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Mis reflexiones son
producto de mi experiencia como docente (de la licenciatura de derecho y de
programas de “educación continua” –como diplomados, cursos y talleres– muchas
veces enfocados en quienes forman parte del aparato de administración de
justicia). En las clases mi objetivo es, por lo general, dar cuenta de cómo el
derecho contribuye a perpetuar la desigualdad de género y, también, explorar las
maneras en las que puede ayudar a erradicarla.
Gran parte de mi atención está
enfocada a desentrañar la concepción de género con la que opera el derecho:
¿cómo entiende a los hombres y a las mujeres, a lo masculino y lo femenino?
Dependiendo del tema o el público en específico, me enfoco más en leyes o
sentencias, o ahondo en unas materias más que en otras (familiar, laboral o
penal, por ejemplo).
Lo que acabo señalando es el “sexismo” –por llamarlo de
alguna forma– del derecho. Con el paso del tiempo, sin embargo, me he dado
cuenta que existen ciertos “problemas” con la concepción del derecho con la que
muchas personas operan que no se explican sólo por el “sexismo”.
Contribuyen a
él, sí. Pero no se originan en él.
Por cuestión de espacio,
sólo me enfocaré en uno de los problemas que me preocupan: la (des)conexión
entre el estudio del derecho y la realidad. No quiero dejar de apuntar, sin
embargo, que hay otros dos que me parecen relevantes (y espero abordarlos en
alguna otra ocasión): la ramificación/fragmentación del estudio del derecho y
la ausencia de una tradición crítica en el estudio del derecho.
La (des)conexión entre el
estudio del derecho y la realidad
Una de las constantes que
surgen al estudiar la desigualdad de género es que sus causas no siempre se
encuentran en las normas. Muchas veces, incluso, pueden existir los
instrumentos normativos necesarios para combatir ciertas injusticias, pero su
potencial queda mermado por cómo se entiende la realidad en la que van a
incidir. Algunos ejemplos para aclarar a lo que me refiero.
Históricamente, los
hombres y las mujeres en México tenían derechos y obligaciones diferentes.
Algunos ejemplos básicos que no sobra recordar: la ley les negaba a las mujeres
la posibilidad de votar y ser votadas, les prohibía (desde la misma
Constitución) desempeñar trabajos “peligrosos e insalubres” y las obligaba a
cuidar el hogar (mientras obligaba a los hombres a proveerles a sus familias y
enlistarse en el servicio militar —obligación, por cierto, que sigue siendo sólo
para los hombres). Esta diferenciación no se hacía porque se desconociera o se
violara el derecho a la igualdad. Al contrario: encontraba su justificación en
la igualdad misma. Desde entonces se repetía una máxima que sigue vigente:
la igualdad exige tratar “igual a los iguales y desigual a los desiguales”.
Dado que se consideraba que los hombres y las mujeres eran, como una
cuestión de hecho, desiguales, se creía que se les debía tratar de
manera desigual. En este punto, la pugna no es tanto sobre la norma, como lo es
sobre los hechos a los que esa norma se aplica: ¿son los hombres y las
mujeres desiguales? ¿En cuánto a qué? Esas diferencias, si existen: ¿a qué se
deben?
Si bien hoy el derecho ya
ha sido “neutralizado” por la igualdad formal y es rarísimo encontrar
diferenciaciones textuales en la ley, la pregunta por las diferencias “reales”
entre los hombres y las mujeres, no deja de ser relevante –clave, de hecho–
para la resolución de algunos problemas sociales. Por ejemplo: los números
siguen indicando una diferencia sustancial entre el tipo de trabajo al que
acceden las mujeres en comparación con los hombres. No trabajan en lo mismo; y
cuando sí, no escalan al mismo nivel, ni ganan lo mismo. ¿A qué se debe?
Hay quienes señalan, por ejemplo, que si las mujeres no tienen los mismos
trabajos que los hombres es porque simplemente “no los quieren”. O el trabajo
en sí no les gusta o prefieren dedicar su tiempo a otros asuntos (como la
familia). Si lo que tenemos es una elección basada en intereses propios, no hay
un problema de discriminación. El mundo que vemos es simplemente el resultado
de lo que las mujeres (y los hombres) quieren. Esta idea sobre “la falta de
interés” no se combate con el derecho –puede ser perfectamente compatible con
un mundo que protege la igualdad y la libertad–, sino con estudios sobre la
realidad: ¿las diferencias laborales se explican por estos intereses
divergentes? ¿No hay algo más en juego? (Sí. Lo hay.)
Hay un caso del 2006 de
la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia que me parece emblemático de lo
que señalo sobre la importancia de considerar a la realidad. Se trata de una
contradicción de tesis en la que se tiene que decidir cuáles son los requisitos
con los que tiene que cumplir una demanda de divorcio necesario por violencia
familiar: ¿qué tan específica tiene que ser en cuanto a la narración de los
hechos? La mayoría en ese entonces (cambió su criterio en el 2011) decidió
que tenía que cumplir con los requisitos de cualquier demanda: narrar de manera
pormenorizada “las circunstancias de modo, tiempo y lugar” de los hechos.
Este
caso se justificó en el derecho a una debida defensa del demandado: cuando lo
que está en juego es la posibilidad de ser sancionado económicamente (pagando
una pensión alimenticia) y de perder la patria potestad sobre los hijos, ¿cómo
no exigir un estándar así que le permita defenderse de cada una de las
acusaciones? Es una sentencia fundamentada en un derecho humano. (Claro: ¿el de
quién?) Lo que está ausente del fallo de la mayoría es la pregunta de cómo esta
medida siquiera impacta a las víctimas de violencia: ¿es posible que
cumplan con el estándar, considerando cómo es la violencia doméstica? (Ya
olvidemos el hecho de que esa violencia por lo general tiene un rostro específico.)
¿Importa siquiera cómo opera la violencia doméstica? La respuesta de la
mayoría fue que no: bastaba a apelar a un derecho para resolver el caso.
Se ha vuelto crucial esto
de juzgar (o diseñar presupuestos, leyes y políticas públicas…) “con
perspectiva de género”. Después de años de estar reflexionando al respecto,
llego a la conclusión que esto es sinónimo de juzgar considerando a la realidad
(o, para estar más acorde con su espíritu: considerando las diferentes
realidades que, de hecho, viven las personas).
Explorar la desigualdad de
género es imposible sin estarse preguntando por la realidad (¿a qué se debe la
violencia de género? ¿Por qué tenemos los arreglos familiares que tenemos? ¿Por
qué no hay más mujeres en la política? ¿A qué se deben las violaciones a los
derechos de las mujeres en los servicios de salud?). Las respuestas a estas
preguntas obligan a ir más allá de la norma e inmiscuirse al mundo de la
sociología, la psicología, la neurología, la economía, la ciencia política y la
historia –por decir lo menos–. Exigen contar con herramientas que permitan
entender el fenómeno que el derecho busca regular. ¿Se fomenta que quienes
estudian (y después utilizan el) derecho volteen a ver la realidad en la que el
derecho opera? ¿Se les proveen herramientas para que la entiendan?
Estefanía Vela. Maestra en
Derecho por la universidad de Yale