Más que pensar en el
origen de los candidatos a ministros de la Suprema Corte, el presidente de la República debe preguntarse qué clase de Corte quiere para México. A fin de
cuentas, la facultad de proponer es suya.
¿Quién reemplazará en la
Suprema Corte a Juan Silva Meza y a Olga Sánchez Cordero, ahora que ambos
concluyan su encargo, a finales de noviembre? Proponer candidatos ante el
Senado es facultad del presidente de la República y, en principio, nadie
tendría por qué entrometerse para decirle a quién debe impulsar y a quién no.
Pese a ello, algunos activistas han salido a recabar firmas para que no lleguen aquellos que, en su opinión, son impresentables; los magistrados suplican al titular del Ejecutivo que designe a uno de ellos y no han faltado los profesores de Derecho que le han pedido que los postule.
¿Qué hay detrás de este
frenesí? Algunos aducen que, primordialmente, las suculentas prestaciones del
cargo, garantizadas durante 15 años y, más tarde, una jubilación de 80 por
ciento del salario. Esto, añaden, tienta casi a cualquier abogado. Ser designado
ministro de la Corte supone no volver a preocuparse por aspectos financieros el
resto de su vida.
Otros, sin embargo,
estiman que es la relevancia de la función lo que la hace tan atractiva: ser
uno de los 11 jueces que tienen la última palabra en el país deviene una
responsabilidad y una influencia políticas muy superiores a bonos y prebendas.
Desde luego, todo cuenta en la descarada persecución del cargo.
A tal grado que hay
quienes han dejado la vida en el intento de obtenerlo. No exagero. Cuando ya se
les había incluido en la terna y se hacían ministros, cuando ya se imaginaban
despachando en el búnker de Pino Suárez, porque así se los había prometido el
secretario de Gobernación en turno, el Senado los rechazó. Murieron poco
después.
Pero aunque las prestaciones
sean jugosas —quizás las más jugosas del servicio público— la Suprema Corte
está sobredimensionada. Sin negar sus avances, en la mayoría de los casos sigue
siendo un tribunal de casación: se encarga de revisar si las decisiones de los
tribunales federales se ajustan a los principios constitucionales, ya se trate
de dirimir el porcentaje de una carga fiscal o de la obligación que tiene el
gobierno de Veracruz de entregar un subsidio al municipio de Coatzacoalcos…
Dista de ser, por ende, el
tribunal constitucional que anhelamos los mexicanos. Aunque —repito— hemos
avanzado, nuestra Corte aún no es, como la de Estados Unidos, centinela de la
Constitución, conciencia jurídica del país y contrapeso efectivo a las
decisiones de los poderes Legislativo y Ejecutivo.
La buena noticia —o quizá
no tan buena para algunos— es que si los ministros se lo propusieran, nuestra
Corte podría convertirse en todo esto. A fin de cuentas, la Constitución dice
lo que los ministros deciden que diga. Ellos son sus intérpretes. ¿Que por qué
no lo han hecho? Me temo que porque han pecado de cautos.
¿Necesitamos, entonces,
otra clase de ministros? Esto es, precisamente, lo que tendrá que definir, en
unos días, el presidente de la República, cuya legitimidad para hacerlo proviene
de los artículos 95 y 96 de la Constitución pero, también, del proceso
democrático a través del cual lo elegimos. Da igual que algunos se empeñen en
desconocer este proceso y traten de imponerle candados.
La pregunta que el
presidente tendrá que hacerse es qué espera con su propuesta: ¿legitimar las
decisiones del gobierno o, más bien, impedir abusos y corruptelas? ¿Abrir la
competencia comercial que exige el mundo global o proteger a un puñado de
monopolios? ¿Parapetar a una pequeña élite tras las instituciones extractivas,
de las que nos hablan Robinson y Acemoglú, o expandir los derechos al mayor
número de mexicanos? No son temas menores.
“La única opción —han
escrito algunos comentaristas políticos— es proponer a un miembro de carrera
judicial.” De ninguna manera comparto esta opinión. Salvo excepciones
deslumbrantes, los mejores ministros que ha tenido la Corte a lo largo de su
historia han sido aquellos con origen distinto a los provenientes de la carrera
judicial.
Estos últimos suelen ser
acartonados y predecibles. Han dedicado su vida a vigilar las etapas del
proceso y difícilmente podrían cambiar su modo de enfocar los problemas que se
les plantean. Si el inocente va a prisión o el responsable de un delito queda
libre; si el dueño de una casa pierde el inmueble por no haber respondido una
demanda en 15 días, ésos no son asunto de ellos sino de la ley.
“No soy yo quien habla
—dicen jueces y magistrados—, sino la ley.” Pero esto nunca puede
decirlo un ministro. Y, a menudo, hemos perdido excelentes jueces y magistrados
para ganar ministros timoratos, que siguen resolviendo asuntos como si fueran
inspectores de control de calidad, armados de una check list, no para
trazar un rumbo al país sino para constatar que nadie se aparte del guión.
La Corte debe ser
guardiana de lo que funciona y detonadora del cambio de lo que ha dejado de
funcionar en México. Por eso, tampoco me entusiasman las cuotas. Cuando vemos
indígenas que amedrentan a indígenas o mujeres que conculcan los derechos de
otras mujeres, advertimos que hay que impulsar a personas visionarias,
imaginativas y valientes —independientemente de su sexo, religión, preferencia
sexual u origen étnico— que garanticen que nuestras instituciones funcionen
para el bienestar de todos los mexicanos y no sólo para una minoría.
De lo que se trata es de
apuntalar el modelo de país que el presidente de la República tiene en mente y
el Senado puede discutir y consensar: para eso los elegimos. Una Corte vigorosa
y con autoridad moral hará de México un país más plural y competitivo en el
mundo global que nos ha tocado vivir. No creo equivocarme si apuesto a que el
presidente lo considerará así.