“Todos somos iguales, pero
hay unos más iguales que otros”, sentenció George Orwell en su novela satírica
La rebelión en la granja, publicada en 1945.
Y aunque la narración hace
referencia a un personaje y a un régimen específicos (la corrupción del
socialismo por obra de José Stalin), en realidad puede aplicarse a muchos
momentos de antes y después en el devenir histórico de la humanidad.
Como si la aspiración
imperialista formara parte de los genes humanos, sin importar los costos que en
sufrimiento, muerte y devastación genera, una y otra vez encontramos en los
libros que narran el paso de los hombres sobre la tierra, el surgimiento de un pueblo o nación que a sangre y fuego se impone sobre el resto.
Imponer dominio y control para levantarse con la supremacía, ha sido y es el objetivo que líderes y naciones persiguen, sin que en verdad importen los pretextos que se aducen o las justificaciones que se esgrimen para alcanzarlos.
Desde el de Alejandro
Magno, o el encabezado por los césares romanos; los de Atila y Gengis Kan; el
español, el británico y el francés, por mencionar algunos, el modelo imperial
atraviesa los siglos, y como mitológica Hidra, a veces ocurre que su
descabezamiento en lugar de destruirlo lo poda, como sucedió con el de Adolfo
Hitler, cuyo término dio lugar a la emergencia de los de la Unión de Repúblicas
Soviéticas Socialistas y de los Estados Unidos.
Detentar el poder para imponerlo
está en el centro. Alimentarlo como sea y a costa de lo que sea para que se
mantenga y crezca, es la estrategia.
En ese escenario, que no
es de ahora, sino de siempre, el que impera impone las reglas, y aún más, si
éstas llegan a estorbarle, a ser un obstáculo para sus propósitos, de un
plumazo las desecha y con prontitud formula otras nuevas, que obvio es, no
requieren de consensos, mucho menos de la opinión del vasallo al que se le
imponen. Basta y sobra con que sean proclives a las necesidades y caprichos del
que manda.
Como en el pasado, cuando
se buscó extender el dominio territorial y apropiarse de la riqueza de los
pueblos dominados para el beneficio de unos cuantos, en el presente se busca
garantizar el usufructo de los recursos naturales y de mano de obra barata, a
fin de sostener el bienestar de las minorías que detentan el poder en la nación
de que se trate.
La tierra así, gira y gira
sobre su propio eje para repetir una y otra vez una historia que pareciera una
condena: la imposición de la hegemonía de uno o unos, sobre el resto.
La ambición de poder, la
ambición de riqueza; la ambición de someter, de avasallar, de esclavizar,
parecieran estar en los genes humanos.
“El poder te atrae; luego
te vuelves adicto a él, hasta que al final te devora”, resume un agente de la
Agencia Central de Inteligencia (CIA), en la película Maten al mensajero,
basada en la historia real del periodista estadounidense, Gary Webb, quien
develó en un reportaje los nexos entre la CIA y el narcotráfico para financiar
a La Contra Nicaragüense en la década de los 80.