El reciente caso de Tierra
Blanca tiene similitudes notables con el de Iguala. En ambos están involucrados policías y grupos criminales. En ambos el móvil es incierto. En ambos se
advierte la desconfianza en las autoridades. En ambos predomina la
incertidumbre. En ambos la búsqueda de desaparecidos ha llevado al hallazgo de
numerosas fosas con cadáveres.
La cifra es aterradora: se
calcula que en México hay alrededor de 26 mil personas desaparecidas. Parece claro que la gran mayoría de esas desapariciones son obra de la delincuencia
organizada, pero también es claro, tenebrosamente claro diría Machado, que en
varias de ellas han participado policías y que las autoridades jurídicamente
competentes han dado muestras de una incapacidad descorazonadora para
esclarecer los casos y atrapar a los responsables.
Esa lastimosa incapacidad
se observa asimismo respecto de la persecución del resto de los delitos.
Nuestro Ministerio Público, en el ámbito federal y en las entidades
federativas, se caracteriza, ¡ay!, por sus actuaciones ineptas, negligentes y a
menudo corruptas. En alguna ocasión lo comparé con el demiurgo del que hablaba
la secta de los gnósticos: un demonio malvado que había creado al mundo, cuya
obra, por ende, no podía ser sino mala. En México el Ministerio Público parece
diseñado perversamente para no funcionar bien.
Lo seguiré diciendo
mientras siga siendo cierto: en los discursos oficiales y en las promesas de
campaña, la seguridad pública y la procuración de justicia son temas
prioritarios, de urgente resolución; pero los gobiernos no han tomado las
medidas conducentes para revertir la inepcia de las policías y de los órganos
persecutores de los delitos.
La proliferación de
secuestros, homicidios dolosos, extorsiones, desapariciones y desplazamientos
se debe, por una parte, a la absurda guerra contra las drogas, en la que la
victoria es imposible, y por otra a los vacíos de autoridad en amplias franjas
del territorio nacional y a la indefendible situación de los cuerpos policiales
y las procuradurías de justicia.
Enmendar a profundidad
esas instituciones requiere de un empeño sostenido y de erogaciones
considerables. Como aquel memorable anuncio de un excelente whisky: se ve caro;
lo es. Pero mucho más onerosa, en términos económicos y humanos, resulta la
tragedia que día a día se vive en diversas regiones del país.
Se ha dedicado un enorme
esfuerzo y un gran gasto a reformar el sistema de procedimiento penal. El nuevo
posiblemente sea mejor que el antiguo, pero su aplicación no tendrá incidencia
alguna ni en la seguridad pública ni en la procuración de justicia.
Lo diré con un ejemplo
futbolístico: si el Barcelona jugara en la cancha de los Dorados de Sinaloa
seguiría siendo el mejor equipo del mundo. En cambio, si los Dorados jugaran en
el Camp Nou no mejorarían en lo más mínimo su calidad de juego.
El procedimiento penal que
se está instaurando paulatinamente, y que deberá estar íntegramente vigente en
todo el país en unos cuantos meses, contará con las policías y los ministerios
públicos de siempre. Un minúsculo segmento de presuntos delincuentes será
llevado a juicio, como siempre. La impunidad escandalosa seguirá siendo la
constante.
Esa tristeza no es una
fatalidad. No está escrita en el cielo como una realidad inmodificable.
Podemos
transformar a nuestras policías y a nuestros ministerios públicos en
instituciones altamente profesionales, confiables y eficaces si damos los pasos
adecuados: salarios y prestaciones laborales acordes con la importancia de las
funciones que desempeñan, selección y capacitación rigurosas de los aspirantes,
recursos materiales —incluyendo, por supuesto, los tecnológicos— óptimos,
supervisión estricta de sus tareas, plazas suficientes y distribuidas
territorialmente según las necesidades.
Se ha reiterado
innumerables veces que el principal deber del Estado, de todo Estado, es
brindar un nivel aceptable de seguridad pública a los gobernados. En México esa
es una de nuestras asignaturas pendientes, la más urgente, la más inaplazable.
No se conseguirá con discursos ni con promesas sino dando los pasos plausibles
en la dirección adecuada.
Luis de la Barreda
Solórzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas