Una vez que la Comisión
Federal de Competencia Económica ha recomendado descartar la colegiación obligatoria —por las posibles afectaciones a los procesos de
competencia y libre concurrencia— y que cada vez es posible distinguir un mayor
número de voces críticas sobre este tema, resulta pertinente llamar la
atención sobre uno de los aspectos cuya relevancia no ha sido dimensionada en
comparación con los temas más llamativos que conlleva el conjunto de propuestas relativas a la profesionalización de los abogados en México.
El control ético en el ejercicio de la abogacía parecería algo de escasa relevancia. Tanto es así que las vías para su regulación, además de focalizarse en la elaboración de “códigos” (o compendios morales de dudosa procedencia normativa), se encuentran desprovistas de algún contenido material para entender lo que se debe entender por ética.
Y es que entender a la
deontología del abogado como un conjunto de postulados bienintencionados
dirigidos a hacer de estos operadores personas honestas, íntegras y congruentes
es una visión falsa y alejada de toda realidad. Bajo esa lógica, escribir sobre
ética profesional se convierte en escribir ficción. Y esto no está mal, sino
que sencillamente resulta estéril para satisfacer cualquier fin práctico. En
todo caso, lo que se podría aducir que está mal es esa visión edulcorada de la
abogacía y la ética que comparten muchos de los que escriben sobre el tema,
sobre el caso concreto, de aquellas personas que no solo se encargaron de la
redacción de la propuesta, sino también de su defensa y difusión.
La deontología jurídica
parece erigirse uniformemente y, en términos tradicionales, sin contemplar las
actuales transformaciones de la profesión, generando que este tipo de
postulados morales, resulten ineficaces ante las necesidades de las personas
que requieren los servicios de un abogado.
Como son los propios
abogados quienes formulan los códigos respecto a cómo debe ser su desempeño
profesional —porque se supone que son los que mejor están preparados para
determinar qué son las buenas prácticas y así prestar un mejor servicio—, la
lógica plasmada en los mismos proviene exclusivamente desde ellos y para ellos.
Es decir, usualmente
personalidades destacadas de la profesión, miembros del gobierno en turno,
académicos y demás individuos que tienen que ver con el campo jurídico, son
quienes conforman los equipos cuya misión es articular los códigos
deontológicos. Si hay temas dentro del derecho, que por su propio nivel técnico
implican su estudio particular de forma poco accesible para quienes no han tenido
relación con la materia, eso de ninguna manera justifica la segregación a la
que son sometidos quienes no ejercen la abogacía, sobre todo en este tema en
particular.
Generalmente, la profesión
utiliza los códigos éticos para proteger a la propia profesión más que a la
sociedad, porque al fin y al cabo quienes deben conocer estos instrumentos son
ellos mismos. Como menciona Adela Cortina, parecería no importar que “los
usuarios son los que experimentan la calidad del servicio prestado y, aunque no
conocen la trama interna de la profesión, resultan indispensables para
determinar qué prácticas producen un servicio de calidad y cuáles no”.
Al intentar monopolizar el
derecho para regularlo y establecer condiciones para su ejercicio, los abogados
han terminado por sitiarlo; haciendo de la separación una virtud, el hermetismo
en estas cuestiones en específico no hace más que impedir la difusión de la
deontología de quienes paradójicamente no se encuentran vinculados de manera
directa con el derecho, pero son el motor del mismo.
Javier de la Torre
menciona que, en ocasiones, “la ética promociona la imagen, el status
profesional y legitima el monopolio. La calidad de los servicios profesionales
rara vez es autocrítica y se establece un muro de silencio tras el que se
alberga un feudo de impunidad para las deficiencias y negligencias
profesionales”. Y, en ese sentido, a pesar de que
los códigos éticos, a diferencia de los reglamentos que regulan los aspectos
más superficiales de un trabajo, se ocupan de los aspectos sustanciales del
ejercicio profesional; la efusiva eclosión de postulados éticos en el campo
jurídico, no ha hecho más que acrecentar la brecha entre abogados y personas
que requieren sus servicios.
Al confiar en la
autorregulación, como característica distintiva de la ética jurídica,
indirectamente se está encomendando al mercado los vaivenes de los abogados.
Dicho de otro modo, cuando
gran parte de los grupos de poder del actual sistema contemplan al derecho como
el mecanismo idóneo para tutelar sus intereses, los abogados, son visualizados
como guardianes de la tradición legal que facilitan a los poderes dominantes
reafirmar su autoridad e influencia. Los postulados éticos existentes para
regular sus conductas vienen a subrogar al Estado, además de ofrecer una
pretendida legitimidad moral al ejercicio de la profesión.
Ante la ausencia de un
Estado capaz de proporcionar la dosis de confianza necesaria a distintas
actividades de gran influjo social, como es la abogacía, la regulación ética de
los abogados que presenta el proyecto en cuestión, se presenta como un esfuerzo
insuficiente por adecuar los estándares morales de la profesión frente a las
nuevas condiciones que se despliegan, anhelando así subsanar sus carencias
estructurales.
La efervescencia que
generó la ahora disminuida reforma constitucional en materia de colegiación y
certificación obligatorias, a la luz del depreciado tratamiento otorgado a la
ética jurídica, devela en este tema en concreto más que un verdadero mecanismo
de defensa a problemáticas específicas, una chantajista estrategia publicitaria
que ha de servir para acrecentar las desigualdades y los conflictos entre
quienes se ven inmersos en nuestro abstruso sistema de justicia.
Juan Jesús Garza Onofre. Investigador
de la Facultad Libre de Derecho de Monterrey.