Hace algunas
semanas, me encontraba en una reunión organizada con motivo de la
celebración del cumpleaños de una amiga de la universidad. Salí al
balcón, donde se encontraban otros invitados congregados, algunos
fumando, otros conversando. Entonces, me integré a la charla, que pronto
se convirtió en un debate. Se trataba del movimiento social
dedicado a exigir el respeto y la defensa de los derechos de los
animales. Comenzamos a hablar del abuso tan espeluznante que sufren los
perros y gatos callejeros, sobre todo en las periferias y
comunidades más pobres de la Cuidad de México
(dónde abundan).
Los partícipes del debate se escalofriaban ante las escenas que se contaban, como parte de este abuso. En ese momento -y como buena promotora de un Estado y una sociedad responsable ante todos quienes la integran, incluyendo a los animales- lamenté la manera en que actúa el gobierno mexicano –sobre todo, aquellas en donde gobierna “la izquierda”– en torno al problema de la sobrepoblación canina y felina y, en muchos sentidos, a la protección de los animales.
Mencioné que siendo éste
un problema de salud pública, además, el gobierno se limita a enviar a las
perreras o antirrábicos a atrapar, de la manera más violenta e indigna, a los
animales que se encuentran en situación de calle. A patadas, múltiples golpes,
jaloneos e insultos suben a los perros (en su mayoría) al camión para llevarlos
a los centros de control canino y fauna nociva, su nombre oficial. En general,
todo esto se lleva a cabo a plena luz del día y a la vista de niñas y niños.
Asimismo, comenté a los
invitados de la fiesta que participaban en el diálogo, lo mucho que me indigna
que en esto gasten recursos públicos y no en campañas masivas de
esterilización. A saber que la mayoría de las campañas que sí se organizan, son
realizadas por diversas asociaciones comprometidas con el tema, así como por
los habitantes de las zonas más desfavorecidas, por lo menos, de esta Ciudad.
Como consecuencia de mi comentario, uno de los interlocutores saltó en
desacuerdo y afirmó que el bienestar de los animales era mucho menos relevante
que las necesidades humanas. Siguió diciendo que, primero teníamos que ver por nuestra
especie y, una vez, completamente cubiertas nuestras necesidades,
podríamos entonces preocuparnos por un animal.
La anterior, es una
aseveración a la que están acostumbrados escuchar los activistas que defienden
la idea de que los animales tienen derechos que se deben de respetar y
proteger. Mi principal reacción ante ella es preguntarme lo siguiente: ¿qué
justifica que los humanos sientan una superioridad incuestionable frente a las
demás especies conscientes que comparten este planeta con nosotros? ¿Estos
prejuicios se basan en el pensamiento de que las personas sufrimos más? Si es
así, ¿qué hacemos frente a los estudios científicos que nos dicen que los
animales no humanos, como los cerdos, las vacas y los perros (entre otros),
tienen la inteligencia y consciencia de sí mismos de una niña o niño de dos a
tres años? ¿Por ende, si un ser humano nacido tiene menores
capacidades, implica que es meritorio de una menor protección de sus derechos?
Si esto fuera así, el marco de los derechos humanos desprotegería a los niños,
a los adolescentes y a las personas que sufren de alguna discapacidad mental o
física. Sería una verdadera aberración.
Lo cierto es que el
movimiento abolicionista de los derechos de los animales implica, invariablemente,
un sacrificio en los hábitos más normalizados -en su mayoría mundanos- de los
humanos. Es decir, los costos al beneficio propio son altos. El movimiento
abolicionista y, por ende, el reconocimiento de los derechos de los animales,
requiere que los dejemos de reducir como sirvientes de nuestra diversión, de
nuestros placeres culinarios, de nuestra vestimenta, entre muchos otros. Los
seres humanos hemos pasado los últimos siglos luchando por nuestros derechos,
por la igualdad, por la justicia social y nos resistimos a reconocer que no nos
encontramos solos en este planeta. Que lo compartimos con especies capaces de
sufrir a causa de nuestras acciones.
En un artículo reciente,
Mauricio García Villegas conmemora el trabajo de Michel de Montaigne, el gran
pensador del renacimiento francés. Montaigne decía “que los humanos no
somos superiores a los animales y que la idea de evadirnos de la condición
animal es un orgullo estúpido y terco”. En este sentido, García Villegas
cuestiona la supuesta superioridad del ser humano al resto de los animales en
virtud de la destrucción que, como especie, hemos causado al planeta. Pues
dice, si el ser humano fuera tan inteligente y capaz, ya habría reconocido la
existencia de una hermandad con el reino animal. No sólo como una convicción
moral necesaria, sino como una forma de prevenir la constante destrucción del
planeta. García Villegas recuerda los motivos que Montaigne expresó detrás de
la frase mencionada: los esfuerzos del humano por distinguirse como ser
superior reflejan y profundizan la enorme desigualdad que prevalece entre
nuestra misma especie.
La raza, el género, la
nacionalidad y la clase socioeconómica –entre otras– son algunas de las
principales fuentes de desigualdad que nacen a partir de esta creencia de que
algunos deben gozar de alguna posición privilegiada. Los intereses de los que
son superiores deben prevalecer, con motivo de cualquiera que sea la
característica “sobresaliente” que poseen –como ser blancos, varones, de cierta
nacionalidad y de un estrato socioeconómico elevado–, mientras que otros deben
servirlos y cumplir con funciones construidas por aquellos en poder, que
denigran y despojan de voluntad y capacidad a cualquiera que posee una
característica arbitraria, menos valorada.
¿Por qué algunos están tan
convencidos que el sufrimiento, maltrato y destrucción de los animales no tiene
relevancia, o bien, es secundario a las exigencias humanas? En una de sus
obras, la destacada feminista, Angela Harris, hace un análisis brillante sobre
la conexión que existe entre el razonamiento racista y el especismo que somete
a los animales no humanos como inferiores a las personas. Harris explica que
olvidamos que los arreglos sociales que hoy subestimamos como naturales,
normales y necesarios, han sido construidos histórica y socialmente. Los
propietarios de los esclavos algún día pensaron que las personas negras
superarían la separación de sus hijos, ya que no tenían la misma capacidad de
sentir que los blancos. De esta forma, Harris urge que los grupos identitarios
que fueron creados por prácticas represivas –como las personas negras– y los
grupos dedicados a su defensa, se encuentren entre aquellos a quienes importa,
con particular pasión, erradicar las formas de opresión que existen, sin importar
contra quién o qué se dirigen.
Por su parte, Rodríguez
Garavito finaliza un artículo sobre la falta de atención de las corrientes
ideológicas de izquierda a los problemas que atañen a los animales, con una
conversación que tuvo con el filósofo canadiense, Will Kymlicka. Los animales
son “los grandes huérfanos de la izquierda”, dijo Kymlicka a Rodríguez
Garavito. Sin embargo, me atrevo a reformular las palabras de este brillante
filósofo para incorporar la actitud que he presenciado por parte de grupos
defensores de los derechos humanos, de aquellos que proclaman la igualdad y la
justicia. En particular, me parece que los animales son los grandes huérfanos
del movimiento por la defensa, protección y promoción de los derechos humanos.
Jeremy Bentham reconocía la compasión como un atributo necesario de todos los
seres humanos, no como miembros de grupos sociales específicos –o de alguna
especie–, sino como entes con almas. Ojalá que pronto los grupos de la sociedad
civil y de la academia dedicados a los derechos humanos logren derribar las
fronteras obsoletas que nos hacen pensar que somos superiores.
Jimena Suárez Ibarrola.
Maestra en Derecho por la Universidad de California, Berkeley