajes técnicos, es un buen camino para avanzar
en la instrumentalización de las personas mediante la instrumentalización de
sus quehaceres. Lo que se habrá de lograr con la mala propuesta de disminuir o
suprimir la enseñanza de las ciencias sociales y las humanidades es,
finalmente, negar las condiciones que hacen posible la reflexividad individual
y social. Implica prescindir de las categorías que, si no a todos, sí a muchos
les permiten darse cuenta de su condición humana, equiparse con algunos
instrumentos para tratar de trascenderla en beneficio propio y, deseablemente,
de otros seres humanos. En tan desafortunadas degradaciones, el mantenimiento
de buenos programas educativos en ciencias sociales y humanidades tiene sentido
revolucionario. Así están las cosas.
José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia