Escribo con cautela por lo
acontecido en París porque no soy experta en el conflicto de Oriente Medio,
pero parto de la certeza y de la convicción de que nadie puede permanecer
indiferente.
Dudo que las expresiones melosas de solidaridad e indignación tengan
los efectos deseados, antes al contrario, tiendo a creer que no tendrá ningún resultado salir a entregar flores a una embajada o declarar Je suis la France o
Je suis Charlie Hebdo.
Desde luego, estas declaraciones no podrán servir de mucho para comprender lo que está sucediendo y, por el contrario, puede enmascarar las profundas raíces de los movimientos terroristas yihadistas que, escudados tras de su fanatismo religioso, se atreven a destruir con esa saña a los otros, a quienes racional o irracionalmente han definido como sus enemigos.
No podría siquiera
aventurar una buena explicación sobre el origen del extremismo religioso, sin
embargo, veo sus consecuencias y algo se rebela en mi interior que me causa al
mismo tiempo angustia y repulsión. Se agolpan mil preguntas que no sirven para
explicar lo que está sucediendo. Ni siquiera imagino preguntas originales, lo
que pienso ya lo escribieron mil opinadores más en cientos de periódicos ya
bien sea en español o en cualquier otro idioma. De cualquier manera, quiero
escribirlo, tengo que escribirlo.
¿Por qué en pleno siglo
XXI el extremismo religioso gana adeptos con tanta facilidad? ¿Por qué el
avance de la ciencia y la tecnología no ha frenado la capacidad de destrucción
de la humanidad? ¿Por qué somos capaces de negar la humanidad del otro? ¿Por
qué se nos ha podrido la sociedad en este absurdo?
Frente a la desesperanza
en el mundo aparece el puritanismo espiritual para responder a la impotencia,
para contrarrestar la ingobernabilidad, para paliar la angustia del presente.
El suicidio aparece para algunos como única solución, la promesa de vida eterna
es lo único que les hace soportable el absurdo de esta vida. No deja de
asombrarme la juventud de muchos de los militantes de este movimiento de
esperanza en el absurdo. Se derrumban clichés que afirman que la niñez y la
juventud son el futuro del mundo, ¿qué hacer cuando son ellos quienes
desprecian el futuro mismo?
Y como respuesta al
puritanismo espiritual, echamos mano del nacionalismo maniqueo que divide el mundo
clara y tajantemente en los “malos”, ellos y los “buenos”, nosotros, pero un
nosotros excluyente, un nosotros que sólo abarca a los civilizados a los que
están conmigo. La exclusión se convierte en salvaje pretexto para hacer
cualquier cosa, para acabar con el enemigo, porque después de lo sucedido hay
quien encuentra razonable reducirlos a la nada, hay pretexto para aniquilarlos.
No ha de descansar Occidente, cualquier cosa que esto signifique, hasta
lograrlo.
Y como aniquilarlos será
imposible, en el camino sembramos odio, alimentamos el terror, justificamos la
barbarie; señalamos con el dedo flamígero cuán bárbaro e irracional es el
enemigo y nadie ve el reflejo de esta sinrazón en el espejo de aquellos ojos.
No nos miramos al rostro, si acaso nos vemos a través de una encarnizada
animadversión deshumanizada, deshumanizante.
Escucho con preocupación
el discurso de Hollande y su parecido con el de Bush después del ataque que
demolió las Torres Gemelas. El primero de izquierda, el segundo de derecha, y
lo dicho por cualquiera, indistinguible. Me asombra pensar que se proponga
cerrar fronteras, que quiera impedir el paso de personas cuando la economía
global vive del libre tránsito de mercancías, cuando los terroristas están en
el mismo barrio, cuando la organización se extiende y moviliza sin traslados.
Después de 2001 no hemos
aprendido de nuestros fracasos, es evidente que somos incapaces de asumir la
responsabilidad de los yerros en Irak, en Libia, en Siria, en el mundo árabe,
¿por qué pasamos de la primavera árabe al éxodo incontenible? ¿por qué no
podemos ofrecerles refugio seguro a los expulsados?
No aspiro a tener
respuestas, me gustaría tener preguntas que sirvieran para pavimentar caminos
de esperanza no sólo para los franceses y los europeos, no sólo para los sirios
y los libaneses, no sólo para los “buenos”.
María Marván Laborde
Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM