Una de las fuentes
innegables del Derecho es la estupidez parlamentaria.
Daniel Cosío Villegas
What is commonly called
Utopian is something too good to be practicable; but what they appear to favour
is too bad to be practicable.
John Stuart Mill
Siendo presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon dijo que “la guerra contra las drogas es nuestra segunda guerra civil”.
Siendo presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon dijo que “la guerra contra las drogas es nuestra segunda guerra civil”.
Planteado, por supuesto, como una guerra de los buenos
contra un mal evidente y absoluto. Lo cual no era sino otra mentira de aquel famoso mentiroso.
Pero, paradójicamente, esta afirmación sólo podía ser cierta si se leía con los ojos del bando esclavista del sur, en lo que sería la primera guerra civil de aquel país, y con miras a establecer un nuevo sistema de “Jim Crow” como objetivo de esta política prohibicionista. De tal manera que la “guerra contra las drogas” de los siglos XX y XXI actualizaría las políticas e intenciones de fondo de los sureños segregacionistas de los siglos XIX y XX.
En este contexto, en
México la supuesta segunda guerra civil nixoniana habría llegado a dar pie a
una guerra civil económica. En efecto, la evidencia empírica permite afirmar
que la prohibición de las drogas ha provocado más males que beneficios. Si
se revisan los datos arrojados por los trabajos serios relacionados con la
política de drogas, desde los de Ethan Nadelmann y Alejandro Madrazo a los de
Fernando Escalante y Ernest Drucker, los de Luis Astorga o Elena Azaola,
pasando por los del Grupo de Expertos de la London School of Economics y el
mexicano Colectivo Unido por una Política Integral Hacia las Drogas, y se hace
un ejercicio de derivación y agregación consecuente, lo que puede encontrarse
son demasiados efectos negativos como consecuencias globales –por generales e
internacionales- de esta política prohibicionista de las drogas. Veamos.
No sólo incentiva
relativamente el consumo sino que facilita costosas adicciones. No reduce los
daños en materia de salud pública; por el contrario, los maximiza. Las drogas,
bajo el paradigma prohibicionista, se ubican en condiciones de oscuridad,
clandestinidad, ilegalidad y criminalización. Por otro lado, incentiva
una discriminación penal contra pobres y otros desaventajados (y
afroamericanos en el caso de Estados Unidos, con una tasa de reclusión entre 13
y 15 veces mayor a la de los hombres blancos). Con los encarcelamientos
injustos y masivos se alimenta la población de un sistema carcelario ya
saturado, lo que es otro factor de la reproducción criminal.
Se violan derechos
humanos y se imponen barreras ilegítimas a las libertades
individuales. Pero para no ir más lejos, podemos concentrarnos aquí en
otras grandes consecuencias que incluyen o se relacionan con las anteriores, y
que son de la mayor relevancia fuera del llamado primer mundo.
Creación de crimen. Prohibir
moralinamente por ley es poner bajo control de criminales lo que nadie –salvo
ellos- quiere que controlen los criminales. Se trata de un absurdo de los
prohibicionistas: creen que ciertas sustancias son tan malas que deben quedar
prohibidas, pero prohibirlas legalmente –en vez de regularlas legalmente de
modo no prohibitivo- las pone en manos de individuos pertenecientes a segmentos
de población como lo son delincuentes profesionales. Y más aún: así se crean
los criminales de las drogas: no hay narco sin ilegalidad. No hay narco sin
prohibición. Por eso es que la legalización es una medida contra el fenómeno
económico-cultural conocido como narcotráfico.
Corrupción. La
prohibición y su guerra contra las drogas son fuente de corrupción. Es
imposible que no lo sean: el negocio y su potencial son enormes, más allá de
cualquier literalidad: 100% de mercado negro, a explotar y defender para toda
droga que no sea tabaco o alcohol. Ante esto, algunos sugieren la idea de que
no debemos legalizar las drogas hasta que el Estado sea menos corrupto, o que
no hay que legalizarlas porque el Estado está muy corrompido.
Pero Estados como
el mexicano son tan corruptos como son, entre otras causas, justamente por esta
política de prohibición. En este sentido, eliminar la prohibición es dar el
primer paso para acabar con una gran fuerza corrupta y una gran presión
corruptora. Como ha recordado Stefano Fumarulo, la corrupción es delincuencia
organizada y la delincuencia organizada es corrupción.
No Estado de Derecho. La
prohibición es una amenaza y un obstáculo al Estado de Derecho, ese arreglo
sistémico que no ha crecido en México, por poner un ejemplo. Y es que, puesto
en palabras del ex presidente colombiano Virgilio Barco, “la única ley que no
violan los narcoterroristas es la de la oferta y la demanda”.
Una situación
posible y probable gracias a las políticas prohibicionistas. Prohíbes las
drogas por ley, surgen delincuentes especializados y profesionales que rompen
la ley. Cómo avanzar, entonces, hacia un Estado de Derecho si se insiste, de
jure o incluso de facto, en eso que equivale a la locura de
encarcelar a alguien por tomar unas cervezas. Es decir, encarcelar a alguien
por fumar unos cigarros de marihuana. A todo ello hay que sumar los costos
constitucionales de los que habla, por ejemplo, Alejandro Madrazo, las
consecuencias de los compromisos gubernamentales con la guerra en contra de las
drogas sobre los compromisos constitucionales democráticos.
Ahora señalemos dos
consecuencias más de la política prohibicionista de drogas, que tienen
particular eco en nuestro país. Sin exagerar, puede decirse que una guerra
prohibicionista como la vigente presiona contra la calidad de la democracia y
la condiciona a la baja. Es muy difícil poner en duda que esta guerra haya sido
y sea un factor del deterioro político-institucional que ha sufrido este país,
si la prohibición aguijonea corrupción, impunidad, ineficacia gubernamental,
ingobernabilidad, debilidad estatal, desconfianza social… además de
desperdiciar constantemente recursos públicos.
En consecuencia, la
prohibición de drogas, como matriz jurídico-institucional, juega contra otra
deuda de polities como la mexicana: la consolidación –plena, cabal,
completa- del régimen democrático. Es posible que una democracia sobreviva en
medio de una guerra de antemano perdida y extremadamente costosa, pero no lo es
que suba sostenida y generalizadamente la calidad institucional de tal
democracia. ¿Cómo se consolidaría una democracia rodeada por semejantes
problemas? En esta guerra no sólo hay víctimas individuales, también las hay
del lado de las instituciones democráticas.
Existe una última
consecuencia: la cancelación de desarrollo. La prohibición se opone al
desarrollo en tanto proceso estructural pro-calidad de vida. ¿Por qué? Pues
debido a que si se malgastan recursos públicos en burocracia y operaciones de
“fuerza”, si se filtran esos recursos entre agentes y actos corruptos, si se
anulan en juicios y prisiones, y si no se permite la generación de recursos
nuevos vía impuestos de la legalidad, ¿cómo, entonces, la guerra contra las
drogas no obstaculizaría el desarrollo? Así, podemos concluir que la
legalización de drogas, esto es, su regulación pública, legal y democrática,
puede ser tomada como una política de desarrollo complementaria, al hacer lo
contrario de la prohibición: no destruir recursos materiales y humanos, abrir
oportunidades de negocio legítimo y de inversión, levantar una plataforma
fiscal progresista, etcétera.
Es urgente, no sólo justo
y necesario, terminar la guerra contra las drogas. No se trata de algo
demasiado bueno para ser practicable, sino de una alternativa mejor que la
realidad. Una matriz de posibilidades institucionales positivas y reales. La
política prohibicionista, por sus inocultables consecuencias, es como ciertas
cosas que vio Stuart Mill: algo demasiado malo para ser practicado.
José Ramón López Rubí.
Colaborador de la División de Administración Pública del CIDE.