La postura de La Jornada ante los crímenes de París perpetrados por el Estado Islámico ha quedado sintetizada en el breve editorial
de la casa, Rayuela, que aparece cotidianamente en la contraportada del diario: “Las de Madrid, Nueva York, Londres y París son las matanzas que nos han
mostrado. Las que ellos cometen ¿dónde están?”
Gil Gamés caracteriza ese comentario en El Financiero: “La pequeña miseria, la gárgara fanática para aclarar la voz de la secta y para
que se oiga que, en el fondo y en la superficie, no condenan los atentados; a
los editores de ese periódico les parece una de cal revolucionaria por las que
van de violenta arena capitalista: para que vean lo que se siente”.
Sin duda, todo homicidio es abominable: destruye la vida humana, que debiera considerarse sagrada. Pero aquellos asesinatos que se pretenden justificar con la coartada de un ideal elevado —el verdadero Dios, la auténtica religión, la revolución que instaurará la utopía, el triunfo de los justos, la independencia de una nación— me parecen aún más odiosos: los asesinos no sólo matan sin resquemor sino que se consideran y quieren ser reconocidos como adalides justicieros.
Stefan Zweig escribió memorablemente: “Desde el momento
en que el clérigo no confía en el poder inherente a su verdad, sino que echa
mano de la fuerza bruta, declara la guerra a la libertad humana”. En el caso
del Estado Islámico, el ideal perseguido es, para imponer el modo de vida que
se desprende de su particular interpretación del Corán, la anulación de toda
autonomía individual, de todas las libertades.
Ese ideal no es menos aborrecible que el del régimen
nazi. Hitler pretendía aniquilar a todos los judíos y en ese intento exterminó
a seis millones. Los yihadistas identifican como enemigos con los que hay que
acabar a todos aquellos que no coincidan estrictamente con su credo y no se
comporten estrictamente en consecuencia. Se ajustan perfectamente a la
sentencia del fanático resumida por Voltaire: “¡Piensa como yo o muere!”.
El Estado Islámico quiere regresar al siglo VII, el del
profeta Mahoma, para que las leyes sean como las de entonces y la gente vuelva
a vivir como entonces. Aspira a implantar el califato en sus términos
originales y expandirlo hasta el cumplimiento de la profecía de la victoria
sobre Roma y los cruzados. No hay negociación ni argumento que pueda valer.
En los lugares que han tomado han destruido los
vestigios arqueológicos preislámicos y, lo peor, han decapitado, enterrado
vivos o crucificado a chiíes, yazidíes, kurdos, judíos, cristianos, demócratas,
y a quienes gustan de fumar o escuchar música. Y lo más repugnante: han
reducido a la esclavitud doméstica a las mujeres, y a algunas, niñas y adultas,
incrédulas de origen —judías, cristianas, politeístas—, a la esclavitud sexual.
El permiso para tomar esclavas sexuales lo atribuyen a
que Alá el todopoderoso dijo:
“Afortunados son los creyentes que mantienen su
castidad, excepto con sus esposas o con las prisioneras y esclavas que posean
con su mano derecha, porque entonces están libres de culpa”.
Como advierte Xavier Velasco en Milenio: “De nada
servirá que hagamos un esfuerzo por situarlos, entenderlos o aun justificarlos.
Lejos de apaciguar su ímpetu sanguinario o sacudir la esencia de su tirria
impertérrita, nuestro pavor vestido de respeto no hace sino afirmarlos en su
rencor. Somos sus enemigos, hagamos lo que hagamos. Nos conocen, nos odian y
van a ir a buscarnos hasta donde estemos porque saben que ya nos pisaron la
sombra”.
El Estado Islámico se propone terminar con uno de los
bienes más preciados de nuestro proceso civilizatorio: los derechos humanos, en
virtud de los cuales, ahí donde están consagrados y tienen vigencia efectiva,
las mujeres y los hombres de hoy somos considerados seres dignos y libres.
Me resulta incomprensible la pasividad con que hasta
ahora han reaccionado ante esa barbarie tanto los países árabes como los
occidentales. Creo que esa indolencia finalizará después del avión ruso
derribado y los ataques en París.
Desde la trinchera de la palabra es un imperativo ético
salir al paso de esas muestras de transigencia ante un poder que quiere a todos
de vasallos.
Luis de la Barreda Solórzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y coordinador del
Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM
Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM