La vida civil de la
Hispanoamérica moderna ha estado regida en mucho por los principios e ideas del
Código Civil francés de 1804. El modo en que se han constituido las personas y
las familias, se han definido los bienes y sus formas de uso e intercambio, o
se han generado variadas relaciones jurídicas, ha dependido de lo que Napoleón
y sus juristas concibieron.
Las adopciones prontas o tardías del modelo francés
determinaron las formas jurídicas aceptables de la vida individual y social de nuestras comunidades a través de la generalización.
A diferencia de la
premodernidad, los sujetos no quedaron más separados por profesión, rango u
origen social, ni a cada uno de ellos siguieron asignándose predicados y
regulaciones propias.
Salvo militares y
eclesiásticos, que mantuvieron fueros y reglas específicas, el resto de las
personas fueron consideradas, sin más, padres o madres, herederos, compradores
o vendedores. Su posición frente al derecho quedó así definida por lo que
hacían o podían hacer en términos legislativos, pero no por el gremio al que
pertenecían o las características de sus ancestros.
El modelo de familia del
Código Napoleón fue claro. Concebida como núcleo de la sociedad, se le
conceptualizó completa, cerrada y difícilmente modificable. El marido tenía a
su cuidado el mantenimiento y conservación de la institución, la esposa el
acompañamiento al marido y el cuidado de los hijos, y estos la sumisión a unos
padres que sabían qué hacer respecto de ellos. Secularizaciones aceptadas de
antemano por los franceses tuvieron que irse imponiendo y, con ellas, ajustes
al primer modelo familiar. Los esposos pudieron separarse siempre que
demostraran que su cónyuge había cometido una conducta grave en contra de
ellos, de sus hijos o de la institución misma. Poco cambió con el pasar de los
años. El gran modelo familiar se mantuvo, pequeñas fisuras aparte.
Hacia los años sesenta la
dinámica social de las relaciones familiares comienza a cambiar, en mucho por
lo que hacen, piensan y sienten las mujeres en un contexto de migraciones,
incorporaciones laborales y tomas de conciencia. El tabú del divorcio se abre a
la discusión y al litigio. A ello siguen las condenas a los alimentos de la
mujer y los hijos, y la pérdida de la patria potestad respecto de estos. Años
después, viene la asignación de autonomía de los hijos respecto de unos padres
que no necesariamente velan por ellos. Las fracturas aumentan respecto de la
familia tradicional y su eje matrimonial que, con todo, se mantiene. Los
movimientos lésbico-gay aparecen como contracultura familiar, el aborto se
reclama como derecho autónomo de las mujeres dentro o fuera del matrimonio. Los
movimientos de diversidad sexual reclaman para sus integrantes las formas
familiares y matrimoniales; diversas formas de convivencia entre personas de
distinto o igual sexo buscan institucionalizarse y dotar de protección a sus
miembros; los menores de edad dejan de ser extensión de sus padres para poder
participar activamente a partir de su propio interés; los cónyuges pueden
divorciarse cuando así lo decidan, más allá de culpas o ilícitos.
El modelo de familia de
nuestra modernidad no está más en los códigos civiles. Las dinámicas
individuales y colectivas, las nuevas concepciones de las personas —en mucho a
partir de los derechos humanos—, el rompimiento de las formas canónicas
admitidas de la felicidad en pareja y la superación de los fines asignados al
matrimonio, han generado nuevos modos de estar y pretensiones diversas a lo que
deben ser los individuos en tanto padres, cónyuges, hijos o parejas, así como a
las formas institucionales admitidas de convivir. Quien quiera saber qué es hoy
la familia y sus relaciones, aquello que Napoleón logró con tanto éxito
constreñir a la primera parte de su obra, no debe acudir al código civil. Tiene
que buscar sus respuestas en las decisiones de los tribunales. Es ahí donde
caso por caso se han ido construyendo las soluciones parciales, aproximativas,
que cada litigio permite ir estableciendo. En esta materia, los cambios que
corren están tratándose de ordenar mediante sentencias, pues resulta difícil
que el legislador prevea de antemano todo lo que las personas están tratando de
hacer en el campo social de la familia.
José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia
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