Hace unos días, comenzó el
proceso constitucional de selección de las dos personas que ocuparán próximamente las vacantes al cargo de ministros de la Suprema Corte. Ello es
así en función del envío de la terna de candidatos a tal encargo por parte del
Ejecutivo federal al Senado de la República.
Ya se ha escrito en torno
al procedimiento de selección y designación de ministros en este espacio, El
Juego de la Suprema Corte, funcionando como foro de debate desde diferentes
perspectivas.
En esta ocasión, quisiésemos aportar a la discusión tomando
como punto de partida los estándares y buenas prácticas que desde el derecho
internacional de los derechos humanos se ofrecen en relación con este tipo de
designaciones de funcionarios judiciales de la más alta jerarquía.
Se parte, por supuesto, de
una premisa básica en cualquier Estado de derecho: el ya clásico principio de
división de los poderes públicos. Uno de los objetivos principales de este
principio, en los actuales Estados constitucionales es garantizar de manera
efectiva la independencia del poder judicial respecto de los demás poderes
públicos. Por ello, desde el derecho internacional se ha reconocido que la
independencia del poder judicial configura una norma consuetudinaria
internacional y un principio general del derecho.
De ahí que diversos
organismos internacionales señalan presupuestos necesarios e indispensables
para garantizar dicha independencia, siendo uno de ellos, desde luego, la
existencia de un procedimiento adecuado de nombramiento y selección de miembros
del poder judicial, en particular de las altas cortes. Los organismos internacionales
sostienen que tal procedimiento debe incorporar ciertos criterios que ahora
enunciaremos, relacionándolos con el caso mexicano.
a) Igualdad de
condiciones y no discriminación. Una característica, aunque contingente,
de la configuración de nuestra Suprema Corte ha sido la poca o nula
representación de los diversos sectores que conforman la población,
principalmente –aunque no los únicos- los de mujeres, comunidades indígenas y personas
con discapacidad.
Por ejemplo, la realidad
de la poca representatividad de las mujeres en la Suprema Corte es bastante
obvia: en pleno 2015, solamente dos de sus miembros son mujeres y una de ellas
está a días de terminar su encargo. Por lo que hace a las comunidades indígenas
o personas con discapacidad, la representación es nula. Dicha situación es
consecuencia directa de la discriminación histórica que han sufrido estos sectores
poblacionales en nuestro país, misma que se refleja en la falta de condiciones
institucionales y materiales que les hacen casi imposible acceder en igualdad
de circunstancias a esos puestos.
b) Selección basada
en el mérito y las capacidades. Otro de los criterios es el que exige que los
miembros de la judicatura sean seleccionados «exclusivamente por el mérito
personal y su capacidad profesional, a través de mecanismos objetivos de
selección y permanencia que tengan en cuenta la singularidad y especificidad de
las funciones que se van a desempeñar».
Este criterio es, sin duda
alguna, de vocación meritocrática. No cualquier persona debe ocupar el cargo
judicial más importante del país, y nuestra Constitución no desconoce tal
exigencia. Se requiere que la persona designada cuente con un título profesional
de licenciatura en derecho expedido al menos diez años antes de la designación
por autoridad o institución legalmente facultada; de forma similar, se
establece que los nombramientos «deberán recaer preferentemente entre aquellas
personas que hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la
impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad,
competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad
jurídica».
Pareciere ser que con
tales prescripciones constitucionales sería suficiente considerar como
satisfecho este criterio. No obstante, es de enfatizarse que los méritos
personales y las capacidades profesionales tendrían que basarse en criterios
objetivos y preferentemente evaluados por un órgano técnico o especializado.
En
nuestro caso, contamos con el Consejo de la Judicatura Federal, que tiene a su
cargo, entre otras, la importante función de examinar objetiva y
exhaustivamente la designación de las personas que integran la judicatura
federal, a excepción de aquellas que han de ocupar el cargo de ministro de la
Suprema Corte.
En cambio, estas últimas son designadas por el Senado de la
República, un órgano eminentemente político y que, por la naturaleza de las
decisiones que toma, no garantiza de manera alguna la objetividad en la
búsqueda de los méritos y capacidades exigidas. Además, quien propone las
ternas de candidatos al cargo es el presidente de la República, pero en
tal labor no está constreñida por norma alguna que limite la amplísima esfera
de discrecionalidad con la que cuenta.
c) Nombramientos a
cargo de órganos políticos. Respecto de los procesos de selección y
nombramiento de miembros de las altas cortes, existe una tendencia en nuestra
región consistente en la participación directa de órganos del Estado en ellos -a
esta práctica se le ha denominado «nombramientos políticos». Como
adelantado, el modelo mexicano no es la excepción: intervienen directamente el
ejecutivo, integrando la terna de candidatos, y el Senado, encargado de la
designación.
La idoneidad de los
nombramientos políticos ha sido cuestionada por distintos órganos
internacionales. El Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la
independencia de los magistrados y abogados ha señalado el riesgo de
politización que supone la participación del poder legislativo, así como el
peligro para la protección de los derechos humanos que podría implicar la
intervención del ejecutivo. Igualmente, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) ha estimado que la propia naturaleza de las autoridades
políticas puede –aunque no necesariamente- representar riesgos para la
independencia de los operadores jurídicos designados por órganos políticos.
Aunque es cierto que con
la participación directa de los órganos políticos se aumentan los riesgos de
politización, en realidad, lo que cabría criticar es, en todo caso, la falta
absoluta de garantías efectivas y suficientes que aseguren, con independencia
del tipo de órganos intervinientes, que los nombramientos no se basan
exclusivamente en razones políticas, más que meritocráticas.
d) Publicidad y
trasparencia. Como último criterio, hay que indicar que el proceso de
selección y designación de ministros en México está completamente cerrado a
cualquier tipo de participación de la sociedad civil, desde el escrutinio
público hasta la posibilidad de impugnación de candidatos. Este es un factor
que aumenta la discrecionalidad de los poderes políticos intervinientes, sobre
todo del ejecutivo e implica el riesgo de que la selección obedezca a intereses
de poderes institucionales o de facto, en lugar de corresponder a la
competencia y aptitudes de cierta persona para ocupar el puesto.
De todo lo hasta aquí
mencionado se hace evidente, de acuerdo con los estándares y buenas prácticas
internacionales, la necesidad urgente de revisar y, eventualmente, reformular
nuestro actual procedimiento de selección y designación de personas para ocupar
el cargo de ministro de la Suprema Corte, si queremos ofrecer garantías de la
independencia e imparcialidad del tribunal de más alta jerarquía en el país,
que son, a su vez, algunas de las garantías del derecho de acceso a la
justicia.
En sí, se podrían buscar
opciones que logren garantizar procedimientos objetivos e imparciales.
Se puede
pensar, por ejemplo, en trasferir estos procedimientos a la competencia del
Consejo de la Judicatura Federal, como órgano técnico e imparcial que evalúe
objetivamente, sin discriminación, los méritos y las capacidades de los
candidatos, incluso a través de exámenes o concursos de oposición; también, y
como aspecto fundamental para garantizar la legitimidad de los nombramientos,
se podría sopesar la necesidad de incluir, durante los procedimientos de
selección, audiencias o entrevistas públicas, adecuadamente preparadas, en que
la ciudadanía, las organizaciones no gubernamentales y otros interesados
tuvieran la posibilidad de conocer los criterios de selección, así como
impugnar a los candidatos y expresar sus inquietudes o su apoyo. Estas dos
alternativas facilitarían el cumplimiento del deber de toda autoridad pública
de motivar suficientemente su actuar, al exteriorizar la justificación razonada
de sus decisiones, lo que le otorga credibilidad en el marco de una sociedad
democrática.
Sin embargo, queremos
dejar en claro que los órganos internacionales no imponen la obligación de
tener un determinado modelo de selección y designación de los integrantes de
los tribunales de la más alta jerarquía. Así, lo que en realidad nos debe
ocupar es que los procedimientos que se escojan acoten los altos grados de
discrecionalidad actuales, impidiendo que degeneren en arbitrariedad o en mera
politización en detrimento de la independencia del poder judicial cuya
principal función es garantizar los derechos de todas las personas, más allá de
una determinada agenda legislativa o de los intereses de un gobierno.
Carolina Garza Elizondo.
Pasante Jurídica en el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional
(CEJIL), Washington, D.C.
Gerardo Mata Quintero.
Estudiante de la Maestría en Derechos Humanos de la Facultad de Jurisprudencia
de la Universidad Autónoma de Coahuila.