Cada día, de manera
irremisible, una brecha se ensancha y nos separa. Es ubicua. Aleja entre sí a organizaciones, instituciones, empresas y universidades. También a directivos,
profesionistas, empleados, estudiantes y personas ordinarias. Incluso países enteros
y sus regiones sufren sus consecuencias divisivas.
De un lado, atrás y con
una esperanza que se apaga, están las naciones, corporaciones y personas que permanecen en el mundo de ayer. Del otro, a velocidad creciente avanzan hacia
adelante las demás, aquellas que definen el ritmo del tiempo y configuran el
futuro. Muchos de los que nacieron hace 45 años o más pueden entender muy bien
esto que digo. Otros de su misma edad tal vez no puedan, o no les interese.
Recordarán que cuando eran niños o jóvenes la música se reproducía mediante enormes aparatos de bulbos y negros discos de acetato. Las televisiones, en blanco y negro, no abundaban en las casas, y la telefonía, fija por necesidad, requería una operadora para enlazar a los hablantes. Para comunicarnos a largas distancias utilizábamos el telégrafo o las cartas de papel.
La computación era asunto
de iniciados y en el día a día no significaba nada. Vivíamos sin teléfonos
celulares y sin el Internet. Nadie imaginaba Facebook, YouTube, Twitter o cualquiera
de los otros medios que estructuran a las redes sociales de nuestros días. La
radio era el medio privilegiado para la transmisión de noticias y ésta la
ocasión para reunir a las familias por las noches. El conocimiento se guardaba
en libros y revistas de papel que circulaban con dificultad. Los periódicos y
la fama de muchos artistas rara vez rebasaban el ámbito local. Parecía que el
cine nunca tendría rival entre las artes y los medios audiovisuales.
El planeta era más grande,
pero las naciones y sus regiones conformaban compartimientos estancos. Había
una Europa occidental, capitalista y democrática. Al lado, otra: la oriental,
socialista y totalitaria. China se daba el lujo de dormir en su aislamiento
comunista. Los Estados Unidos y la Unión Soviética, a la sazón potencias
artífices del orden mundial, sembraban discordias ideológicas o militares a lo
largo y ancho del orbe. La revolución cubana gozaba de prestigio entre los
intelectuales de nuestro medio y servía de referente para muchos jóvenes con
inquietudes políticas. El resto de América Latina se debatía entre acomodarse
desventajosamente al capitalismo o hacerse a la tempestuosa mar de la
revolución.
Nada, o casi nada,
favorecía la disposición de la gente común a conocer sitios muy alejados y
muchos menos a dotarse de una conciencia del mundo transfronteriza o
transcontinental. No existían las oportunidades profesionales, los vínculos
civiles internacionales y la mentalidad para viajar que hay ahora. Se nacía,
estudiaba y trabajaba en la misma localidad. Cuando mucho, se cambiaba de
ciudad, pero contadas veces de país. La competencia comercial era limitada
geográficamente y también las alianzas corporativas. La fidelidad de los
empleados a su empresa y viceversa eran el correlato natural del proteccionismo
económico.
El capitalismo tenía
bridas que frenaban su galope por el mundo. Entre las más importantes estaban
la capacidad reguladora de los gobiernos nacionales, el poderío militar,
político e ideológico de la Unión Soviética, la fuerza de los sindicatos, y la
acción de muchos estados providentes que podían estabilizar a sus sociedades
con mínimos de empleo, salarios y servicios de bienestar social.
Sin embargo, en unos
cuantos años se irradiaron profundos cambios de la tecnología a las instituciones
y la cultura. Llegó la tercera revolución industrial y los circuitos integrados
o microchips. Surgieron las computadoras, la informática y la digitalización, y
con ello el almacenaje masivo de información y su procesamiento increíblemente
rápido, así como la transmisión instantánea de datos y dinero. Las empresas
disminuyeron el tiempo necesario para convertir conocimientos teóricos en
aplicaciones técnicas adaptadas a las necesidades de los consumidores. Una
nueva base material permitía relanzar el capitalismo. El modelo socialista se
agotaba y también las políticas de intervención estatal en las economías.
El capitalismo
contemporáneo no está vacío de espíritu ni descansa sobre bases mecánicas:
depende de hacer creer a la gente que el sentido de la vida reside en un
consumo ilimitado. Se legitima como el máximo garante de la libertad humana, la
eficiencia productiva y el afán de progreso. Esta pulsión provocó que la
ambición por innovar sin interrupción se incrustara en la médula de las organizaciones.
Se innova para competir, controlar mercados e incrementar la ganancia. Se
innova, claro, para derrotar a los adversarios.
Las organizaciones,
instituciones, universidades y personas que hace 40 años o más comprendieron
esto y actuaron, están adelante de la brecha.