viernes, 30 de octubre de 2015

Consecuencias generales de la prohibición de las drogas

 Una de las fuentes innegables del Derecho es la estupidez  parlamentaria.
 Daniel Cosío Villegas

 What is commonly called Utopian is something too good to be  practicable; but what they appear to favour is too bad to be  practicable.
 John Stuart Mill

 Siendo presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon dijo que “la  guerra contra las drogas es nuestra segunda guerra civil”.

 Planteado, por supuesto, como una guerra de los buenos contra un  mal evidente y absoluto. Lo cual no era sino otra mentira de aquel  famoso mentiroso.

Pero, paradójicamente, esta afirmación sólo podía ser cierta si se leía con los ojos del bando esclavista del sur, en lo que sería la primera guerra civil de aquel país, y con miras a establecer un nuevo sistema de “Jim Crow” como objetivo de esta política prohibicionista. De tal manera que la “guerra contra las drogas” de los siglos XX y XXI actualizaría las políticas e intenciones de fondo de los sureños segregacionistas de los siglos XIX y XX.

En este contexto, en México la supuesta segunda guerra civil nixoniana habría llegado a dar pie a una guerra civil económica. En efecto, la evidencia empírica permite afirmar que la prohibición de las drogas ha provocado más males que beneficios. Si se revisan los datos arrojados por los trabajos serios relacionados con la política de drogas, desde los de Ethan Nadelmann y Alejandro Madrazo a los de Fernando Escalante y Ernest Drucker, los de Luis Astorga o Elena Azaola, pasando por los del Grupo de Expertos de la London School of Economics y el mexicano Colectivo Unido por una Política Integral Hacia las Drogas, y se hace un ejercicio de derivación y agregación consecuente, lo que puede encontrarse son demasiados efectos negativos como consecuencias globales –por generales e internacionales- de esta política prohibicionista de las drogas. Veamos.

No sólo incentiva relativamente el consumo sino que facilita costosas adicciones. No reduce los daños en materia de salud pública; por el contrario, los maximiza. Las drogas, bajo el paradigma prohibicionista, se ubican en condiciones de oscuridad, clandestinidad, ilegalidad y criminalización. Por otro lado, incentiva una discriminación penal contra pobres y otros desaventajados (y afroamericanos en el caso de Estados Unidos, con una tasa de reclusión entre 13 y 15 veces mayor a la de los hombres blancos). Con los encarcelamientos injustos y masivos se alimenta la población de un sistema carcelario ya saturado, lo que es otro factor de la reproducción criminal.

Se violan derechos humanos y se imponen barreras ilegítimas a las libertades individuales. Pero para no ir más lejos, podemos concentrarnos aquí en otras grandes consecuencias que incluyen o se relacionan con las anteriores, y que son de la mayor relevancia fuera del llamado primer mundo.

Creación de crimen. Prohibir moralinamente por ley es poner bajo control de criminales lo que nadie –salvo ellos- quiere que controlen los criminales. Se trata de un absurdo de los prohibicionistas: creen que ciertas sustancias son tan malas que deben quedar prohibidas, pero prohibirlas legalmente –en vez de regularlas legalmente de modo no prohibitivo- las pone en manos de individuos pertenecientes a segmentos de población como lo son delincuentes profesionales. Y más aún: así se crean los criminales de las drogas: no hay narco sin ilegalidad. No hay narco sin prohibición. Por eso es que la legalización es una medida contra el fenómeno económico-cultural conocido como narcotráfico.

Corrupción. La prohibición y su guerra contra las drogas son fuente de corrupción. Es imposible que no lo sean: el negocio y su potencial son enormes, más allá de cualquier literalidad: 100% de mercado negro, a explotar y defender para toda droga que no sea tabaco o alcohol. Ante esto, algunos sugieren la idea de que no debemos legalizar las drogas hasta que el Estado sea menos corrupto, o que no hay que legalizarlas porque el Estado está muy corrompido.

Pero Estados como el mexicano son tan corruptos como son, entre otras causas, justamente por esta política de prohibición. En este sentido, eliminar la prohibición es dar el primer paso para acabar con una gran fuerza corrupta y una gran presión corruptora. Como ha recordado Stefano Fumarulo, la corrupción es delincuencia organizada y la delincuencia organizada es corrupción.

No Estado de Derecho. La prohibición es una amenaza y un obstáculo al Estado de Derecho, ese arreglo sistémico que no ha crecido en México, por poner un ejemplo. Y es que, puesto en palabras del ex presidente colombiano Virgilio Barco, “la única ley que no violan los narcoterroristas es la de la oferta y la demanda”.

Una situación posible y probable gracias a las políticas prohibicionistas. Prohíbes las drogas por ley, surgen delincuentes especializados y profesionales que rompen la ley. Cómo avanzar, entonces, hacia un Estado de Derecho si se insiste, de jure o incluso de facto, en eso que equivale a la locura de encarcelar a alguien por tomar unas cervezas. Es decir, encarcelar a alguien por fumar unos cigarros de marihuana. A todo ello hay que sumar los costos constitucionales de los que habla, por ejemplo, Alejandro Madrazo, las consecuencias de los compromisos gubernamentales con la guerra en contra de las drogas sobre los compromisos constitucionales democráticos.

Ahora señalemos dos consecuencias más de la política prohibicionista de drogas, que tienen particular eco en nuestro país. Sin exagerar, puede decirse que una guerra prohibicionista como la vigente presiona contra la calidad de la democracia y la condiciona a la baja. Es muy difícil poner en duda que esta guerra haya sido y sea un factor del deterioro político-institucional que ha sufrido este país, si la prohibición aguijonea corrupción, impunidad, ineficacia gubernamental, ingobernabilidad, debilidad estatal, desconfianza social… además de desperdiciar constantemente recursos públicos.

En consecuencia, la prohibición de drogas, como matriz jurídico-institucional, juega contra otra deuda de polities como la mexicana: la consolidación –plena, cabal, completa- del régimen democrático. Es posible que una democracia sobreviva en medio de una guerra de antemano perdida y extremadamente costosa, pero no lo es que suba sostenida y generalizadamente la calidad institucional de tal democracia. ¿Cómo se consolidaría una democracia rodeada por semejantes problemas? En esta guerra no sólo hay víctimas individuales, también las hay del lado de las instituciones democráticas.

Existe una última consecuencia: la cancelación de desarrollo. La prohibición se opone al desarrollo en tanto proceso estructural pro-calidad de vida. ¿Por qué? Pues debido a que si se malgastan recursos públicos en burocracia y operaciones de “fuerza”, si se filtran esos recursos entre agentes y actos corruptos, si se anulan en juicios y prisiones, y si no se permite la generación de recursos nuevos vía impuestos de la legalidad, ¿cómo, entonces, la guerra contra las drogas no obstaculizaría el desarrollo? Así, podemos concluir que la legalización de drogas, esto es, su regulación pública, legal y democrática, puede ser tomada como una política de desarrollo complementaria, al hacer lo contrario de la prohibición: no destruir recursos materiales y humanos, abrir oportunidades de negocio legítimo y de inversión, levantar una plataforma fiscal progresista, etcétera.

Es urgente, no sólo justo y necesario, terminar la guerra contra las drogas. No se trata de algo demasiado bueno para ser practicable, sino de una alternativa mejor que la realidad. Una matriz de posibilidades institucionales positivas y reales. La política prohibicionista, por sus inocultables consecuencias, es como ciertas cosas que vio Stuart Mill: algo demasiado malo para ser practicado.




José Ramón López Rubí. Colaborador de la División de Administración Pública del CIDE.