Propongo para iniciar una pregunta aparentemente
sencilla: ¿para qué sirve una constitución? En los siguientes párrafos
intentaré esbozar algunas respuestas tentativas.
Desde una perspectiva política las constituciones
sirven para superar momentos de crisis, para catalizar conflictos y para canalizar disputas de poder. Pensemos en algunos ejemplos que ilustran estas
tesis.
Cuando en México se necesitaba pacificar los ánimos de los líderes revolucionarios e institucionalizar la lucha por el poder, se aprobó la Constitución de 1917; en un contexto muy distinto pero en la misma dirección,
cuando murió Francisco Franco en España y ese país aspiraba a transitar hacia
la democracia, los españoles adoptaron, a través de un referéndum en el que
participó la mayoría de los ciudadanos, la constitución de 1978; en Colombia,
tras una crisis de violencia política, el movimiento social y estudiantil
conocido como "La Séptima Papeleta" logró, también con el apoyo de
una votación popular, que se convocara a una asamblea constituyente en 1991.
Los tres casos muestran cómo la aprobación de un documento constitucional suele ser un medio para superar coyunturas políticas complejas. Por eso los estudiosos de la política advierten que las constituciones son pactos políticos antes que instrumentos legales.
Pero, una vez aprobadas, las constituciones deben
conservar esa función estratégica. Aunque la crisis política no sea
constituyente, en los momentos difíciles, las constituciones deben servir para
salir del entuerto. Un buen ejemplo de cómo opera esta función constitucional
es la sentencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos de Norteamérica en el
caso Bush vs Gore (531 U.S. 98) mediante el cual, teniendo como referente
normativo al documento constitucional, se cerró la crisis política que había
desencadenado el resultado de la elección presidencial del año 2000. A pesar de
los interesas, pasiones y presiones en juego prevaleció el argumento
constitucional y Al Gore aceptó la derrota.
Para todo fin práctico lo mismo sucedió en nuestro país
con la decisión del Tribunal Electoral en 2006. Aunque López Obrador siguió
unos meses deambulando por las plazas pretendiendo legitimidad; lo cierto y lo
que importó es que la decisión de los jueces sancionó constitucionalmente a
quién le correspondería el cargo de Presidente de la República durante los seis
años que siguieron. La crisis política fue intensa pero las instituciones
constitucionales sirvieron para sortearla.
Lo que pretendo subrayar es que las constituciones
tienen una finalidad y una función útil. No son -o mejor dicho, no deben ser-
objetos históricos decorativos, cartas de buenas intenciones o manuales
normativos en desuso.
Pero esa dimensión política no se entiende sin el
carácter jurídico que distingue a las constituciones de otro tipo de acuerdos,
pactos o proclamas políticas. Las constituciones son documentos vinculantes,
decimos los juristas. Esto significa que sus textos contienen normas orientadas
a modular, encauzar y modificar el comportamiento de las personas. La idea encapsula
la dimensión más interesante y, a la vez más pretensiosa, del Derecho. A través
de las normas, los juristas, se proponen transformar la convivencia. Por eso
decimos que las normas, además de vigentes, deben ser eficaces.
En particular, las constituciones se aprueban, se
interpretan y se aplican para transformar a la realidad social. El derecho no
contiene lo que es, sino lo que debe ser, dicen los teóricos. Cuando se aprueba
o reforma una constitución y sus normas comienzan a surtir efectos, poco a
poco, se va alterando el mundo en el que convivimos: se limita el poder de
alguien y se potencia el de otro; se crean unas dependencias burocráticas y
desaparecen otras; se autorizan conductas que antes estaban prohibidas y se
prohíben otras que antes eran lícitas y así sucesivamente. Ahí reside su
“vinculatoriedad” normativa.
Por eso las constituciones importan y deben
importarnos. Los abogados decimos que son el "marco de nuestra
convivencia" pero, en realidad, son el molde de la misma.
Héctor Fix-Fierro, evocando a Peter Häberle, sostiene
que la constitución es la única norma que es de todos y para todos. Tienen
razón tanto en el plano simbólico, como en el práctico.
Como ya se ha explicado, las constituciones recogen
pactos políticos adoptados en momentos difíciles. En esa medida simbolizan el
"contrato social" que ampara a todos los miembros de una comunidad en
un momento histórico determinado que se va proyectando hacia el futuro. "We
the people" es la proclama canónica para redondear la idea.
Pero, más allá de lo simbólico, existe una dimensión
práctica. Por fortuna, suele decir Fix-Fierro, muchos de nosotros nunca
tendremos nada que ver con el Derecho Penal; tampoco interactuaremos con las
complejidades del Derecho Energético; ni nos veremos involucrados en cuestiones
relacionadas con el Derecho de las Telecomunicaciones; pero todos
experimentaremos circunstancias en los que tendrá relevancia para nuestra vida
el Derecho Constitucional.
En ese sentido la constitución es la norma de todos.
Una norma que recoge los principios de las demás materias pero que, en sí
misma, tiene una relevancia temática propia que nos atañe a todos los miembros
de la comunidad política. Eso es lo que los expertos llaman "la materia
constitucional".
La materia constitucional –valga la obviedad aparente-
es el contenido de la constitución.
Si bien cada constitución es diferente a las demás
-unas son breves y abstractas, otras extensas y detalladas; existen
constituciones pomposas en su estilo y otras sobrias en su redacción; hay
constituciones claras y coherentes y otras barrocas y confusas, etc.-, lo
cierto es que todas las constituciones contienen conjuntos temáticos similares.
Al menos es el caso de las constituciones modernas que siguen la pauta del
artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1789: "Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los
derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de
Constitución".
Así que todas las constituciones modernas -dignas de
ese nombre, diría Elías Díaz- contienen una declaración de derechos y
establecen un diseño del poder político basado en la lógica de la división de
las funciones estatales y la separación de los órganos que las ejercen. En esa
dimensión todos los documentos constitucionales son iguales aunque el catálogo
de derechos que recojan y la manera en la que organizan a los poderes tengan
particularidades y diferencias concretas.
Pero, además, las constituciones postulan los
principios que dan identidad al Estado que las adopta. En esta dimensión las
diferencias pueden ser relevantes. Nuestra constitución, por ejemplo, en su
artículo 40, dice que México es una república representativa, democrática,
laica y federal. La Constitución argentina, por su parte, en sus artículos 1º y
2º sanciona que la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma
representativa, republicana y federal pero que “el Gobierno federal sostiene el
culto católico, apostólico, romano”. Usted dirá si no existen diferencias.
Así que las constituciones definen la identidad de las
naciones, organizan la relación entre los poderes públicos, sientan las bases
para la interacción entre los mismos y los gobernados y delinean las reglas de
convivencia entre estos últimos. Pero los textos constitucionales -para ser
tales- no deben ir mucho más lejos.
Las llamadas Leyes Secundarias -generales,
federales, estatales, etc.- son los ordenamientos en los que las normas
constitucionales se expanden, se puntualizan, se desarrollan.
Se dice que la constitución "delega" la
regulación de la materia x o y en la legislación secundaria. Por lo mismo,
idealmente, las constituciones deberían ser breves, puntuales y concisas. De
hecho, en algunos países -de manera destacada en el Reino Unido- las normas
constitucionales ni siquiera se encuentran escritas en un libro, volumen o
documento. Lo que importa es que la materia constitucional contenga los
principios, los derechos y las instituciones fundamentales que serán
desarrollados por las normas secundarias. Así se garantiza que los órganos del
Estado operen sometidos al derecho y a través del derecho (sub lege y per
leges, se dice en la literatura abogadil).
Cuando esto se logra, los Estados constitucionales
cumplen lo que prometen: brindar certeza y seguridad jurídicas.
La certeza es posible cuando podemos anticipar las
consecuencias de nuestra actuación y eso nos da seguridad para desenvolvernos
en la vida colectiva.
De lo que se trata es de que todos los actores sociales
-pero en especial los gobernados- puedan prever las consecuencias legales de su
comportamiento y puedan utilizar al derecho y a las instituciones jurídicas
como herramientas para solucionar controversias y superar conflictos pero
también -y esto es muy importante- para impulsar y materializar los proyectos
(personales, profesionales, económicos, etc.) que se proponen.
Si la constitución es clara y el resto del ordenamiento
se articula en torno a la misma, entonces, están sentadas las bases para que
vida política y social transcurra por sendas institucionales. Sobre esa
plataforma normativa es posible generar una "cultura constitucional"
que sólo existe cuando las personas -los ciudadanos de a pie, como suele
decirse- conocen el texto constitucional, discuten su contenido y argumentan echando
mano del mismo.
A todo eso aspiramos cuando promovemos un Estado de
Derecho.
En México contamos con una constitución casi centenaria
que -por la manera en la que se aprobó, el momento en el que surgió y su
contenido original- fue un documento paradigmático durante algún tiempo.
De hecho, la “Constitución mexicana de 1917” ha sido y
seguirá siendo un referente en la historia del constitucionalismo mundial. Pero
eso –aunque resulte paradójico- no vale para la Constitución mexicana de 2016.
La paradoja reside en que, formalmente, se trata de la misma constitución pero,
materialmente, son dos textos muy distintos. De hecho, la constitución vigente
es tres veces más extensa que la original.
Eso ha sido el producto de una vorágine reformadora.
Desde partir de 1921, en que se hizo la primera modificación, hasta julio de
2015, el texto de la Constitución había sufrido 642 cambios a través de 225
decretos de reforma constitucional. En los meses que han transcurrido desde esa
fecha hasta el día de hoy seguramente se han acumulado otras modificaciones.
Ese proceso se aceleró desde 1982, en el sexenio de Miguel de la Madrid, pero
con los últimos gobiernos ha alcanzado ritmos inusitados.
Hasta ahora, el sexenio en el que más reformas
constitucionales se aprobaron fue el de Felipe Calderón con 110 modificaciones
pero todo indica que durante el gobierno actual se romperá el record. Se
aceptan apuestas.
El giro que se da a partir de 1982 también se constata
en los datos cuantitativos.
Casi dos tercios de las reformas (66.9 por ciento) y
más de la mitad de los decretos (56.4 por ciento) son posteriores a diciembre
de 1982. La nueva dinámica se refleja también en el crecimiento del texto
constitucional, medido en palabras. El texto original de la Constitución de
1917 tenía 21 mil palabras de extensión. Sesenta y cinco años después, en 1982,
al concluir el mandato del presidente López Portillo, el texto ya había
aumentado en un 42.6 por ciento, alcanzando casi 30 mil palabras. Con el
presidente De la Madrid se inicia un crecimiento mucho más rápido, como efecto
de una modernización constitucional más intensa, que -como se adelantaba- se
hace vertiginoso con los presidentes Calderón y Peña Nieto, durante cuyos
mandatos el texto aumenta en más de 20 mil palabras, lo que equivale
prácticamente a la extensión del texto original.
Para muestra un botón: el artículo 41 que en 1917 tenía
63 palabras, ahora tiene más de 4,000.
Muchas de esas reformas han sido necesarias y útiles
para modernizar el país.
A través de los cambios constitucionales se han operado
transformaciones que pueden ser polémicas en lo político pero que nadie
calificaría de irrelevantes: apertura económica, democratización, justicia
constitucional, ampliación de derechos, reordenación territorial, modelo de
telecomunicaciones, etc.
De hecho, las reformas han impactado en todas las
cajoneras de la materia constitucional: derechos, organización de los poderes,
principios identitarios del Estado mexicano. Basta con mencionar la reforma de
derechos humanos de 2011, la creación del ingente número de órganos
constitucionales autónomos y la inclusión del principio de laicidad en el
artículo 40 para encapsular la idea.
Así que los cambios constitucionales -al menos la
mayoría de ellos- han tenido un sentido político y un objetivo práctico. En esa
medida podemos decir que la constitución mexicana ha sido un instrumento útil
para encauzar la vida social y política de manera relativamente
institucionalizada. Bien por ello.
El problema es que esa dinámica de cambio constitucional
también ha tenido efectos perniciosos, al menos, en dos dimensiones.
En primer lugar ha convertido a la constitución en un
documento que, además de extenso, es oscuro, confuso, inaccesible, farragoso.
Yo suelo provocar a mis alumnos con la promesa de aprobarlos con la máxima nota
si explican al grupo el contenido del artículo 28 constitucional. Temo que ni
siquiera el profesor sería capaz de hacerlo de manera convincente y
esclarecedora. Y lo cierto es que la provocación podría repetirse con buena
parte del articulado constitucional.
Esto tiene diversas consecuencias negativas pero me
parece que tres son las más relevantes: aleja el texto constitucional de los
gobernados que no son capaces de conocerlo y entenderlo; por lo mismo, la
constitución se vuelve patrimonio de una élite experta y; dentro de esa minoría
ilustrada, destaca la judicatura que, mediante interpretaciones, termina
definiendo el verdadero contenido constitucional.
El segundo tipo de problemas generado por las reformas
constitucionales es cercano al anterior pero conviene distinguirlos.
Lo que tenemos es una constitución técnicamente muy
defectuosa. El caos constitucional se expresa en disposiciones duplicadas,
contradicciones terminológicas, desorden y falta de sistematicidad temática,
ubicación errada de las materias reguladas, sobre-regulación de cuestiones que
deberían estar en las leyes secundarias, errores en la actualización del texto,
básicamente.
Si la constitución fuera un texto académico diríamos
que adolece de metodología, que está mal escrito, que no se entiende y que
amerita una evaluación reprobatoria. Si se tratara de una proclama meramente
política diríamos que es defectuosa en su forma e inútil en su propósito. En
ninguno de esos ámbitos un juicio tan severo, certero y lapidario tendría
mayores consecuencias.
Pero, como sabemos, las constituciones son textos
normativo con efectos vinculantes. Así que el caos no es irrelevante. Si la
constitución debe servir como instrumento para modelar la vida social, los
mexicanos, nos estamos adentrando en un cuadro de Erik Otto.
Figuras aparte, ante esta realidad normativa caótica y
desordenada, se impone la feria de la discrecionalidad de los intérpretes. El
derecho constitucional deja de ser el marco que orienta y contiene las disputas
sociales y políticas y se convierte en un terreno más de la disputa. Por esta
vía la lógica del poder se desvincula del derecho y termina por someterlo.
Como la constitución es oscura, todo cabe al amparo de
su texto.
En el Instituto de Investigaciones Jurídicas elaboramos
un Estudio Académico que podría ser el hilo de Ariadna.
Bajo la convicción de que la tendencia de reformas debe
reencauzarse y las malformaciones al texto constitucional deben corregirse, un
grupo de investigadores nos dimos a la tarea de reordenar y consolidar el texto
constitucional vigente.
Héctor Fix-Fierro y Diego Valadés arrastraron el lápiz
de una empresa académica en la que también participamos de manera activa Daniel
Barceló, Eduardo Ferrer Mac-Gregor, Jose María Serna de la Garza y quien esto
escribe. El resultado puede consultarse en la página electrónica del Instituto,
fue publicado –en una primera edición- solo con la Cámara de Diputados y, hace
unos días, en una versión actualizada, también con el Senado de la República.
El estudio, inspirado en un ejercicio que realizaron en
1999-2000 para revisar la Constitución de la Confederación Helvética (Suiza),
arrojó resultados prometedores.
La Constitución Política de los Estados Unidos
Mexicanos. Texto Reordenado y Consolidado, como intitulamos al producto del
estudio, es una especie de nueva-vieja constitución.
Para elaborarlo, primero, revisamos el texto
constitucional vigente en 2015 y reordenamos su contenido, reubicando párrafos
y artículos con la finalidad de ofrecer coherencia temática y sistematicidad al
conjunto.
Acto seguido, consolidamos el texto, lo que implicó
mejorar la puntuación y la redacción; en algunos casos sintetizar el contenido
(suprimiendo redundancias e inconsistencias); articular la redacción de los
párrafos reordenados y; mejorar la presentación sistemática, en apartados,
fracciones e incisos.
De esta manera –sobre la base de la constitución
vigente y sin alterar su contenido normativo- logramos un texto constitucional
mucho más accesible, coherente y claro.
También sugerimos que, para aligerar al texto
constitucional, lo acompañe una Ley de Desarrollo Constitucional (LDC).
Dado que uno de los problemas detectado es que la
constitución contiene muchas disposiciones reglamentarias que no deberían estar
en la norma suprema pero que -por una u otra razón- los legisladores quieren
que tengan la máxima jerarquía proponemos la creación de una Ley de Desarrollo
Constitucional.
La propuesta tampoco es original: la había delineado
Mariano Otero desde 1847. Pero es muy sugerente. Se trataría de crear una
especie de ley complementaria de la constitución que, junto con ella y otras
normas convencionales (que provienen de los tratados internacionales en materia
de derechos humanos), conformarían lo que se conoce como "bloque de
constitucionalidad".
En esa Ley de Desarrollo Constitucional –que no sería
una Ley Secundaria- se reubicarían muchas de las disposiciones que hoy engrosan
a la constitución innecesariamente. Pensemos en un ejemplo: los minutos que
corresponden a los partidos políticos en Radio y Televisión durante los procesos
electorales. Nuestra idea no implica degradar jurídicamente esa clase de
disposiciones pero sí reagruparlas fuera del texto constitucional en la ley de
desarrollo.
Al final, en nuestro estudio, con la creación de esta
ley, la constitución mexicana adelgazaría en 17, 255 palabras (lo que equivale
al 26.1% de su extensión actual).
Así que no solo logramos un texto más coherente y
accesible sino también significativamente más conciso.
No se trata de la constitución ideal ni de una nueva
constitución.
Con nuestro estudio no escribimos la constitución que
nos gustaría ni proponemos un modelo de nueva constitución para México en el
Siglo XXI. En ese sentido no abonamos a la causa de quienes han propuesto
convocar a un nuevo poder constituyente. Pero tampoco entramos en colisión con
esa empresa que, de hecho, ha sido impulsada por algunos colegas de nuestro
instituto y que tiene una dimensión marcadamente política.
El texto reordenado y consolidado de la Constitución
recupera en lo fundamental el contenido constitucional vigente en la
actualidad. En esa medida, salvaguardamos los acuerdos políticos que lo
sustentan. Esto no quiere decir que, para nosotros, todas las normas que
contiene actualmente la constitución sean deseables –en lo personal, por
ejemplo, detesto el contenido xenófobo de algunas de sus disposiciones- pero sí
refleja el objetivo primordial de nuestro estudio: superar hasta donde sea
posible los defectos técnicos del texto constitucional vigente.
Así que, sabedores de que las iniciativas de reformas
al contenido de las normas constitucional provienen del debate público en sede
legislativa, no elaboramos un texto constitucional modelo.
De hecho, conservamos el número de artículos y no
alteramos la materia de artículos emblemáticos: 1o, 3o, 14, 16, 20, 27, 103,
107, 115, 123 y 130.
Para algunos nuestro estudio es demasiado conservador.
Sinceramente, difiero.
Es cierto que, en el horizonte de lo posible -y, para
algunos, de lo deseable- existen alternativas más ambiciosas y transformadoras.
En el extremo se encuentra la apuesta refundadora y reconstitucionalizadora del
Estado mexicano. Pero, como ya se apuntaba, esa empresa requiere de condiciones
políticas que -aunque parezca circular- solo suceden cuando suceden y que, al
menos yo, no vislumbro en el horizonte. Ello, entre otras razones, porque los
procesos constituyentes obligan a colocar todos los temas sobre la mesa de la
negociación y creo que diversos actores no están dispuestos a que eso suceda.
Así que la apuesta reconstituyente puede ser la mejor
aleada del status quo. Nuestro estudio, en cambio, ofrece una ruta
transitable que mejoraría de manera sustantiva lo que tenemos y dejaría abierta
la puerta para negociaciones y reformas sustantivas venideras. Éstas,
idealmente, en su mayoría, deberían recogerse en la Ley de Desarrollo
Constitucional.
Así las cosas, aunque parezca paradójico, nuestro
estudio ofrece una alternativa más arrojada por el solo hecho de que es más
viable.
Reordenar y consolidar el texto es deseable, es posible
y creo que es necesario.
La razón de esto último se explica en las primeras
tesis de este ensayo: nuestra constitución está dejando de ser un instrumento
útil para transformar a la realidad social. A nuestra generación le toca evitar
que esto suceda y debe actuar pronto.
Sin duda, nuestro estudio puede mejorarse. Es posible
compactar más y mejor diversos artículos. Además hay temas que suscitarán
debate: ¿cuál sería la fórmula idónea para reformar la Ley de Desarrollo
Constitucional?; ¿qué hacer con los artículos transitorios?; ¿conviene
introducir el preámbulo que, como una única licencia de agregados, nosotros
sugerimos? Pero, lo pronto, desde la Universidad Nacional, aportamos al debate
público lo que nos toca: una investigación técnicamente sólida, políticamente
imparcial y –en potencia- socialmente útil. Lo hacemos, además, conscientes de
que la coyuntura es propicia.
2017 puede pasar a la historia como algo más que un
aniversario. Podría ser el año en el que la Constitución de 1917 recuperó forma
y retomó bríos para la centuria en curso. Hacer que eso sea posible no depende
de nosotros que nos dedicamos a la investigación jurídica pero sí podría estar
en la agenda de los actores que tienen la legitimidad democrática y la facultad
jurídica para lograrlo.
Creo que una decisión en esa dirección tendría efectos
políticos, simbólicos y, sobre todo, jurídicos dignos del momento y de los
retos que vivimos cien años después de que los constituyentes de Querétaro
modelaran al México moderno. Quizá este no sea el momento de remodelar pero sí
puede ser la coyuntura propicia para reordenar y consolidar el marco
constitucional que tenemos.
Pedro Salazar Ugarte
Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
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